Los malvados no van a salirse con la suya
Cualquiera puede ver, palpar y sentir, como los países – unos más que otros – han sido invadidos por el mal. Y Venezuela, no es una excepción. En sus grandes ciudades, pequeños pueblos y caseríos, en los barrios y urbanizaciones, el mal se divierte a granel y medra de la escandalosa crisis que azota al país. Este, en sus múltiples formas vulneró al gobierno nacional, tomó el mando, se apoltronó en ministerios, instituciones y organismos. Penetró, de manera peligrosa, a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y a las policías, a instituciones escolares y partidos políticos de izquierdas y derechas. Su destructor espectro, conspira contra el bien y las buenas costumbres. Por ello impera la intimidación, el secuestro, el narcotráfico, el contrabando, la trata de blancas, el soborno y la extorsión.
Esto sucede, porque quien vive del mal, no tiene ideología, religión ni clases sociales. Ama el delito porque le resulta rentable bajo el amparo de la impunidad. Para ello trae consigo, su traje aparente, donde oculta sus perversidades, miserias y delitos. Tiene infinitas máscaras. Simula, se camufla, se mimetiza, y entre otras artimañas, se embozala de todas las formas posibles. Se agudiza más, ante la caída de valores, por falta de responsabilidad y sentido de pertenencia, por desatención de la ley, la indiferencia, el descuido, por el dejar pasar de los bonachones indiferentes y la complicidad de muchos; a causa del reconocimiento del soborno y la riqueza mal habida colocada por encima de la virtud. Sócrates, lo filosofó, de la siguiente manera: “Las almas ruines solo se dejan conquistar con presentes.” De tal manera, el mal, en todas sus formas tiende sus tentáculos engañadores. Como mitómano y amante de la falacia, miente y usa la demagogia. Pasa por dicharachero, humilde o trabajador. Puede ser profesional civil, militar o religioso. Ciertamente, se mimetiza detrás de investiduras. Generalmente, es un impostor y piensa que: “… es así, porque todo mundo está corrompido.” Y lo hace, porque nada le va a suceder, que la gente es incauta, que todo se le va a dar como piensa. O digámoslo a la manera de Víctor Hugo: “Es extraña la ligereza con que los malvados creen que todo les saldrá bien.”
Los malvados se refocilan; pero, por lo general, riñen. No aceptan sobre ellos la maldad de su otro igual, por ello se vengan, se delatan y traicionan. Cuando sus afrentas se hacen irreconciliables, se confrontan y se matan. En su trayectoria delincuencial, dejan cómplices, émulos y víctimas inocentes. Si alguien se opone a sus fechorías, buscan intimidarlo o aniquilarlo, físicamente. Pero recuerden, que el malvado teme cuando las comunidades, de manera solidaria, se unen y luchan preventivamente y a favor de las víctimas. Por ello, el escritor y político inglés, Edmund Burke, desde el siglo XVIII, nos advierte: “Para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada.”
En nuestro país pareciera que la gente decente y trabajadora siempre será víctima de la delincuencia, y hasta se llega a creer, que el malhechor, es reconocido y ascendido. Pero aquí, no todo se ha perdido. Por suerte, quedan reservas morales que luchan y lucharán contra estas fuerzas nefastas. Esto implica que tanto el gobierno como la oposición – sin caza de brujas – tienen que demarcar muy bien las fronteras que los separan del delito, de los perversos y licenciosos, hasta deslastrarse de lo inconveniente, porque el mundo – nos los hace saber, Albert Einstein – “no está en peligro por las malas personas sino por aquellas que permiten la maldad.”