El caserío y la villa en la narrativa de Guillermo Morón
“Se fundó este pueblo de Cuicas en una hondonada llamada Cambullón,
donde ahora don Marco Mario tiene un mal
trapiche, de esos que sirven para hacer panela, melcocha y melao.”
Historia de este pueblo de Cuicas
Esta ciudad de Carora toca al oriente, por donde nace el sol,
en el preciso lugar donde se encuentra el sitio denominado
El Yabito, porque de antiguo ha crecido allí un árbol de Yabo,
un árbol ceniciento, macilento, de hojas pequeñas
comestibles para los rebaños de cabras que existen en
estas comarcas carorenses
Todos, a la larga, venimos del caserío, de la puebla, de la aldea, de la villa, de ese lugar remoto y muchas veces ignorado que nos da indudable sentido de pertenencia para erigirse en definitivo bastión de identidad. Guillermo Morón no es la excepción: líneas y sílabas, párrafos y hojas, innumerables folios, memoriosos libros, enjundiosas obras, apretados volúmenes, tienen como protagonista fundamental tanto al pueblón que le dio recónditas raíces al historiador como a la pequeña villa que le otorgó precoces espuelas al narrador: “tú eres español verdad, no señorita, yo soy de Carora y de Cuicas.”
Cuicas y Carora, uno y otra, el caserío originario y la villa iniciatoria, entremezclados en el recuerdo de quien concibe que la memoria es un ejercicio vital, un antídoto contra el olvido – “el pueblo está en su sitio; el sitio del pueblo es la memoria” – se superponen a la piel de Francisco, el solidario heterónimo de nuestro niño volador y saltarín que sobrevoló y deambuló por Carora a sus anchas, y nadó a su pesar en los Saucitos, firmemente protegido por la mirada amorosa y el consejo certero de una madre – bronce sempiterno – que todavía lo vigila desde el verde cobijo de un amoroso cemeruco: “por eso estaba yo seguro de su presencia, en el corredor de la casa (…) Entonces, como yo sentía sus pasos, me puse los calzones, le hice silencio al cuerpo, asomé la cabeza con cuidado. Primero miré a la derecha y divisé el canjilón hasta la pared fronteriza del patio, donde hacía su sombra el cují. Después miré para la izquierda, rumbo a la sala con sofá de esterilla. Y me encontré con sus ojos, quietos de la pura pesadumbre (…) Y usted está allí, tres veces siempre, con la cara como el mar en calma.”
Porque de Cuicas – “pueblo sin destino” – se viene y difícilmente se regresa, a menos que sea con la imaginación, siempre más generosa que el recuerdo mismo. Para la pequeña y gran historia propia y ajena del caserío habría que enrumbarse hacia la lejana Sevilla, consultar los vetustos documentos del Archivo de Indias, para, fisgón, entrometido y con el tapaboca de rigor, contemplar sus hispanos antecedentes en un viejo mapa de la Colonia donde “está dibujado un conjunto de casitas amarillas, rojas y verdes, con la silueta de la iglesia chiquita marcada de negro en la cruz más alta; debajo de las casitas encaramadas en un risco, está escrito en buena letra “este pueblo de Cuicas”, solitario está en el mapa, donde se señalan las corrientes de agua “río Torondoy”, las montañas cerradas “sierra de Mucubají”, los grupos de indios desnudos “los Tostós”, y otras señales propias de un documento de esta cartográfica naturaleza.”
A lomo de una remembranza viva y militante, el escritor regresa encanecido al poblado de sus ancestrales afectos para, después de largos y desolados siglos de no pasa nada, todo siempre igual, la misma vaina: “porque el pueblo ya está fundado y ahora la gente vive aquí como si siempre hubiera estado”, evitar a toda letra que el cómodo olvido se convierta en eficaz aliado del polvo inclemente, de la devastadora humedad, del tiempo depredador. Vuelve Francisco decidido entonces a preservar a Cuicas de la indiferencia, que también es sinónimo de muerte, porque no es nueva la tentación de imaginar al poblado reducido a escombros físicos y espirituales: “¡pensá vos en lo remoto y abinicio deste pueblo que lo mejor sería echarle kerosene en El Vigía, en la Joya y en la Plaza para que se queme todo con un solo fósforo y una sola quemazón!”
