La Fiesta del Chivo
Decimos que los colaboradores del dictador se enriquecen con sorprendente facilidad y prontitud, como si la complicidad no supiera de ciertas claves de bóveda que tienden a la propia conservación del régimen. Encontramos un discurso moral en los recintos domésticos del poder que permite a unos resistirlo y sobrevivirlo con resignación, mientras otros lo desafían y aprovechan cautelosamente.
No hay trance autoritario alguno que despeje las claves desde un primer momento, igualados todos en la intención de delinquir y en el propósito de beneficiarse. El Gran Dispensor organiza la escena, establece y jerarquiza el reparto y, muy frecuentemente, concibe una coreografía que pueda divertirlo, suscitadas y administradas las diferencias entre sus partidarios, sirviendo igualmente de alivio a las inevitables cargas burocráticas: no hay cartas abiertas sobre la mesa.
Mario Vargas Llosa lo dibuja magistralmente en su última novela, «La Fiesta del Chivo» (Alfaguara, Bogotá), donde el ministro, senador y fidelísimo Agustín Cabral no sólo se ve obligado a entregar a su menor hija al morbo senil de Rafael Leonidas Trujillo, sino también a emplear los 25.000 dólares que tenía ocultos en el Chemical Bank para costear los estudios de la agraviada en Estados Unidos, congelados unos 200.000 pesos en el Banco de la Reserva, «los ahorros de toda una vida» (pp. 272 y 280). Quizá podamos agregar al «untuoso», austero y devoto Joaquín Balaguer (287 ss.), cuya perspicaz paciencia le permitió luego establecerse en el poder, frente a aquellos que tuvieron mejor suerte al encadenarse a los negocios del mandatario, incluido el disfrute de siete millones de dólares por los servicios prestados, después de conocer la caída en desgracia (372), o el auxilio oportuno al enfermar gravemente (341).
Muchos eran los intereses comerciales de Chapita enunciados en la obra (152), pero mantuvo tercamente la consigna de no sacar un peso de República Dominicana (157), algo que evidentemente contrasta con los dictadores de la más reciente contemporaneidad, a sabiendas de las pocas posibilidades de morir en el poder y de la alta rentabilidad de las colocaciones en el exterior. El jefe de la policía, Johnny Abbes García, por ratos engreído estratega político (277), abría negocios con Ultramar porque «usted me lo ordenó» (95), y siendo capaz de manejarse en distintos ámbitos, gerenciando confidencialidades, no tendría por destino seguro la indigencia.
El capitán de empresas, a lo mejor por el peso de la jefatura de Estado y la ineptitud de sus más cercanos asesores, apelaba generalmente al burdo mecanismo de forzar la venta de una finca, casi rifada una posterior licencia de importación (370 s.), desconfiado -al menos- de las promesas que prodiga la ingeniería financiera. Sus antecedentes y vivencias desembocan en los más elementales conceptos del saqueo, el bandidaje o la pillería, desconocidos los alcances de la tramitación y contratación de sendos empréstitos que hoy se renuevan, inflada la imaginación de los peculadores.
Las posturas doctrinarias del Jefe acrecientan el sentido de prevención de sus íntimos, cubiertos por la póliza de los lazos familiares.