Opinión Nacional

Tiempo de juzgarlos

La política está muy desprestigiada y eso ya no admite discusión. Las evidencias son demasiado abrumadoras. No cabe enojarse con quienes piensan de ese modo, como algunos intentan. Si la actividad política no goza de credibilidad es por mérito propio y no por un complot cívico.

La tarea es, en todo caso, resolver las causas reales y no enfadarse con las consecuencias. Las enfermedades se curan cuando se resuelven las cuestiones que la originaron y no cuando solo se atienden sus síntomas.

Buena parte del enojo de la sociedad civil con la política, transita por aspectos como la corrupción, la falta de transparencia, la voracidad de poder y la escasa idoneidad de sus actores, para solucionar problemas.

Es, probablemente, cierto que la política sea una de las mejores herramientas, o tal vez solo la más institucional, para encauzar energías que propicien cambios positivos en la forma de vida de las comunidades, para garantizar la vigencia de la libertad y el progreso que ello conlleva.

Pero hasta que no consiga vencer su mala fama, su descrédito, poco se podrá hacer al respecto. Su depuración entonces resulta imprescindible. La purga consiste en descartar a los corruptos, a los indignos, a los ladrones.

Es por eso indispensable que las sociedades modernas, recuperen sus instituciones, tengan el coraje cívico de instalar una agenda que incluya a la honestidad como valor y abandonen el letargo de la cándida resignación.

Es patológico convivir con personajes que se apoderan de las arcas públicas como si fueran propias, que dilapidan los recursos de la gente, que obligan a pagar impuestos altísimos a individuos que se esfuerzan, para luego quedarse sin reparos, con el fruto de su trabajo derrochando esos dineros en dádivas, favores y fraudulentos negocios que los enriquecen.

Con esa casta de depravados de la partidocracia, que son demasiados por cierto, y no precisamente la excepción a la regla, es imposible recrear la política, ni hacer de ella un instrumento realmente útil para la sociedad.

Resulta vital encarcelar a los delincuentes de escritorio. Si estos sujetos no están entre rejas, el sistema no puede generar los anticuerpos necesarios para evitar que la historia se repita. No hacerlo no solo es inmoral, sino que estimula a esta plaga de corruptos, los invita a repetirlo hasta el cansancio y los multiplica al infinito, para que sigan asfixiando a los honestos.

La perversidad de esta lacra, no se agota en robar el dinero de todos, sino también en manipular las mentes de gente de bien, en usarlos para hacerles creer que son personas honradas, que solo han prosperado por sus habilidades y talentos para administrar correctamente su patrimonio.

Para rescatar la política es esencial lograr un “gran juicio”, un espacio republicano, en el que las instituciones funcionen como corresponde, donde los funcionarios del poder judicial y especialmente los jueces, recuperen el coraje de hacer lo que deben y entiendan su rol heroico en este tiempo.

Con políticos indecentes recorriendo tribunales, dando cuentas de sus andanzas y con ciudadanos asegurándose que el sistema funcione como fue previsto por quienes lo crearon para garantizar derechos a los ciudadanos y no impunidad a los corruptos, la historia cambiará. Antes no.

La sociedad necesita volver a creer, pero es la misma voluntad individual de los ciudadanos, la que debe generar esta epopeya. No se producirá en forma espontanea o por casualidad. No será la misma corporación política, ni oficialistas, ni opositores, quienes impulsarán esta secuencia de hazañas. Las pruebas están a la vista. No se presentan a juzgar a sus pares. No son ellos lo que se ocuparán de destruir las bases estructurales de la corrupción. De hecho han votados leyes, unos y otros, que concentran poder y recursos en pocas manos quitando institucionalidad a la república.

Es la sociedad la que debe llevar adelante esta proeza, y hacerles sentir a los políticos que descarriaron, que todos serán juzgados, que estarán en el banquillo, y que allí no los salvaran ni sus pares, ni sus aliados, ni siquiera aquellos a los que enriquecieron o favorecieron en su estrategia clientelar.

No resulta preciso que se trate de una masiva cantidad de individuos los que tomen la iniciativa de esta gesta, pero sí, de un incorruptible grupo de ciudadanos, comprometidos, decididos, determinados, con el coraje suficiente y sabiendo que en su intento está el futuro de varias generaciones, inclusive de los que cacarean en privado y dicen estar en la vereda de enfrente, cuando en realidad se han aprovechado de las debilidades del sistema y lucraron con sus socios corruptos.

Los políticos contemporáneos deben saber que sus fechorías no son interminables, y que su ambición de poder, de progreso con recursos ajenos, tiene límite. La confiscación a los que trabajan, el saqueo a los ciudadanos debe terminar. Y son los mismos votantes, los que dirán basta.

Mucho de los políticos de este tiempo han usurpado dinero, pero también intentan robarse los sueños. Depende de los ciudadanos y no de la política clásica, que eso no suceda. No existe otro final posible, si se quiere cambiar la historia, que juzgar a los corruptos y reconstruir la república, con la gente de bien, con los honestos, con los que solo quieren producir, trabajar en libertad y que les permitan disfrutar del fruto de su esfuerzo.

Estos forajidos han abusado de su suerte, han tirado de la cuerda más de lo tolerable, su gula de poder y ambición económica les ha jugado una mala pasada. Los ciudadanos deben poner límite a tanto atropello, y tal vez, ya sea el tiempo de juzgarlos.

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