Acompaña el novelista al jinete fundador del villorrio, don Hermógenes Espinosa, para volver enternecido al terruño originario a quitarle linderos a lo antes visto y ahora evocado. Juntos, acompañados del inseparable Francisco, recorren el “sombrerudo y empolainado” poblado de un extremo al otro; las vívidas palabras del retornado ocultan el retumbar de los cascos del caballo del Fundador sobre el ancestral empedrado; remedando a Agapita, la hija de la india Josefa, Guillermo comunica categórico y sin remilgos: “Yo conozco a Cuicas”. Y de ese conocimiento cabal y agradecido van quedando para la historia del pueblo y de sus moradores, páginas y más páginas repletas de infantiles evocaciones, que se suman gozosas a los pliegos escritos, tiempo ha, por el maestro Eulogio Carrasco, esos que todavía reposan, en espera de alguna llave maestra, “en un baúl con cerradura, sin barnizar, sin forro, sólo labrada la madera de cedro.”
Rechaza el escritor, aunque muchas veces inevitablemente la recuerda, la expresión identificadora y asociada con su original caserío como muerto para Cuicas, “que no es frase huera, ni dicho sin sentido, sino sabiduría popular; como muerto para Cuicas expresa toda la historia de estos contornos, pues la vida empieza en cualquier parte, paro sólo termina con el bojote, en urna o en cama de palos, envoltorio de sábanas y hojas de guaje, en los canjilones donde está el cementerio.”
Redivivo regresa entonces el narrador a la aldehuela de sus mocedades trujillanas, lo primero que hace, luego de años de ausencia, es visitar la soleada plaza “frente a la Iglesia de San Rafael porque San Rafael es el patrón del pueblo” y escuchar regocijado el vuelo de las campanas de la Iglesia que al viento, con magistral oficio, echa Mano Suncia: “el Ángel del Señor anuncia como si fuera una rumbera a María, ya no suenan las campanas para las cuatro esquinas de la plaza sino que suben, calle arriba, por todo el pueblo, primero se meten en La Joya donde vive Trinidad hacedora de chimó, curvea el repique hacia el rumbo izquierdo, atraviesa la quebrada sin mojarse, alerta a Rafaela Cañizales que en ese momento saca una acema aliñada del horno, sigue por el empedrado que llena el gran recodo del pueblo dominado por las tiendas, pulperías y portones de los Lucena, los hombres de negocio se paralizan a la entrada de sus pulperías y ablandan el gesto, la canción campaneril de Mano Suncia sigue su camino por la mitad de la calle, detiene el torno de Don Diego Picón cuando remata tres trompos de guayabo ya listos para enclavar, las dos campanas se oyen en la Capilla del Calvario, donde Francisco Ochoa está sentado sobre la media pared de cemento a la espera del grito de la Negra Vargas es hora de cenar y el repiqueteo sube por los potreros del solar de Don Cleofe López hasta llegar a las Cuatro Esquinas; Santos Vargas endereza su silla, se pone de pie y también saluda el Ángel del Señor anunció a María, todo el pueblo se detiene, en los portones de las casas, en la escalera de las aceras de los Martos, en las pulperías, en las cocinas con fogón, en las plumas de agua que son dos en todo el pueblo, en la subida por el camino de la quebrada, paralelo y por detrás de la calle real, se santiguan las mujeres, se santigua Don José D’Apollo el letrado y consejero legal, se santigua el Coronel Paredes amigo y compadre del Teniente Vizcaya, los muchachos detienen los trompos delante de la casa de las Coronado que son un mujerío…”
No hay caserío sin sus mujeres hacendosas y peculiares, las doñas y las misias que con su donaire, su garbo, su tolerancia, su apostura o su bondad, contribuyen a conformar la idiosincrasia del poblado, el espíritu del lugar, ese elemento inmaterial e intangible que se convierte a la larga en signo inequívoco de que se está en ese sitio y no en ningún otro. Morón así lo sabe y así lo registra: “Estaban las mujeres del pueblo. Se quiere decir aquí que sin las mujeres el pueblo no era el pueblo. El mujerío que se reúne en la misa, en aquella iglesita fundada por las mujeres (…) Porque son las mujeres las que llenan la vida del pueblo. Estaban doña Emeteria, doña Ramona, doña Chagua, doña Ezequiel, doña Catalina, mamá vieja sentada en su mecedora, en el zaguán, la bendición mamá vieja (…) Y Doña Josefina, doña Olga, Estefanía, Filadelfa, Honorina también doña, y doña Dolores, doña Amalia, doña Pascuala. Fíjate, todas las mujeres en fila para la misa de seis. Las mujeres, sin cuyas largas faldas, y el romantón, y las negras “andaluzas” para ir al templo no tiene nada de sabor el pueblo.”
