Opinión Internacional

Oriente Medio: ¿quién encendió la mecha?

Tras el espectacular ataque perpetrado el pasado miércoles por comandos de Hezbollah contra posiciones militares hebreas situadas en la frontera meridional de Israel, que culminó con el secuestro de dos soldados de las fuerzas regulares de Tel Aviv, el movimiento radical islámico libanés se convirtió en aliado involuntario de Hamas, abriendo un segundo frente contra el Estado judío.

Israel respondió de manera contundente al “acto de guerra” de Hezbollah. Hay quien cree que los políticos hebreos estarían dispuestos a aprovechar este incidente para desencadenar una ofensiva generalizada, que se traduciría en un ataque frontal contra Siria, país acusado de albergar a la cúpula de Hamas en el exilio.

Las últimas dos décadas Hamas se resistió a sellar alianzas con otras organizaciones regionales de corte religioso que figuran, como Hezbollah, el la lista negra de la “internacional terrorista”, cuidadosamente elaborada por las Cancillerías occidentales. Y ello, por la sencilla razón de que Hamas había decidido circunscribir su lucha a la liberación de Palestina, tornándose, según sus dirigentes, en un mero movimiento de liberación nacional. La agrupación islámica palestina contaba, al menos hasta las elecciones generales celebradas en los territorios a finales de enero de 2006, con cierto capital de credibilidad en algunos países de la Unión Europea. Muchos políticos del Viejo Continente consideraban que, dada la complejidad del entramado social palestino, convenía mantener un diálogo discreto con las facciones islámicas, capaces de movilizar a la opinión pública de Cisjordania y Gaza en momentos de crisis. La victoria de Hamas en los comicios de enero puso de manifiesto la validez de esa estrategia.

Sin embargo, el pragmatismo de los europeos suscitó virulentas críticas y reacciones de rechazo tanto en Washington como en Tel Aviv. No hay que extrañarse: mientras los asesores de la Casa Blanca pretendían eliminar el movimiento del mapa político de Oriente Medio, el establishment hebreo trataba por todos los medios de derribar el Gobierno de Ismail Haniyeh.

Los politólogos de Tel Aviv no habían barajado siquiera la opción de dialogar con los líderes islámicos de los territorios palestinos. Por si fuera poco, Hamas cogió las riendas del poder en un momento muy delicado: la enfermedad de Ariel Sharon y su sustitución al frente de Kadima por un político cínico, frío y poco carismático, Ehud Olmert, causó un profundo malestar en los círculos del Poder.

El objetivo prioritario de Olmert fue, tras su elección, la caída de Ismael Haniyeh. Para lograr su meta, el Primer Ministro israelí decidió buscar el apoyo de un político hasta entonces ninguneado: Mahmud Abbas, Presidente de la ANP. Pero el artífice de los Acuerdos de Oslo fue incapaz de imponerse a la dinámica creada por la imparable “marea islámica”.

Tras la crisis desencadenada por el secuestro del soldado Gilad Shalit y la masiva y mortífera intervención del ejército hebreo en la Franja de Gaza, los analistas políticos de Tel Aviv parecían propensos a considerar las opciones más dramáticas. Pero ni siquiera los peores escenarios ideados en Israel contemplaban la intervención de Hezbollah, cuyas acciones militares precipitaron, en el 2000, la retirada de las tropas hebreas acantonadas en el Líbano.

Es lícito preguntarse si la regionalización del conflicto, aparentemente deseada por las autoridades hebreas, y avalada por el actual inquilino de la Casa Blanca, no conlleva una grave amenaza para la seguridad de Israel, pues el hipotético regreso de las tropas judías al territorio libanés podría convertirse en la peor trampa para el establishment político de Tel Aviv, incapaz de imponer su peculiar “paz” a las etnias que conviven en el País de los Cedros.

(*)Escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios
Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París)

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