Joseíto de nuestras vidas, por Mari Montes
No es imaginable ver a un jugador dar un jonrón, el primero de la temporada a punto de terminar, recorrer las bases deshecho en llanto.
Cuando Dee Gordon llegó al plato, se paró a la derecha para recordar a su gran amigo, a su compañero fallecido un día antes en un accidente de bote, absurdo, de madrugada, contra unas piedras.
Después de ganar el martes pasado, un duelo increíble en el que le tocó enfrentar a los Nats y dominarlos, el joven pitcher cubano, según contó después el propio Dee Gordon, dijo que había sido el mejor juego de su vida.
Al día siguiente lo invitó a la iglesia, y al salir le confesó «tenía que venir hoy, después de ese juego de ayer».
Nadie sospechaba que ese juego sería el último, su última salida. Un juego especial en el cual sacó toda su clase. Esas cualidades que lo llevaban por la vía expresa de la autopista que conduce a Cooperstown: confianza en sus pitcheos, control, coraje y respeto por sus adversarios. Como siempre, desafiante e inteligente.
Ese día, en el séptimo inning, cuando regresó a la cueva, Mattingly le pidió la pelota y el muchacho se negó, quería terminar su trabajo.
Será hasta la eternidad inolvidable la imagen de Barry Bonds, abrazándolo y besándolo como si era su hijo cuando salió de aprietos, resolvió y ganó.
Joseíto era tan especial, que gracias a él muchos descubrimos a otro Barry Bonds. Ya no el frío slugger cuestionado o aquel que corría las bases sin emoción, aunque se tratara de un batazo para dejar atrás a una leyenda, sino a un tipo afable, capaz de tener gestos cariñosos sin ningún reparo.
Los días que vinieron lo seguimos viendo, porque si hubo un Marlin siempre atento al juego y de primero para aupar y felicitar a sus compañeros, ese fue Joseíto Fernández, el 16. Era la alegría del dogout, la sonrisa segura y perenne durante todo el encuentro.
El sábado en la tarde, se supo que el manager Don Mattingly había alterado la rotación, rodando la salida de su As para el lunes, para el primero de la serie contra los Mets.
En la madrugada del domingo ocurrió la terrible tragedia que horas después despertaría a Miami y todo el béisbol como con un batazo en el corazón.
«¿Es verdad?», «¿está confirmada?», «¿no puede ser un error, ese nombre es común, a lo mejor es otro»… Nadie quería creerlo. ¿Cómo era posible asimilar que ya no veríamos más a José Fernández?
Los números de Joseíto hablan de mucho más que una promesa, aunque solo estuvo 4 temporadas, su corta trayectoria ya lo ubicaba entre los mejores de este tiempo.
Aunque es cierto que nos quedamos con las ganas de verlo brillar más, cuando madurara y ampliara el repertorio para dominar a sus rivales, cuando adquiriera madurez y mañas para esconder la pelota. Lo mejor de Joseíto en la lomita no lo pudimos ver, eso es parte de lo que nos tiene a todos tan tristes.
José Fernández fue mucho más allá de lo que hizo en el montículo. Encarnaba eso que llaman «el sueño americano», la historia real de un joven inmigrante cubano, que llegó a Estados Unidos luego de cuatro intentos de escapar de la dictadura castrista, quien en la última travesía salvó la vida a su madre, que cayó al mar y con solo 16 años, aferrado al béisbol que le enseñó a jugar y amar su adorada abuelita, comenzó a escribir una de las leyendas más hermosas que podamos leer, de una vida que nos impactó a todos.
Jackie Robinson dejó para siempre una frase que involucra muchas cosas: «Una vida no es importante, sino por el impacto que causa en otras vidas».
Bueno, Joseíto nos tocó a todos con su magnetismo, alegría y talento, fue mucho más que una estrella.
José Fernández es el gran ejemplo para los jóvenes, la prueba de que con trabajo, disciplina, apoyo de la familia, humildad, tesón e inteligencia para aprovechar las oportunidades, es posible hacer realidad cualquier sueño. Demostró que la vida hay que disfrutarla y que ese disfrute pasa por ser solidario, por no olvidar de dónde venimos sin perder el foco en la meta que queremos alcanzar, como decía Tony Gwynn «jugar duro y divertirse».
Cuando hablo con mis hijos, absolutamente adoloridos, como si hubiesen perdido a un amigo cercano, solo puedo agradecer su existencia, porque sus lecciones de vida, lo sé, ya son importantes para ellos y para todos los muchachos que encontraron en Joseíto a un ídolo de verdad, sin capa ni armas letales.
A los cubanos especialmente les digo, que solo puede ser esperanzador, saber que después de tantos años de perversa dictadura, de Santa Clara, Cuba, haya salido un ser tan noble, con valores, ciudadano ejemplar y sin rencores, a pesar de lo vivido y sufrido.
Por las redes corren diversos videos de escenas de su vida: su primer juego de 14 ponches en su año de novato, el día que los Marlins le dieron la sorpresa de traerle a su abuelita, la persona que más amó en su vida «su todo», como él decía, sus visitas a hospitales, y escuelas, atenciones a fanáticos y compañeros de equipo, el boleto al Big Papi en el Juego de Estrellas de San Diego y el adiós que le dieron el domingo en todos los parques y este lunes, cuando todos volvimos a la Pequeña Habana a aupar a los Marlins, como a él le habría gustado, y también a acompañarlos y a acompañarnos, porque todos perdimos a un ser muy querido, que se instaló en nuestros corazones y a quien siempre honraremos agradecidos, porque su vida nos impactó para bien.
El mar lo trajo de Cuba y en el mar dijo adiós sin despedirse, porque la verdad es que José Fernández, hijo, amigo y hermano de todos, no se irá nunca.