Tampoco hay poblado trujillano: Boconó, Miticún, Guaramacal, Niquitao, Batatal, Motatán, Escuque, Betijoque y hasta el mismo Cuicas que no se precie de su quebrada de agua límpida, fría y jovial: “La Quebrada, ése es su nombre único y ésa es su presencia en la tierra fértil de la memoria, La Quebrada es el referéndum del pueblo, pues de ella, de su ruido diurno y de su murmuración nocturna, vive el pueblo todo; yo creo desde toda la vida que si no fuera por el permanente referéndum de La Quebrada este pueblo de Cuicas no existiría; si se fundó, fue para eso, para que La Quebrada le diera vida y viceversa, el pueblo se fundó, para darle existencia a La Quebrada:” Así que con todo el tiempo que un caserío sin prisas permite, el reaparecido andariego toma el camino de La Quebrada, de la suya, que no es como la Quebrada de San Miguel, ni la de Cote, ni la de Segovia, ni la de la Encomienda, pero tampoco nada tiene que envidiarles. Relata entonces nuestro visitante, transfigurado ahora en su fraterno Oscar, que: “Baja de su casa, por la bajada de frente a las Ramos, silba cuando pasa frente a donde vive el señor Manzanilla que le cortaron una pierna gangrenada, sin dormirlo, sólo borracho con el miche que le dio Don Virgilio para cortarle la pierna con cuchillo de matar reses, llega a la pulpería de Roque y se va por la pluma de agua, que está cerca de la quebrada, por detrás de las casas de la Calle Real, hasta enfrente de El Recreo, porque se ahorra camino por la vereda hasta llegar a la casa de Doña Eleuteria, la mamá de José Róger, Oscar va a jugar con el morrocoy de José Róger (…) El morrocoy de José Róger camina por el patio, con su concha como una jamuga de burro; el morrocoy de José Róger camina con Oscar encima, como si fuera un burro rucio, lo pasea por el patio, arre morrocoy, arre burro, arre mono, burrito, el animal levanta su lenta cabeza y camina despacio, con Oscar encima, sentado, por todo el patio de la casa de José Róger, cerca de la quebrada”.
Tiempo y más tiempo dedica el retornado vivo, y no como muerto para Cuicas, a jugar y jugar, a divertirse sin limitaciones. Se distrae con el morrocoy – burro ajeno, come guayabas verdes, con gusanos y sin ellos, se admira y comparte la habilidad de su amigo Pedro Carrasco, quien con su honda artesanal – “de goma gruesa de tripa de caucho, de caucho de camión, dos tiras de goma negra (…) se la fabricó él mismo, con cuero de res pelada, cruda, la honda para las piedras, una horqueta de guayabo cortada (…) alisada por el propio Pedro Carrasco, las gomas de caucho de dos jemes amarradas con guaral a las puntas de la horqueta” – calcula, apunta, se asegura, y ¡zás! dispara la guaratara para cazar a su antojo “conejos, perdices, arditas y pájaros de todos los colores de Cuicas y en todos sus caseríos, incluido Arenales.”
