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La larga marcha

La larga y azarosa travesía marítima comienza otra vez para miles de africanos en el golfo de Benin, de allí mismo de donde partían hace siglos los barcos cargados de esclavos hacia América. Desembarcan en Brasil y atraviesan el continente hacia el norte, recorriendo distancias inauditas a través de páramos, selvas, ríos y cordilleras. Es un viaje que parece imposible aún para la imaginación, pero sus protagonistas son de carne y hueso.

Pueden ser cincuenta mil por el momento los que están en marcha, sumando a los haitianos que parten también de Brasil. Buscan alcanzar el Darién, la primera puerta cerrada que tienen que burlar para avanzar por el territorio de Panamá, y luego el de Costa Rica, hasta la siguiente estación prohibida, la de Nicaragua.

Por su posición geográfica, que conecta las dos masas continentales, desde tiempos milenarios Centroamérica ha sido un puente de migrantes que bajaban desde el norte o subían desde el sur, un territorio de fusión de razas, culturas y lenguas. Los de hoy día no quieren quedarse, sólo quieren pasar. Su meta son los Estados Unidos, el sueño americano que se representan en sus cabezas como un mundo en tecnicolor, el fin feliz de todas sus penurias.

Los africanos vienen huyendo del hambre y la desesperanza, de la miseria y el abandono, de guerras tribales, de persecuciones, del fanatismo religioso, del desierto que avanza implacable con sus arenas ardientes, de la muerte de los cultivos; los haitianos huyen de la pobreza crónica, de las calamidades provocadas por las catástrofes naturales, huracanes, terremotos, sequías, y del fracaso político de un estado en descomposición.

No pocos quedan en el camino, ahogados en los ríos, picados por culebras; hay mujeres que mueren al dar a luz en media montaña, junto con el niño que paren. Otros son víctimas de los “coyotes” a quienes pagan porque los hagan avanzar y más bien los abandonan arteramente. Son asaltados y robados, las mujeres violadas.

En Nicaragua, la política de contención decretada por el gobierno les cierra el paso, y son capturados y devueltos al territorio fronterizo de Costa Rica donde se hacinan en campamentos de emergencia en Peñas Blancas. Pero vuelven siempre a intentarlo, andando de noche por trochas clandestinas para no ser descubiertos y escondiéndose de día, en busca de alcanzar la estación siguiente, que es Honduras, y de allí seguir adelante, hacia México.

Ya hay 2.500 que han conseguido llegar a Tijuana, lo que quiere decir que el implacable muro nicaragüense pese a todo tiene grietas, aunque muchos se quedan en el camino. El mes pasado diez de ellos, arriesgándose a meterse en las aguas del río Sapoá, que desde Costa Rica desemboca en el Gran Lago de Nicaragua, murieron ahogados. Al menos cinco habían salido dos meses atrás de Liancourt, en el departamento de Artibonite, en Haití.

Sus cuerpos fueron apareciendo arrojados por el oleaje del Gran Lago, y recibieron sepultura en los cementerios de los poblados vecinos, en tumbas sin nombre, o en la misma costa por su avanzado estado de descomposición. En el expediente policial sólo figuran unos cuantos rasgos suyos. Pelo ensortijado, piel oscura. Aspecto atlético, gran estatura. Complexión media, sexo femenino. Camiseta negra, zapatos deportivos.

Fragmentos de las vidas de estos caminantes quedan en las noticias de los periódicos que no tardarán en envejecer. Me fijo en una de esas historias. David, de 21 años, y Yandeli, de 25, una pareja de haitianos que han logrado atravesar la frontera y viven escondidos en un paraje del sur de Nicaragua. Detuvieron su marcha porque ella va a ser madre pronto y buscará parir en la soledad de su refugio. Han escogido llamar Davison a su hijo.

“El cansancio, la tristeza y el llanto se mezclan con la esperanza que todavía conservan”, dice el cronista que ha podido llegar hasta ellos, burlando la vigilancia de los caminos. Sin empleo, vendieron todo lo que tenían y decidieron emigrar. Por el momento su sueño americano es este, un refugio en el monte y el riesgo diario de que el ejército, o la policía los saquen de allí para hacerlos regresar al campamento en Costa Rica.

Los pobladores de las aldeas de pescadores en la costa nicaragüense del Pacífico los ven aparecer cuando cae la noche en los patios de sus casas, sombras sigilosas que se acercan con temor. Por señas se dan a entender: tienen sed, que tienen hambre.  Y desafiando el temor, los vecinos les dan el amparo que piden, agua, comida, zapatos, ropa, pañales para los niños. Sólo saben que deben ayudarles, no importa el riesgo a ser reprimidos.

En el puerto de San Juan del Sur, donde se vive del turismo, la gente pobre hace colectas, recoge vituallas, y los dueños de las pulperías y los propios vecinos ayudan con gusto. Cargan vehículos enteros y van a los centros de detención, o detienen a las caravanas militares en los caminos para buscar como hacer entrega de los auxilios.

Y en San Juan del Sur hay manifestaciones populares en las calles protestando porque se reprime a los emigrantes, doscientas, trescientas personas que marchan de manera espontánea y que muestran pancartas improvisadas en las que se demanda que los dejen pasar, que los dejen seguir avanzando. Copio lo que dice una manifestante del barrio La Cuesta delante del micrófono de la camioneta con parlantes que cierra la manifestación: “no queremos que sigan muriendo en nuestra patria, no queremos verlos sufrir, pedimos que los deje pasar”. ¿Por qué no los dejan pasar?

Mientras tanto, al caer la noche, ellos salen de sus refugios y reemprenden el camino, adentrándose más en el territorio, buscando la frontera con Honduras. Avanzan en largas filas, y otros pobladores costeros los detienen para darles de beber y de comer, para reponerles los zapatos desbaratados, para entregarles mudadas con que se cambien la ropa en girones.

Aún les queda por delante una larga marcha.

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