El debate de las izquierdas
Dos corrientes de opinión predominan en el debate sobre el supuesto resurgimiento de la izquierda en América Latina. La primera sostiene que en el continente hay dos o más izquierdas con marcadas diferencias, razón por la cual es absurdo meter a todos los líderes izquierdistas en el mismo saco. La segunda corriente, acaso más popular, afirma que la reciente elección en Bolivia de Evo Morales, flamante líder antineoliberal, antiamericano, aliado de Hugo Chávez y Fidel Castro, es una manifestación más de esa creciente ola izquierdista que arrecia en Brasil, Argentina, Chile, Venezuela y Uruguay, y amenaza con alcanzar –para horror de los estadounidenses- las orillas de México, Perú, Nicaragua y Ecuador.
Aunque claro está que la primera tesis es la más sofisticada, ambas tienen un denominador común: utilizan con excesiva libertad y arbitrariedad los términos “izquierda” y “derecha, ” a veces ensanchando a tal punto sus significados que ambos se vuelven inútiles. No parecen reconocer, por ejemplo, que un líder con un pasado de izquierda no significa que sus políticas económicas son izquierdistas, o que un líder que se define como izquierdista no necesariamente comparte principios ideológicos con otros que también se definen como izquierdistas. Que Hugo Chávez se declare a favor de una “tercera vía” no necesariamente lo pone en la misma categoría que Tony Blair, como lo sugirió hace poco un MP en una presentación del primer ministro británico en el Parlamento.
Esta confusión contribuye a darle importancia, sino magnificar, un debate izquierda/derecha que, en el fondo, ya no existe, o a lo sumo, es anacrónico. Pues la gran batalla de ideas del siglo XX la perdió la izquierda. La idea de que la mejor manera de organizar la economía es subordinándola no al mercado, sino a una inteligencia directiva (el Estado), perdió ya hace tiempo vigencia; es un idea desteñida, puesta en el clóset de cosas inútiles por subestimar el poder del mercado para redestinar recursos. Acaso en sociedades simples, con costumbres de vida inamovibles, el modelo económico socialista puede dar resultados, pero no en sociedades complejas como las sociedades modernas, interconectadas hoy más que nunca por el comercio y la tecnología.
Varios presidentes de América Latina son considerados líderes de izquierda y son vistos como una reacción a la reformas neoliberales –de derecha- de los 90. Lula, Tabaré Vázquez, Bachelet y su antecesor Ricardo Lagos, se definen como líderes de izquierda. Chávez y Morales también se definen como izquierdistas y llegan al extremo de lanzar frecuentes arengas contra el neoliberalismo, la globalización y el capitalismo. Sin embargo, la brecha que separa a estos líderes es abismal y sus diferencias son las muestras perfectas de que el rubro derecha/izquierda es perniciosamente inútil, algo así como separar todos los colores en dos grupos, ponerle un nombre a cada grupo y tratar de contrastar el uso del color de dos pintores con esas dos calificaciones.
El caso que mejor ilustra esta confusión es el chileno. Durante sus seis años en el poder –que han sido, por cierto, los seis años más prósperos en la historia de Chile, el presidente saliente Ricardo Lagos implementó políticas de corte liberal (en el sentido clásico del término), ejemplo que, en mayor o menor escala, ha sido emulado por Lula y Tabaré Vázquez. La izquierda de estos líderes no es la de hace veinte años, sino una que se enmarca en la economía de mercado, o en un modelo económico que se asemeja mucho más al neoliberal que al socialista. Es verdad que estos gobiernos resaltan en sus discursos temas sociales como la pobreza y la desigualdad, pero operan dentro de un marco de aspiraciones esencialmente neoliberal, como la “nueva” izquierda europea de un Tony Blair o un Felipe González.
Al otro extremo de este espectro izquierdista se encuentra, agitando la bandera roja del antineoliberalismo, el presidente venezolano Hugo Chávez. Entre los supuestos líderes de izquierda de la región, él es, con la excepción de Castro, el más vocal en su rechazo a la economía de mercado, su devoción al macroestado y su apoyo a ese presunto modelo económico alterno que el mayestáticamente llama “socialismo del siglo XXI.” También es el que más duro proclama su admiración por Fidel Castro (“el gran patriarca”), con quien ha formado, además de una alianza estratégica que beneficia a Cuba con 90.000 barriles de petróleo diarios a precios subsidiados (algunos de los cuales Castro revende), una estrecha amistad personal que se ha convertido en un poderoso símbolo de resistencia a la influencia de los Estados Unidos en América Latina y el resto del mundo.
