Aferrarse a la verdad
“…Nosotros no podemos ser ellos, los de enfrente,
los que entienden la vida por un botín sangriento:
como los tiburones, voracidad y diente,
panteras deseosas de un mundo siempre hambriento”.
Miguel Hernández.
Probablemente cuando un casi inasible, sereno hombre como Gandhi condujo la famosa “Marcha de la sal” y desafió los excesos del imperio británico escudado tras la filosofía del “satyagraha” (neologismo urdido a partir del sánscrito que podría traducirse como “aferrado a la verdad”) muchos dieron por sentado -los británicos, en especial – que sus afanes se diluirían frente a la grosera superioridad del régimen. No fue así. Un episodio similar de escepticismo quizás se repitió en el caso de Martin Luther King, uno de los más emblemáticos propulsores de la polémica “Marcha sobre Washington”. King, apuntado por severos críticos que hacia lo interno prescribían bíblicas vendettas contra las cruces de sangre y fuego del segregacionismo (un cáustico Malcolm X bautizó la actividad como “La farsa sobre Washington”) optó por desechar el mensaje radical e insistir en el camino de la no-violencia para obtener, en país cruzado por la ponzoña de la discriminación, reivindicaciones perentorias como la aprobación de la Ley de Derechos Civiles y la del Derecho al Voto. La aspiración, tildada de improbable, también se concretó.
Por las mismas razones es justo recordar a figuras como Mandela en su lucha contra el apartheid en Suráfrica, a Walesa y la brega de “Solidarnosc” en la Polonia de Jaruzelski, o movimientos de resistencia civil como el que enfrentó a Milosevic en Serbia, entre otros. Los ejemplos del alcance de la manifestación pacífica, la “fuerza tranquila” de la acción ciudadana para promover cambios sustanciales en sociedades con regímenes despóticos o con democracias mediocres y urgidas de remiendos, son múltiples e innegables, siempre alentados por la premisa de que la legitimidad del poder depende del consentimiento de la población, y que la repulsa a un gobierno opresivo que ya no ofrece seguridad ni protección a toda o a una parte de la población termina siendo forzoso corolario del incumplimiento del contrato social. ¿Podrían los hombres verse obligados a obedecer sumisos a un gobierno que desmantela la justicia? Según David Hume, tal cosa es inadmisible.
Septiembre marca un hito en este sentido: con el objetivo inmediato de presionar por un cronograma para la realización del revocatorio en 2016, en Venezuela se reimpulsa la vía de la movilización pacífica y democrática, dos apellidos que se asoman incesantemente en el discurso de los distintos voceros de la Unidad. En el marco de un malestar fruto de la misma madre, pero cuya naturaleza se distancia exponencialmente de lo que vivimos en 2002 (para entonces, una parte del país centraba sus demandas en eso que Maslow llama las necesidades de “desarrollo del ser”, la defensa de valores políticos y sociales, base de las libertades democráticas; distintas a las “deficitarias” o básicas, imposibles de postergar, y que hoy marcan la despiadada agenda de reclamos de una dilatada mayoría) la protesta adquiere una nueva y poderosa dimensión. Tampoco estaríamos hablando de la mitológica, caótica, atomizada calle de la guarimba de 2014, sino de la acción funcional -por masiva, articulada, políticamente organizada, sostenida y heterogénea- destinada a generar procesos de presión efectiva que destraben la parálisis oficial. El recurso prácticamente es asumido como ultima ratio, cuando ya nada parece lograr conjurar la pétrea terquedad del chavismo, la negativa a medirse electoralmente, la vocación por el atropello y la represión.
Pero no en balde las investigadoras María J. Stephan y Erica Chenoweth («Why civil resistance works«) concluyen que las tácticas no violentas son doblemente más efectivas que las violentas. Estudios cuantitativos, sistemáticos e integrales así lo demuestran. Frente al apego por los partos feroces de la historia que en suerte de primitivo ritual de machos-alfa exhiben “los de enfrente” y, a veces, alguno que otro descaminado de este lado de la calle (“los que entienden la vida por un botín sangriento” les arroja amargamente el poeta Miguel Hernández) tal evidencia nos presta una impecable tabla de salvación.
Aún a expensas del hambre y sus pellizcos, la jornada del 1S deja un nítido mapa para los días por venir. Allí, la paz traza una ruta áspera pero obligante. “Yo no tengo en el alma tanto tigre admitido, tanto chacal”: esa íntima convicción del poeta, esa preciosa ausencia de crueldad es lo que nos hace esencialmente diferentes, por demócratas. La “razón de Estado” está siendo desplazada por una “razón ciudadana” que activa la fuerza de amplios sectores y otorga valor a la gestión de demandas colectivas, reales. La autonomía que se abre paso entre la mala hierba del miedo y la intimidación, mucho tiene que ver con esa conciencia del dolor que hoy nos hace anclar los pies a tierra. Así que persistamos: una calle aferrada a la verdad habló y seguirá haciéndolo, con voz plural y estentórea, pero inusitadamente acoplada. Imposible no advertirla. Veremos, pues, si el sentido común o los apremios de la supervivencia son útiles para malograr al fin la magnífica sordera de los poderosos.
@Mibelis