Cuando se aburre de tánto divertirse en la magnética quebrada, en la quebrada embrujada, hechizada, encantada, de su pueblo: “vos habéis visto los caballitos del diablo en el pozo de la quebrada cuando vais y cuando venís de Arenales a pie, o en burro, los caballitos del diablo revolotean siempre en la quebrada, se paran en las piedras resbalosas, se paran en las hojas de guaje, se pasean por las orillas del monte, revolotean encima del agua y se paran en el agua sin mojarse”, Francisco, Oscar, Guillermo, el que antojado pretenda ser el escritor en esos intransferibles momentos de infantil evocación, se va a los matorrales del otro lado del pueblo a comer frutas de árboles de enrevesados nombres y prolijo color; con el cuidado debido para que no se peguen a su cuerpecito las garrapatas que se chupan, ávidas y desaforadas, la sangre de las vacas que pastean en los potreros vecinos, se encamina hacia los jumangales, cerca de Las Frutas Coloradas. Para llegar hasta allá, a ese pequeño paraíso en medio del edén de Cuicas, el narrador, baquiano experimentado, explica: “hay que bajar detrás de la casa del Calvario, por el camino de las vacas de Don Cleofe, pasar por debajo del manzanito que echa manzanitas amarillas (…) y más allá están los jumangues, las frutas coloradas, jugositas, dulces, los árboles como si fueran guayabos, pero colorados los troncos, las ramas, las hojas y los jumangues, cuando hay jumangues no hay manzanitas.”
Hasta el bienvenido cansancio infantil, una y otra vez, incesantemente, exhausto de felicidad, recorre alborozado el escritor los conocidos y circunscritos espacios urbanos del caserío para recrearse a sus anchas fuera de ellos, especialmente en las rurales cercanías, en sus encantados alrededores, en sus maravillosas proximidades: “el empedrado abarca como tres cuadras de la calle, aunque en este pueblo de Cuicas no se cuentan las distancias por cuadras (…) las distancias se cuentan por nombres, Pueblo Abajo, La Joya, El Quebradón, Pueblo Aparte, Pueblo Arriba, El Calvario que es por donde viven las Vargas, Campo Lindo y sigue hacia arriba, por el cerro todo el caserío, en el otro solar es donde está la memoria, aquella casita que construimos Mano Chuy y yo cuando éramos muchachos, para jugar de verdad…”
Pero ninguna felicidad es eterna, invariablemente llega el momento de alzar velas, de decir adiós y dejar atrás ternuras, amores y afectos, la seguridad y la certeza de lo conocido, para coger el hatillo personal, los escasos bártulos, y partir solitario en busca de un mejor futuro que haga valedera la esperanza. Así un día de un mes de agosto, Francisco se despidió del pueblo de Cuicas. “Subió en el camión de estacas de Víctor Artigas. No se despidió de Celmira, ni del busto de Simón Bolívar. Cuando atravesó el puente por donde se van los cuiqueños para no volver jamás, vio a Juan Lucena tirado en el suelo, amanecido con moscas en la cara, muerto de tanta porquería bebida en el garito de Benita (…) Se lo comieron las moscas durante tres días con sus tres noches en las últimas vacaciones de Francisco en la casa de su pueblo trujillano, mucho juicio hijo mío dijo la maestra, tú eres pobre, pero honrado, trabaja mucho, estudia mucho, aquí estaré esperando tu regreso. Ya eres un hombre.”
Lustros después, estudiando mucho latín y griego en plena bruma londinense, el escritor compara inviernos y rememora el día de su partida de Cuicas para Carora: “no tienen hojas los árboles de Londres, en todo caso se secan por este tiempo llamado invierno aunque no llueva, lo cual es también una gran diferencia porque invierno allá en Cuicas significa lluvia, un aguacero del diablo, de día y de noche, llovió mucho en Cuicas cuando Francisco se fue del pueblo, como si se hubieran puesto a llorar, todo el día y toda la noche, mamá dijo en su carta que aquí comenzó a llover y no escampa, de triste que se puso todo el mundo por la noticia de aquella partida sin regreso; en los árboles pelones de Colville Garden, que se ven desde esta ventanita del altillo cuando hay luz, no cae la lluvia de Cuicas ni mis lágrimas de lejanía y soledad, sino que le caen encima las propias nubes llamadas curiosamente la nieve del invierno.”
