Pinochet: 28 años después
El que la hace la paga, expresión del vulgo llena de verdad. La escuché muchas veces cuando niño y siempre la traía a mi memoria cuando me enteraba de hechos injustos. La asociaba con otra expresión popular, menos elegante, pero bien precisa en recoger el sentido de la justicia que encierran, misteriosamente, las leyes naturales de la vida: a cada cochino le llega su turno. Tan cierta estas sentencias que casi estoy a punto de creer que lo esotérico antecede a las ciencias.
A Augusto Pinochet ambas expresiones le encajan perfectamente. 28 años después de ser uno de los hombres más poderosos del planeta, la justicia lo bajó al nivel de cualquier ciudadano común. Peor, porque ha sido acusado y despreciado por la sociedad chilena y por la comunidad internacional. Cuantas energías negativas habrá recibido en estos días procedentes de millones de personas que se han enterado de sus crímenes políticos. Su conciencia, su autoestima, su moral ante su familia, todo lo que comprende la serenidad y paz espiritual en el ocaso de la vida debe ser hoy un infierno para él. Aunque no se logre encarcelarlo, ya esta viviendo una pena que es más dolorosa que cercenarle la libertad.
Joaquín Lagos, general en retiro y quien era jefe de la zona norte durante el golpe de 1973, fue testigo de lo que hoy narra: «14 personas fueron sacadas de la cárcel y fusiladas en el desierto. Sus cuerpos nunca aparecieron. Los cuerpos estaban hechos pedazos. Les sacaban los ojos con cuchillos, les quebraban las mandíbulas, les quebraban las piernas. Al final le daban el golpe de gracia». Lagos tiene el documento que responsabiliza a Pinochet de estas muertes. Lo guardó durante 28 años, pese a que Pinochet le ordenó que lo destruyera y se autoinculpara por lo sucedido.
Por primera vez desde el golpe de Estado, las Fuerzas Armadas chilenas han asumido públicamente el asesinato de cientos de presos, detenidos, o sencillamente militantes políticos que se oponían al régimen de Pinochet. Reconocen haber arrojado al mar a 70 comunistas, mientras que otros 182 fueron incinerados y 160 más enterrados vivos. La violencia durante la dictadura dejó más de 3.000 personas muertas o desaparecidas. Y muchas de ellas fueron ejecutadas en la operación denominada «La caravana de la muerte». Su objetivo era aniquilar a los opositores acusados de pertenecer a movimientos izquierdistas en cualquier parte del país.
Hoy Pinochet está pagando por sus ejecutorias. Y no saldrá impune. Nunca pensó que eso podía sucederle algún día. Pero esto se pudo lograr debido principalmente a dos actores perseverantes: el juez Guzmán, por tener el coraje de asumir la justicia y enfrentarse a las estructuras de poder vinculadas a Pinochet que todavía tienen vigencia, y los familiares de las víctimas que han insistido, con una tenacidad infinita, en hacer justicia durante 28 años. Acción digna de emular para la justicia.
De esto hay que extraer una enseñanza. El poder es finito. Es perecedero y, si es empleado para ser usufructuado, se revierte en contra de quienes protagonizan su abuso. Los recientes casos de Fujimiri en Perú, Joseph Estrada en Filipinas y el de Pinochet en Chile, demuestran la perdición de los hombres, en alma y vida, que se creen inmortales, intocables y hasta divinos cuando ejercen el mando sobre la sociedad. Justicia de los jueces, perseverancia de los luchadores y abuso de poder se combinan para sentenciar: el que la hace la paga.