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Barcelona, peligro para caminantes

«Dejé por ti mis bosques, mi perdida

arboleda, mis perros desvelados,

mis capitales años desterrados

hasta casi el invierno de la vida…»

De Rafael Alberti (fragmento de un soneto de su libro «Roma, peligro para caminantes», de donde he tomado prestado el título y materia final de esta crónica).

Ya casi no viajo para descubrir lugares. Aunque me quedan en reserva, en el tintero de mis intereses más existenciales que culturales, visitar dos o tres sitios emblemáticos de la antigüedad: Angkor Wat, cuyas aventuras allí le costaron la cárcel a André Malraux -había sustraído reliquias valiosas del hinduismo-; Machu Picchu, el célebre santuario Inca que inspiró un gran poema a Pablo Neruda, incluido en el Canto General, y Petra, en Jordania, donde se acaban de descubrir patrones arqueológicos de índole ocultista, en el diseño de su peculiar y grandioso urbanismo escultórico.

Pero cada vez que tengo la libertad de dirigirme a un destino así de portentoso, desando mis pasos y acabo volviendo, machaconamente, a unas cuantas ciudades donde he vivido feliz y cuya belleza para mí es equivalente a la que podría profesar por una mujer hermosa, inteligente, distinguida, e inspiradora. Me refiero a Roma, Río de Janeiro, o a Cartagena de Indias, y sobre todo, a la que considero, con mucho, una de las más habitables, gozables, y vivibles ciudades a las orillas del mar Mediterráneo, Barcelona.

La fatigo sin pausa desde muy joven; cuando vivía en El Cairo la visité, en un arco de tres años, al menos cada seis meses. Viví en ella en plenas olimpiadas, de 1992 y hasta 1995, en que partí rumbo a Nueva Delhi. Y sigo regresando a esa capital que ya fue la brillante Barcino de los romanos, como si de allí fuera originario; la empiezo a disfrutar cuando diviso, desde las ventanillas del avión, la transformación y recovecos del puerto, y minutos antes de aterrizar, la montaña mágica de Montserrat.

Por cuestiones de trabajo que combiné con vacaciones, pude vivir de nuevo en Barcelona durante dos meses (fuera de esporádicas visitas al interior de Cataluña y al sur de Francia) y empeñarme a fondo en redescubrir sus rincones prodigiosos, tan bien interpretados por el gran escritor que es Eduardo Mendoza. Y aunque en otros tiempos no paraba de disfrutar el barrio gótico, el Born, la Barceloneta y el Raval, donde tanto se movía el entrañable Carvalho de las novelas de Manolo Vázquez Montalbán, ahora me concentré en uno de los barrios de mayor encanto y prosapia legítimamente  popular, como lo es esa suerte de ciudad dentro de la ciudad que se llama Gracia.

Esa especie de unidad cultural de cincuenta mil personas colinda, en su dimensión menos burguesa, con la grandiosidad del Paseo del mismo nombre, las ramblas de Cataluña y los sobresaltos de placer arquitectónico que nos depararan tantos edificios preservados del Ensanche, sin hablar en específico de ese monumento de excepcional diseño creativo que es el navío anclado de la casa Milá, mejor conocida como la «Pedrera». Y pensar que ese nombre se lo adjudicaron los ciegos de siempre, los críticos que nunca son capaces de ver la trascendencia del arte de vanguardia y denostan los atrevimientos geniales de los artistas visionarios como Antoni Gaudí.

Y ya en la mención de uno de los monumentos más visitados del mundo, acepto que hasta ahora reparé de que en el último andar aparecen, semiocultas, inscripciones de simbolismo místico que tanto cultivaba Gaudí (desde la calle no se interpreta fácilmente lo que puede ser una grafía de motivos vegetales en la piedra. De hecho, pude dilucidar esa leyenda sacra al visitar un formidable despacho, frente a la Pedrera, de una amistad que tampoco se había fijado en ella: «Ave Gratia M plena, Dominus tecum»).

Dejando de lado los mensajes secretos que encierra Barcelona, un elemento suigéneris para disfrutar la ciudad Condal es apreciar la luz que se cierne cada noche, en el final de la primavera, oscureciendo el día hasta las veintidós horas. El atardecer tardío nos regala matices que desconocemos en otros hemisferios. Casi sin percibirlo, se adueña de nosotros una emoción velada, la de una iluminación que confiere al entorno un carácter cambiante, que modifica fachadas, paseantes y transforma paulatinamente líneas y colores en un paisaje citadino único en el mundo.