En sus maduras recordaciones, Morón tiene también presente otros caseríos “con sus ringleras de casas de palma, muy poquitas, de paja brava casi todas”, y, en especial, un rancherío que difícilmente alcanza la ya reducida categoría de caserío de la que goza con toda propiedad Cuicas y tántos otros de la comarca del escritor. En efecto, en la vivencia y opinión del escritor sobre Arenales, el trujillano, ese poblacho “de arenas secas, gruesas, amarillas”, porque que en las sequedades de la geografía nacional hay otros Arenales esparcidos por estos senderos patrios que nada tienen que ver con este también caserío afectivo de nuestro narrador: “…Melanio es el más viejo del pueblo, suponiendo que este pedazo de pueblo de Arenales sea un pueblo y no un rancherío, bueno vamos a darle la importancia que tiene de caserío con sus cuatro casas grandes de tejas, un chiquero para los puercos que tampoco son muchos y un gran pajonal que sirve de potrero, para cuando llega un viajero con su caballo, o una mula, o tal vez un par de burros cargados con sal, quién sabe para qué sirve la sal, aquí comemos todo simple, hasta el caldito de caraotas con plátano sancochado nos lo comemos simple.”
Además de Cuicas es la villa Nuestra Señora de la Madre de Dios de Carora la población que convoca los recuerdos más sentidos y emotivos del escritor que hizo también de ella auténtica patria chica y orgulloso gentilicio estricto. Esa ciudad habitada por “godos grandes carajos, por cara – coloradas hijueputas”, fue la que albergó tanto las travesuras naturales como las lecturas decisivas de nuestro narrador, quien a muy temprana edad “estuvo en la tienda de Polo a buscar un libro de Historia, los libros están apilados en la trastienda, sopotocientos libros, impresos en España, impresos en una ciudad que es la más grande de todas las ciudades fundadas por los españoles cuando fundaron también a Carora, llamada Buenos Aires.”
Carora se jacta de conservar intactos los mismos linderos desde su fundación, el 15 de octubre de 1569, así como de exhibir el linaje de unos apellidos – Riera, Zubillaga, Perera, Oropeza, Álvarez, Herrera y los que faltan para completar los veinte recogidos por el genealogista de la villa – que se mezclan entre sí, se entrecruzan una y otra vez, para dar origen a ese caroreño blanco, godo, colorado y peculiar, muchas veces genuino pero no legítimo: “ de sangre azul conocida, cristianos viejos probados, ni turcos ni negros ni judíos ni indios ni protestantes, Jesús amén, sólo caroreños antiguos y principales ” y nunca a los otros, los ilegítimos, los pecaminosos, “los hijos naturales ni los pardos del siglo XVIII que aunque se hacían pasar por honorables y blancos eran todos negros, descendientes de esclavos, que las familias les permitían usar sus nombres y apellidos.”
En fin, ese caroreño genuino, blanco y legítimo también se caracteriza por proferir palabras gruesas y agresivas, no necesariamente malas palabras, aunque sí gritadas: “como si tiraran pedrugones con la lengua.” En efecto, recuerda el escritor: “cuando un Álvarez habla por el teléfono de manigueta desde la hacienda que tienen en El Blanco, en las cabeceras del río, se escucha el escándalo en Carora y en los pueblos vecinos, no necesitan usar el teléfono ni mandar recados para los peones, se ponen a gritar y todo el mundo se entera de que no llueve en la hacienda, que los pozos de agua están secos, de que esos carajos peones son unos perezosos, que si no aumenta el precio de la leche a esto se lo llevó el diablo, que cómo va a ser eso de dejar entrar al Club Torres a ese negraje de Barrio Nuevo, Carora se acabó, no puede ser, entonces nos tendremos que ir de aquí, los vozarrones de los Álvarez aumentan el calor de la ciudad, ah buena vaina, carajo.”