Los ditirambos fidelistas de Chávez no sorprenden en lo absoluto, pues el gobernante venezolano, siguiendo el ejemplo de Castro, delata no sólo tendencias autoritarias, también ambiciones izquierdistas reales. A diferencia de Brasil, Uruguay o Chile, Venezuela sigue un curso excesivamente estatizante. Chávez ha aprovechado los siderales ingresos petroleros para consolidar y expandir, a través, en parte, de una miriada de programas sociales de diversa índole (cuyo presupuesto es controlado exclusivamente por el ejecutivo), el papel del Estado en la sociedad venezolana. El gobierno aspira a complementar el sector privado con un incremento masivo en el número de “cooperativas” –empresas que pertenecen y son dirigidas por el destacamento de trabajadores, cuyas ganancias son repartidas equitativamente- y “empresas de producción social” que aparentemente serán obligadas por la ley a redestinar una porción de sus ganancias a proyectos comunitarios y sociales.
El gobierno de Nestor Kirchner es más difícil de etiquetar utilizando el rubro derecha/izquierda, pues a pesar de que ha sido caracterizado por políticas macroeconómicas ortodoxas, su estilo personal, así como algunas de sus políticas microeconómicas, parecen mandar señales en la dirección contraria. Morales bien puede ser un caso ambiguo como el de Kirchner. Por un lado, su fogosa retórica antineoliberal es parecida a la de Chávez. Sin embargo, a diferencia del presidente venezolano, Morales debe lidiar con ciertas presiones que pueden tener un efecto moderador: 1) la mayoría opositora en el Senado y las Prefecturas; 2) la dependencia boliviana a las donaciones internacionales; y 3) la necesidad de ofrecer contratos decentes a los inversionistas en materia energética si quiere de verdad explotar y aprovechar económicamente la reservas de gas de Bolivia –las segundas más grandes de la región.
Al menos hasta ahora –aún es temprano para emitir juicios, Morales no ha sido el Evo radical de la campaña presidencial. A pesar del nombramiento de un gabinete antineoliberal, Morales ha convocado a la inversión extranjera, aceptado un referendum en Santa Cruz para otorgar mayor autonomía económica a la provincia y afirmado que, pese a que va a nacionalizar el subsuelo, en Bolivia no va a haber confiscación, expropiación ni exclusión por parte del Estado (“queremos socios,” dijo). También apuntó que quería resolver los problemas sociales “en democracia y con el mercado,” lo cual es un indicador de cómo los tiempos han cambiado en la región. Es difícil imaginar hace unas décadas a un líder como Evo, ferviente admirador del Ché y con una clara identificación emocional con las viejas causas socialistas, hacer una afirmación como esa. Disfrazado de izquierdista, Morales promueve ideas de derecha.
El filósofo italiano Norberto Bobbio publicó en 1994 el libro más discutido en las últimas décadas sobre el tema de derecha e izquierda. En este libro –que fue un bestseller en Italia- Bobbio señala que históricamente, en épocas en las que ha existido un balance entre distintas ideologías políticas, nadie cuestiona la relevancia de la distinción entre derecha e izquierda. Sin embargo, cuando una u otra se hace tan dominante como para aparentar ser la única opción posible, ambos lados comienzan a cuestionar esa relevancia. El bando fuerte alega que no hay un camino alterno, como lo hizo Thatcher en los ochenta en Gran Bretaña, y el bando débil se adueña de las ideas victoriosas de sus adversarios, las presenta como invenciones propias, salva todo lo que puede de su vieja ideología y sigue presentándose como oposición, como lo hizo, también en Gran Bretaña, la “tercera vía” de Tony Blair, y como lo hacen ahora muchos gobiernos de izquierda de América Latina.
Bobbio también arguye que las categorías izquierda y derecha, aunque en distintas épocas han significado cosas distintas (en el siglo 19 las izquierda la conformaban los promotores del libre mercado), continúan siendo relevantes porque la esencia de la política es –debe ser- la lucha de visiones e ideas opuestas.
Es difícil no estar de acuerdo con el planteamiento de que cualquier ideología se beneficia y enriquece con el cotejo con otras ideologías. Que la izquierda haya perdido la gran batalla de ideas del siglo pasado no significa que no hay espacio para criticar a la derecha. Al contrario: lo hay de sobra. Pues no debe olvidarse que las políticas neoliberales encierran preocupantes contradicciones. Por un lado, ellas celebran el vigor, esa “revolución permanente,” del mercado, mientras que por el otro lado promueven fidelidad a las instituciones del Estado, respeto a la vida privada, a la familia, a un concepto pseudo victoriano de la moralidad –todos valores que se ven amenazados por el apetito devorador del mercado por nuevos clientes, productos e imágenes.
Tampoco se debe ignorar que, a nivel global, las distinciones de clase se están profundizando y la pobreza en cierto modo se está haciendo más difícil de erradicar. Para señalar, criticar y tratar de corregir estos problemas la derecha necesita un adversario, uno que mantenga viva, como insistió Bobbio, esa importantísima causa de justicia social que inspiró a los comunistas y humanizó el capitalismo decimonónico. Pero preferiblemente uno que no tenga el mismo nombre que el de antaño. Que las categorías derecha e izquierda se hayan mantenido vivas durante tantos años no es necesariamente una prueba de su inmortalidad ni de que son claras, útiles e indispensables.