Opinión Internacional

La difícil travesía hacia Europa

España era una sociedad cerrada, autárquica y acomplejada. Hoy participa de los mejores efectos de la globalización. Joaquín Estefanía, periodista y economista español, es el autor de La larga marcha, ed. Península. Se trata de una crónica sentimental de la España contemporánea que parte de la economía y prosigue en la política y en el periodismo. Ese relato es nuestra utopía factible, en busca del tiempo perdido durante la Guerra Civil y la mediocridad del franquismo. Hay varias generaciones de españoles que crecieron sin ser conscientes de lo que habían perdido, de lo que habían dejado atrás. Casi un siglo más tarde se ha hecho realidad la sentencia de Ortega y Gasset de 1910: «España es el problema; Europa, la solución». Un periodo muy satisfactorio a la vista de lo conseguido.

Cuenta Dahrendorf que, en julio de 1957, el primer ministro británico Harold Macmillan pronunciaba un discurso que pasaría a la historia: «Seamos sinceros, a la mayoría de nosotros nunca nos ha ido tan bien como ahora. Recorred el país, las ciudades, los pueblos pequeños, y encontraréis un bienestar que jamás habéis visto antes, al menos en la historia de este país». Medio siglo después, nosotros también podríamos decir que «a la mayoría de nosotros nunca nos ha ido tan bien como ahora».

A partir de la caída del muro de Berlín, en 1989, aparece una nueva categoría de países que se inserta entre los desarrollados y los que están en vías de desarrollo: son los países emergentes; convertir un país pobre en un país rico no se consigue sólo transfiriendo recursos financieros. Las célebres libertades descritas por el premio Nobel de Economía Amartya Sen son requisitos indispensables para el desarrollo: las libertades políticas y las oportunidades sociales hasta la existencia de una red social protectora. España es uno de esos países que en el transcurso de poco más de una generación han pasado de emergentes a desarrollados.

Si sumamos los años de la transición a los de la democracia obtenemos tres décadas de libertades, de Constitución y de economía de mercado. El periodo más largo de normalidad democrática en cualquier momento de la historia de España. Es la mayor conquista de la contemporaneidad: de las generaciones que protagonizaron ese cambio, y también de los personajes públicos que lo facilitaron, a costa de concesiones ideológicas, en ocasiones muy fuertes.

El relato económico de este tiempo comienza en 1959, 20 años después de finalizar la Guerra Civil. Los españoles padecen las peores consecuencias de la guerra fratricida, que durante tres años asoló nuestro país. Hambre, racionamiento, mercado negro y estrangulamiento productivo en la economía. Desde el punto de vista político, con total ausencia de libertades; y en lo sociológico, un país rural, una extensa emigración económica y el exilio político del mejor capital humano.

Así es como llegamos al año 1959. La secuencia para describir estas décadas de historia económica habla de cuatro grandes etapas. La primera, los años del desarrollismo, desde 1959 hasta 1975, cuando muere Franco. La segunda, la de la transición política (1976 a 1985), en la que se fragua la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, antecedente de la UE. La tercera etapa comprende los años del eurooptimismo (1986-1991); es el tiempo en el que los españoles se sienten más europeos que nadie; la economía y la política apuntan hacia arriba. La cuarta es la de la normalidad (desde 1992 hasta hoy); «la normalidad encierra picos, momentos de éxtasis y de pesimismo, y mucho aburrimiento: ya no hay grandes sobresaltos».

El experimento de la Unión se plasma en esta aseveración: los ciudadanos europeos hemos pasado de sufrir una guerra cada 20 años, con decenas de millones de víctimas, a discutir nuestros problemas encima de una mesa. Los padres de Europa llevaron a cabo sus esfuerzos unificadores, primero con la intendencia y sólo después con la política, acosados por el fantasma de la primera parte del siglo XX.

Ésta es la primera ocasión en que 500 millones de ciudadanos europeos deciden crear una nueva realidad política de manera democrática. Nuestros valores son la tolerancia, la inclusión, la cohesión social y territorial, la solidaridad y los derechos humanos. Uno de los iconos que generan más optimismo en esta realidad europea es el de intercambio de estudiantes de enseñanza superior: el Programa Erasmus. Cerca de 1,2 millones de estudiantes han disfrutado de un periodo de estudios en el extranjero, nuestra gran esperanza de coherencia europeísta para el futuro más inmediato: ciudadanos jóvenes preparados, europeos, sólidos, demócratas, mestizos…

El experimento UE incorpora un modelo europeo fruto de la combinación de políticas socialdemócratas y democristianas. Ese modelo se ha convertido en paradigma para los países aspirantes a entrar y desarrollarse en el seno de la Unión. Para que las democracias se recuperaran había que abordar la cuestión de la «condición de las personas».

En un planeta con más de 6.000 millones de seres, poco más de 2.000 millones tienen países democráticos. De ellos, 1.200 millones disponen de una relativa prosperidad, que les permite alimentarse, cobijarse, educarse y tener una sanidad y una seguridad social adecuada. Y de ellos, 500 millones, alrededor del 8% de la población mundial, son europeos.

El 12 de junio de 1985, España firmó su Tratado de Adhesión con la CEE. Las ansias europeístas del momento eran que la integración en la CEE aportaría a nuestra economía y a nuestros comportamientos esa visión universal de la que hemos carecido los españoles durante tanto tiempo. Sería falso atribuir esta ascensión a la acción política de una sola fuerza o de un único sector de la sociedad española. Éste es el mensaje del libro: en el esfuerzo europeo han convivido desde los tardofranquistas hasta los comunistas, pasando por centristas, socialistas y populares. Ha habido que lograr que todo lo que era económicamente inevitable fuera políticamente factible.

Profesor de Pensamiento Político y Social (UCM)
Director del CCS
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