Carora es sinónimo de agobiante e inclemente calor – “continuo, día y noche, desde enero a diciembre, apenas bate el viento por la tarde, con cierto ruido de borrasca” – sólo comparable con el de los desiertos más inclementes del planeta: el conocido Sahara, el inquieto Sahel o el más lejano Gobi: “Porque lo que pasa lo sabe todo el mundo, aquí abajo en esta maldita tierra y allá arriba en ese maldito cielo, un cielo maldito, que no hace sino relumbrar, echar sol como si no tuviera otro oficio, como si en lugar de ser el cielo fuera el infierno.” Francisco ha sudado ese calor, a chorros lo ha sentido correr por su pequeño y enjuto cuerpo de niño precoz, dotado de “unas nalgas poco atractivas, más bien flacas, los huesos se adivinan debajo del pantalón sin calzoncillos, carne magra, como un firulí el cuerpo pequeño de Francisco, pero reluciente el rostro, ágiles los movimientos, oscuros y brillantes como estrellas los ojos, el pelo negro, el perfil de su abuela materna, respingada la nariz, te pareces a Simón Bolívar le dijo la maestra Teresa Molero y desde ese día sus compañeros le pusieron chapa de oro con el está bien, Bolivita, hola Bolivita, Francisco tuvo que agarrarse de nuevo cuatro horas en El Pajón con Amorfiel Martínez para quitarse la chapa de encima.”
Un calor permanente y un río agazapado caracterizan a esa villa de Carora que Francisco se conoce de memoria, al dedillo, de pe a pa, en cada uno de sus detalles, de tanto recorrerla, caminando, dando brincos, saltando de una acera a la otra, a pleno sol o en la cómplice oscuridad de las sombras, volando ligero: “tomé la decisión de mirar desde arriba todas las casas, en vuelo despacio, no como los pájaros, sino agachado, agarradas las piernas con las dos manos. Pero la mano derecha, suelta para pasar por encima de las maporas de la plaza y más alto que la torre de San Juan”, en fin, vagando a sus anchas por unas calles que conoce al pelo y que puede recitar, una a una, con los ojos cerrados, visitarlas de nuevo con la imaginación como si estuviera consultando un preciosista portulano o las vías mostradas en pantalla por el más eficiente buscador satelital. Rememora Francisco las calles de la ciudad de poniente a naciente: “la calle Bolívar, la Zamora, la Torres, la Carabobo (…) la calle de La Paz, la Miranda, la Democracia que le cambiaron el nombre, la Libertad que también le pusieron otro nombre por si acaso y no se alcen los caroreños son todos gobierneros, por eso hay que mudar los nombres federales de las calles transversales, la Calle Falcón, ¡quién ha visto! que es la primera cerca del río, paralela claro está a la calle del Comercio las dos capillas en sus puntas, luego la calle real y principal, que es la de San Juan, toda hecha con casas sagradas (…) la calle Bruzual quién será ése, la Sucre más arriba que no le han cambiado el nombre al Mariscal de Ayacucho, Monagas cuál de los dos será, debe ser el libertador de los esclavos, que nos echó ese tronco e vaina de dejarnos sin esclavos, la calle Federación ésa sí ya dejó de llamarse así (…), y la última que era la calle Independencia, porque de ahí para arriba ya es el trasandino y la carretera trasandina de tierra….”
