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Mejores enemigos

Casi 18 años de chavismo pesan demasiado. No son más que los casi 60 del régimen castrista en Cuba, o los casi 30 de Mugabe en Zimbabue, pero para una sociedad aferrada con uñas y dientes a la memoria reciente de la democracia, que hace rato apuesta a la salida pacífica y lidia contra el abuso y la cerrazón, un día más a merced del naufragio muta a menudo en ansiedad. De allí quizás las sacudidas de montaña rusa, el ánimo disparado hacia lo alto cuando la esperanza clava la espuela como el jinete en el flanco del potro arisco; o llevado al fondo, abruptamente, cuando la realidad no resulta tan blanda como creímos. En medio de esa gira sin matices, rebasados por el morboso encandilamiento del límite, no extraña que la frustración acabe dictando pauta, descosiéndolo todo, forzando al crónico reinicio; un círculo vicioso que agobia aguas adentro. Cada vez es más fácil predecir, incluso, los minutos que pasarán antes de que los apocalípticos habituales comiencen a lanzar dardos no contra el Gobierno, sino contra las movidas de la Unidad, al tiempo que ondean el exaltado blasón de los “principios innegociables”.

Pero, ¿cómo avanzar a través de un mapa sembrado de clavos ardientes, en el que todas las trochas resultan “moralmente” condenables? ¿Cómo sobrevivir haciendo política de inmaculados, cuando la realidad, hic et nunc, pide acomodación, ajuste de expectativas, identificación permanente de oportunidades: el estar dispuesto no sólo a despeinarse, sino a dispensar piadosas visitas a los sótanos, a regatear hábilmente con los lobos, a hundir los zapatos en el barro, a ser más Sancho y menos Quijote cuando el idealismo acogota al interés colectivo? Por otro lado: ¿hasta qué punto el invertir energía en neutralizar los brotes del ataque endógeno malogra la facultad de atender eficazmente el “gran proyecto”, de explorar alternativas para enfrentar al adversario a través de los medios propios de la política: el diálogo, la negociación, la persuasión? ¿Es justo, en medio de esta feroz coyuntura, vivir con la respiración contenida por el temor de que algún renunciador precoz quebrante los consensos que tanto esfuerzo nos han valido?

Resulta agotador trastear no con la crítica que construye, sino con la amenaza que asalta desde todos los flancos: penosamente, esa también ha sido la historia de estos años, una que luce más larga en virtud del retorno de cierta indócil viruela, la del purismo opositor. Proclive a la retórica profesional, al reparo inflexible y sin atenuantes, quizás receloso del riesgo que implica habitar el centro en la política (la posición con menos sex-appeal; la más incómoda y compleja, como recuerda Fernando Mires, donde la diferencia entre visiones antagónicas debe dirimirse a través de la deliberación) el purista ha olvidado la importancia de darse baños regulares de relativización. Eso que según Ortega y Gasset -quien definía al hombre como un “ser compuesto de realidades circunstanciales”- conduce a la constante revaluación de las reglas de acuerdo con las circunstancias de las perspectivas individuales. Tampoco en política, en fin, caben los absolutos éticos o epistemológicos, pues “toda verdad, es una verdad en perspectiva”.

Nada tan contrario al carácter mutable de la puja pública por el poder que la petrificación del pensamiento. En medio de una dinámica cuya dificultad reclama ingentes dosis de sudor colectivo, persistencia, capacidad de adaptación y respuesta, disposición para construir significados comunes –dialogar no implica perder la dignidad, más cuando se cuenta con ventajas- poco ayuda quien amenaza con retirar sus fichas porque presume que el resultado al que aspiraba, ya no será. Como si el ultimátum pudiese por sí solo torcer la suerte. Como si abandonar antes del previsible fracaso, fuese una salvación.

Una película de István Szabo, “Cita con Venus”, sirve para ilustrarnos. En ella, Zoltan Szanto, un director de orquesta húngaro, llega contratado a París para dirigir la ópera «Tannhäuser«, pero una vez en el teatro tropieza con toda clase de obstáculos: desde las más excéntricas exigencias de los sindicatos hasta los caprichos de divos y prima donnas. El día del estreno, el proyecto que significó superar los infiernos íntimos en medio de intensas jornadas de ensayo, encalla en una encrucijada. El gremio que ampara al técnico responsable del telón entra en huelga, y el chantaje no se hace esperar: si la administración no cede a nuestras peticiones, no cuenten con que el telón se abra. La opción es cancelar… o fraguar un milagro. La escena final resulta así en metáfora de una hermosa tenacidad, la del triunfo del espíritu sobre la materia: sin importar las mezquinas omisiones, la música de Wagner estalla, con toda su magnificencia, delante de un telón cerrado.

Seamos entonces quienes se empeñan en culminar el arduo viaje que nos trajo hasta acá. Quienes divisan rendijas, no puertas bloquedas; quienes de ningún modo se rinden ante la adversidad. Son18 años que pesan ya demasiado como para seguir atajando «mejores» enemigos.

@Mibelis

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