La victoria de Osama
Por más lugar común que resulte parece inevitable repetirlo: el 11 de
septiembre de 2001 cambió de raíz no solo la historia que mañana leerán las
generaciones por venir sino nuestra cotidianidad globalizada, nuestro
orgullo por los veloces avances tecnológicos y las ilusiones de vivir en un
mundo cada vez más justo, libre y democrático. En pocas palabras: nuestros
proyectos de vida y toda visión del futuro. Comenzó cuando los pasajeros de
aviones pasamos de la condición de bienvenidos viajeros de negocios o
turistas, a la de sospechosos en bloque. Las revisiones en los aeropuertos,
especialmente en Estados Unidos y Canadá, fueron endureciéndose hasta el
punto de someternos hoy a una suerte de striptease colectivo. Ni qué hablar
de las restricciones para otorgar visados a personas nacidas en países
musulmanes, aún cuando no profesen esa religión; fotografías y huellas
dactilares y lo que falta por ser inventado.
Lo más grave es el convencimiento recóndito que tiene cada uno de los
revisados y revisores, de que todo eso no sirve para nada. Se podría alegar
que en los Estados Unidos no se han repetido hechos como los de aquel 11 de
abril, pero con lo sucedido el 11 de marzo de 2004 en Madrid y ahora este 7
de julio en Londres, y con lo que ocurre con fatal frecuencia en Israel y
casi a diario en Irak; sabemos que la batalla contra el terrorismo -al menos
como se ha desarrollado hasta ahora- es una guerra perdida. Antes, en las
guerras tradicionales, aquellos que contaban con ejércitos más numerosos y
con mayor y más sofisticado armamento tenían la victoria asegurada. Ahora,
cuatro o cinco adolescentes pueden no solo asesinar a decenas, centenares o
miles de pacíficas y desprevenidas personas (hombres, mujeres y niños) sino
poner en jaque a los gobiernos más poderosos del mundo y a los más
tecnificados ejércitos, policías y cuerpos de investigación.
La Organización de Naciones Unidas, la Unión Europea y la Organización de
Estados Americanos han tenido -entre sus objetivos prioritarios- velar por
el respeto a los derechos humanos y promover la democracia como sistema de
gobierno. Grupúsculos de fanáticos genocidas que no valoran ni sus propias
vidas, han dado al traste con todo eso. Y están a muy pocos pasos de lograr
que el mundo occidental se convierta en un monstruoso policía de mil cabezas
que anula la privacidad y coarta la libertad de sus habitantes. Las leyes
que ya se promueven en Gran Bretaña, una de las más sólidas democracias del
mundo, y que seguramente serán imitadas por otras naciones, pretenden la
intervención y grabación de las llamadas telefónicas por celulares y de los
correos electrónicos: un bocado de cardenal para aquellos autócratas que
hacen lo mismo aunque con fines distintos. La libertad de prensa se verá
seriamente afectada; por ejemplo la condena de cuatro meses de prisión a la
periodista Judith Miller, del New York Times, por no revelar las fuentes de
sus denuncias relacionadas con la guerra de Irak, ha llenado de felicidad
-entre otros represores- a los promotores y defensores de la Ley Mordaza que
el chavismo ha impuesto en Venezuela. ¿Con qué autoridad moral podrá ahora
ningún funcionario del gobierno de Bush protestar por los atropellos a la
libertad de expresión en Venezuela o en otro país?
Después seguirán la televisión y el cine: la globalización de la información
y la imaginación sin límites de autores y directores cinematográficos, aún
sin proponérselo, han servido como maestros o han incentivado el deseo de
imitación en esos terroristas que muchas veces son presentados como héroes o
mártires. Es insólito que en países como España que han sufrido en carne
propia los horrores del terrorismo islámico, los medios se refieran a los
terroristas de Irak como “la resistencia”. Un tratamiento de románticos
luchadores para quienes asesinan a diario a decenas de sus compatriotas, sin
considerar que sean niños, mujeres, ancianos, feligreses que oran en un
templo o enfermos en un hospital.
Hace once años un carro bomba hizo volar la sede de la AMIA, institución
asistencial judía en Buenos Aires. Hubo ochenta y seis muertos, muchos de
ellos simples transeúntes no judíos, y centenares de heridos. Una trama de
complicidades internas ha impedido hasta ahora revelar lo que es una verdad
a gritos: el atentado fue promovido y financiado por el gobierno de Irán con
la complicidad de militares y policías argentinos. En su momento Gadafi de
Libia fue un promotor y financista de actos terroristas en diferentes formas
y lugares; varios gobiernos de países musulmanes incluyendo el de Arabia
Saudita, tan amigo de la familia Bush, han sido acusados de aupar con
soporte económico y vista gorda, el entrenamiento y las acciones de
terroristas.
Hoy ya nada de eso es necesario; el terrorismo se ha transformado en una
suerte de franquicia libre y gratuita. Se juntan cuatro o cinco amigos que
comparten una ideología o religión, y deciden matar a un gentío con una
inversión económica accesible a cualquier hijo de vecino. Osama ni se entera
Al Qaeda es apenas la marca de esa industria de la muerte pero ya no
controla nada. Los terroristas ni siquiera necesitan entrenarse en
campamentos ni en el manejo de armas; basta que estén identificados con la
misma fe, que hayan alcanzado el mismo grado de fanatismo y tengan los
conocimientos tecnológicos nada extraordinarios que se requieren para crear
una cuenta anónima de correo electrónico, compartir la dirección y la clave
y no enviar los mensajes sino dejarlos en la carpeta de borradores.
Eso si es guerra asimétrica y no la que vienen anunciando los
revolucionarios de scola do samba que hoy nos gobiernan. De manera que
pueden ahorrarse todos los fusiles, ametralladoras y demás armamento en el
que invierten nuestros millardos de dólares. Vamos a ver cuántos
bolivarianos suicidas encuentran para enfrentar al Imperio invasor.