Pero no hay calle verdadera, genuina, sin sus habitantes y sus moradas, esas edificaciones, esas viviendas de particular estilo que le otorgan especial identidad a Carora, verdaderas casas sagradas que el escritor visita con ánimo de urbanista del espíritu, de antropólogo de la historia caroreña. Siempre dispuesto a trasladarnos vivazmente a la villa de sus afectos a través de sus emotivas evocaciones, Morón explica minucioso, detallista, reparón, que una casa sagrada caroreña tiene: “portón y anteportón, con lo cual se da existencia de presente al zaguán. Las casas sagradas de la ciudad, donde viven los godos, tienen todas zaguán (…) todas las casas caroreñas tienen y deben tener esa entrada entre el portón que es la puerta principal de la morada y el contra – portón o segundo portón que es la puerta con acceso final hacia el interior sagrado de la casa (…) en Carora hay como mil casas, unas doscientas serán casi sagradas, donde viven los blancos de la plaza, las diversas clases de godos, que unos son llamados Chuios y otros son llamados Chuaos, eso no quiere decir gran cosa sino que unos son más godos que otros, no es que sean más blancos ni más caracolorás, sino que lo hacen para pelear los puestos públicos.”
El sol y el calor de la ciudad son objeto de variadas y sudorosas imágenes que dejan su indeleble mancha sobre las páginas que garrapatea el escritor. Morón advierte con estricta crudeza acerca de las consecuencias fatales que pueden producir los furibundos rayos solares del cielo de Carora sobre cualquier mortal negligente o irreflexivo. Para que estemos prevenidos aconseja: “a las diez aprieta el sol, hay que llevar sombrero aludo porque de lo contrario se achicharra la cabeza y se pueden quedar los huesos pelados entre los tejos de la playa, como huesos de chivo muerto, se mueren de sed, se los comen los zamuros y se quedan los cachos en la cabeza pelada en un sitio, más allacita las costillas y por los lados, todos regados, los huesos de las patas, todos ruyíos, desmigados por el calor, por eso hay que ponerse sombrero de cogollo bien alón, para que el sol no haga de las suyas y lo convierta a uno en chivo muerto.”
Las villas poseen para temor de niños y adultos sus propios espíritus, sus apariciones o aparecidos, sus fantasmas: El Silbón, La Llorona “que llora inconsolablemente la muerte de su hijo muerto sin haber nacido porque ella misma le dio un gran manotón y el hombrecito (porque era macho, veis) le gritó desde adentro, ¿por qué me matáis antes de tiempo?”, el hombre del carretón, El Salvaje, La Sayona, El Maniador, pero solamente Carora muestra con orgullo a su espanto fundamental y sin comparación: el mismo Mandinga, un demonio sin amarras, el propio Diablo que todavía anda suelto en Carora. A tenor de lo narrado por Morón, la presencia permanente y libertaria del diablo en la ciudad infernal se debe justamente al calor insoportable que la define y le es consustancial:´”El calor se aposentó en la ciudad, el calor soltó al diablo, el diablo estaba bien amarrado en el solar del convento de Santa Lucía, el convento franciscano; allí lo había dejado tuerto Santa Lucía de un bastonazo que le dio, cuando el diablo entró al oratorio donde estaba la santa dedicada a sus oraciones (…), en el convento estaba amarrado el diablo desde cuando se fundó el convento, tuerto y amarrado con fuertes cadenas en el tronco de un cují seco, con el rabo mocho, un franciscano se lo pisó, cuando Santa Lucía le saltó un ojo de un bastonazo, y entre los frailes lo dominaron a palos, lo amarraron con las cadenas de amarrar negros y lo dejaron en el solar, amarrado, sin darle de comer, más de doscientos años estuvo el diablo amarrado en el convento, hasta que se soltó y la culpa la tiene el calor, porque el día en que se soltó el diablo en Carora hacía más calor que en el propio infierno, cómo haría de calor que los caroreños, se acostaron, desnudos, empapados en sudor, a las diez de la mañana, como si fueran las dos de la tarde, que es cuando se duerme la siesta después de almorzar mondongo de chivo, cabeza de ovejo, caraotas caldúas, lomo prensado, longanizas, tajadas fritas, suero, queso raspado, arepas, y