¿A dónde vamos?
El desconcierto es uno de los estados psicológicos más peligrosos que vive cualquier persona. Porque los puntos de referencia de la vida se mueven, cambian o desaparecen. La reacción primaria es el temor y la duda. La mayor parte de los escenarios de la vida trastocan las expectativas ordinarias. No somos dueños de lo que está fuera de nosotros; pero sí podemos y debemos ser dueños de nosotros mismos. El proceso educativo que conduce a la madurez humana y a la fortaleza espiritual hay que adquirirlo a lo largo de la existencia.
El desarrollo tecnológico convierte a quienes detentan el poder en aprendices de brujos. Seducidos por los hilos de la propaganda crean una realidad que no existe pero seduce. Pretenden, y a veces lo logran, domesticar y llevar a la gente al ritmo que les conviene. Por eso, la democracia como sistema social de convivencia postula un equilibrio. El poder no se controla a sí mismo. Tiene que serlo desde fuera. Es la autonomía de los poderes para que la balanza se incline hacia el bien de los ciudadanos y no hacia quienes tienen la sartén por el mango.
Quien domestica y controla los poderes públicos y mediáticos se convierte en un dictador, en un absolutista, en un manipulador. Porque la única medida del bien y del mal es su criterio y su decisión. El problema de Venezuela es la pugna por imponer una única manera de vivir, atada a una ideología que ofrece lo que es incapaz de dar: fraternidad sin límites y bienestar compartido. Sólo hay imposición y desconocimiento de la otra parte. Hay que ser súbdito, soldado, no ciudadano libre y autónomo.
¿A dónde vamos? ¿A dónde nos quieren llevar o a dónde queremos ir? He ahí el desafío. Se requiere constancia y coraje. La libertad ni se compra ni se vende. Se ejerce.