En el barrio de la villa de Gracia descubrí, por sus intrincadas callecitas, un conjunto de plazas de corte majestuoso y otras sin mayores pretensiones. Esos pulmones conformados por árboles menudos, en medio del profuso tejido de casas bajas y edificios recuperados, proyectan una vitalidad sorprendente. Miles de jóvenes las ocupan -ocupar es una palabra delicada en Gracia- casi todas las noches del año para una convivencia de júbilo y algarabía (y no quisiera que vieran en el rasgo de esta mención ninguna estampa de color folclórico). En medio de la maravillosa convivencia de razas, edades, extracciones sociales, me tocó vivir, muy de cerca, la crisis desatada por el desalojo de un banco «okupado» por un movimiento radical de extracción anarquista.  Docenas de jóvenes desplegaron a inicios de julio tácticas de guerrilla urbana, destruyendo mobiliario, vitrinas de negocios, autos y motos durante casi una semana; quemaban contenedores de basura y se manifestaron de manera violenta, enfrentando a los «Mossos d’ Esquadra». No pude dejar de pensar en la violencia que marca también muchas de nuestras ciudades latinoamericanas; con la diferencia de que cuando se da en ciudades europeas no se somete el desorden al mismo clamor mediático que se dedica a México, por ejemplo.

A la vez y sin mayor contradicción, fuera de estos fenómenos sociales, puedo afirmar que la villa de Gracia es un portento de convivencia. Allí no permea fácilmente parte del turismo vandálico y vulgar que caracteriza a muchos pisos de alquiler temporal que proliferan en el mapa inmobiliario de otros distritos cercanos al puerto. La composición de la gente que deambula por Gracia es cosmopolita y se convive, en los pequeños negocios de frutas y alimentos, con emigrantes del Oriente, del Oriente Medio y del Subcontinente Indio, además de italianos, portugueses y gitanos de prosapia local -allí nació el extraordinario cantante Moncho, al que Serrat le regala una composición de tanto en tanto y que ha interpretado boleros nuestros de manera magistral-.

Barcelona ofrece maravillas: sus atardeceres vistos desde los varios niveles de su excepcional geografía escalonada, del mar a sus montañas de Montjuic y Tibidabo; los emblemáticos paseos salpicados de una rica lección de estilos arquitectónicos; de los vestigios romanos, a las concepciones contemporáneas de grandes maestros. Algunos de los restaurantes de resabio tradicional que aún preservan su prestigio, como «Senyor Parellada», en la calle Argenteria donde vivió Joan Salvat Papasseit; «Els Pescadors», en el encantador barrio del Poblenou, de extracción obrera revolucionaria, o el «Tramonti» en la avenida Diagonal, que frecuentaban Cortázar y Alberti, -en medio de una oferta esnob y de nuevo riquismo que prolifera como un pulpo, pese a los precios prohibitivos para quienes no ganamos en euros-.

Después de pasar las primeras semanas en Barcelona  caí en la cuenta  de que no habría podido cumplir ni con la mitad de una agenda prometida a mí mismo. Tampoco pude reencontrar a muchos de mis amigos, algunos nuevos muy significativos y los de siempre. En parte también porque tuve que aislarme en un estupendo departamento modernista de pisos y techos centenarios para poner punto final a un nuevo libro de poemas, y en los intermedios del rigor procurado para los versos, me dediqué a pintar y a dibujar, a partir de una propuesta inspirada en el Arte Póvera, recolectando cada noche soportes y materiales que ofrecen los deshechos de una sociedad que ha conocido el estado de bienestar, como la catalana. Pero eso lo explicaré luego de mejor manera.

La sincronicidad, entendida más en la vertiente concebida por Jung que en la de Chopra, líder de ventas en supermercados de los llamados libros de auto ayuda, estuvo presente de modo recurrente en este retorno a mis propios orígenes catalanes; Barcelona fue la ciudad donde mi padre pasó su adolescencia y donde reposa mi abuelo (en un nicho del cementerio de Sant Andreu). Y este fenómeno recurrente de casualidades sin causa aparente, que tengo la fortuna de que se repita a menudo en mi vida, proporcionó un sentido más profundo y trascendente a una visita que podría haber tenido solamente ribetes de trabajo y luego de descanso creativo.

(Seguirá)

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