un chocolatico caliente, como hacía tánto calor, los caroreños decidieron desayunar como si fuera el almuerzo y todo el mundo se echó en sus chinchorros a dormir la siesta con ese inmenso calorón, todas las barrigas caroreñas repletas de mondongo ocuparon los chinchorros, sin una gota de aire, caliente el sol, despiadado encima de las tejas, implacable en la plaza y en las calles, los árboles se quedaron pasmados de calor, un gran silencio entró a las casas sagradas, el silencio del calor y de la siesta, todo el mundo con la barriga desnuda, la paloma apagada, los brazos colgando fuera del chinchorro, el calor se hizo dueño de la ciudad, para que el diablo soltara sus amarras, para que el diablo endemoniara el convento, nueve muertos con calor y sudor dejó el diablo en Carora el día que se soltó y ya no lo han vuelto a amarrar, porque el convento se cayó, los godos de Carora expulsaron al último fraile y Santa Lucía se quedó ciega…”
Sin embargo, otros entendidos en el asunto del Diablo de Carora como Don Pedro Nolasco de Álvarez dicen, en boca de Francisco y con los presuntos cachos del diablo bien sujetos en sus manos: “El diablo se soltó de sus cadenas. Y comenzó a realizar acciones heroicas, de muy diversa naturaleza. Para vengarse de Santa Lucía que lo había amarrado en el tronco del cují, en el patio de su convento, comenzó a poner ciegos a todos los curas de la ciudad, y principalmente al Padre Francisco Ramos, que era Doctor en cánones, para que no pudiera ver quién era quién y así mandara para el infierno a los inocentes y remitiera en sacos de lona a los culpables para el cielo; luego el diablo confundió a unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí. A unas autoridades con otras, para que se mataran entre sí, como en efecto se mataron, los Alcaldes Ordinarios pasaron por las armas al Juez de Comisos y el teniente Justicia de la Compañía de Volante, que también era el Buenaventura, le dio de puñaladas a los presos, de tal manera que se armó la sampablera. Y también el diablo, sólo por fuñir, sin otra intención, comenzó a cogerse a todas las mujeres de la ciudad, de lo cual se aprovecharon algunos maricos viejos y sabios y otros maricos jóvenes e inexpertos para hacerse pasar por mujeres, sólo por aprovechar. De modo que el convento de la Consolación, fundado en el barrio de la Greda, donde la ciudad repetiría su propia historia, con casas y todo, tuvo muchas reclusas santas, hijas adulterinas del diablo. Nada de esto se puede decir en voz alta porque es absolutamente pecaminoso y forma parte del Capítulo Décimo titulado De las Prohibiciones y Fornicaciones en el Libro Secreto escrito con mucho cuidado, amor de Dios, santo celo y curiosa preocupación, por el Ilustrísimo Señor Obispo Don Mariano Martí, cuyo capítulo se refiere íntegramente a la ciudad de Carora visitada por el Obispo, inmediatamente después de la fecha en que el diablo se soltó en Carora.”
Sea como sea, cuéntese como se cuente, entiéndase como se entienda, nárrese como se narre, desde aquellos lejanos, confusos y aciagos días en el convento de Santa Lucía, ningún visitante de la villa pregunta por el Dios de la ciudad, sino por el distinguido, célebre, famoso y suelto, Diablo de Carora.
Culminados con excelencia sus estudios en la ciudad donde el diablo continúa suelto: “yo soy estudiante de puros veintes en todo, también en conducta, aunque tengo que pelear en el recreo”, más adulto, más persona, más seguro, con la indoblegable esperanza puesta, desde el instante mismo en que partió de Cuicas, en el logro de un porvenir diferente, el escritor, al momento de pasar por el Trasandino con destino a Caracas, en la parte alta de Carora, no quiso divisar la villa de su adolescencia: “no quería ver las casas sagradas, cuando sea rico y doctor volveré, dijo a los catorce años Francisco, camino de la flor amarilla del araguaney, la flor del araguaney es amarilla, florea el árbol todo entero, se caen las hojas y la flor amarilla llena frondosamente las ramas. La flor del araguaney se cae al suelo a los quince días. Sólo quince días dura la flor del araguaney. Francisco no tuvo tiempo de recordar su infancia.”