El espíritu de las leyes
El presidente de Ecuador Rafael Correa y lo diversos sectores que respaldan su gobierno suscriben una idea bastante peligrosa y retrógrada. Cuando “el pueblo” hace una exigencia, el Congreso y los tribunales están en la obligación de aceptar esa exigencia y no convertirse en obstáculos que contraríen la voluntad popular. Ese es claramente el raciocinio que está detrás de la lucha por la Asamblea Constituyente. Si la mayoría de los ecuatorianos pide la asamblea, hay que llegar a ésta a como dé lugar, así ello implique violar flagrantemente la ley.
Que Correa tiene está visión no es siquiera una tema de debate, porque el presidente no ha podido ser más explícito. Cuando hace unas semanas el presidente del Congreso Jorge Cevallos pidió al Tribunal Constitucional que se pronunciara sobre la decisión inconstitucional del Tribunal Supremo Electoral de destituir a 57 diputados de oposición (más de la mitad del Congreso), Correa amenazó con desacatar la decisión si ella desfavorecía la consulta popular para la Asamblea. Del mismo modo, cuando Correa todavía no controlaba el TSE, amenazó a este órgano con instalar un tribunal ad hoc –una propuesta sin asidero legal– si no se pronunciaba a favor de la consulta popular para determinada fecha. Luego, cuando por fin logró apoderarse del TSE, cambió de opinión y el TSE se convirtió repentinamente en un poder supremo con una autoridad superior a la del Tribunal Constitucional y con el poder de destituir a más de la mitad del Congreso. Es decir, Correa dejó bien claro que sólo respetaba las instituciones si ellas no contrariaban su propuesta de la Constituyente con plenos poderes.
Esta concepción de Correa de la democracia está en línea con la de sus homólogos en Bolivia y Venezuela. Cuando el Senado en Bolivia se opuso el pasado noviembre a pasar la reforma de la ley agraria, Morales amenazó con pasarla ilegalmente por decreto y con convocar protestas en los alrededores del Congreso para presionar a los senadores (técnica que sus colegas en Venezuela y Ecuador también han utilizado). Chávez ni siquiera se preocupa por guardar apariencias. Hace unas semanas, pronunciándose con respecto a la pugna entre la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia, el presidente venezolano, no contento con una decisión del TSJ –y olvidando el grado de sumisión a la presidencia de este organismo en los últimos años–, no pudo ser más claro en su desprecio a la separación de poderes. Oigámoslo: “[Algunos] logran neutralizar decisiones de la revolución a través de un juez o de un tribunal o hasta en el mismísimo TSJ a espaldas del líder de la revolución, actuando por dentro en contra de la revolución. Eso es traición.” Es decir, para Chávez, como para Correa y Morales, las instituciones están allí para servir al Ejecutivo (la revolución) y apoyar sus decisiones, no –como lo establece la Constitución que él mismo impulso en 1999– para limitar su poder.
Detrás de estos actos hay, por supuesto, un afán de acumular poder. Pero también una concepción peligrosa de la democracia que presupone que los gobernantes siempre deben obedecer a las mayorías porque “el pueblo” siempre tiene la razón. Es decir: la voz y la voluntad del pueblo prevalecen por encima de la ley ya que las instituciones a menudo están controladas por las viejas “oligarquías” o la “partidocracia” o las “elites esclavas del imperialismo.”
Esta idea –quizá la más peligrosa que circula ahora en América Latina– es errónea porque las mayorías no siempre tienen la razón. Estoy seguro que Morales piensa que los bolivianos se equivocaron eligiendo a Sánchez de Lozada, y que Correa y Chávez piensan que el pueblo estadounidense se equivocó eligiendo y reeligiendo a Bush y los venezolanos y ecuatorianos se equivocaron eligiendo a Carlos Andrés Pérez y Lucio Gutiérrez. La democracia no debe fundamentarse en la presuposición de que la mayoría siempre elige a los mejores gobernantes sino en la construcción de un sistema que resista e impida las tiranías y los abusos de poder a través de una serie de instituciones y poderes que se limiten unos a otros. Esa debe ser la idea predominante: evitar los regímenes totalitarios. Destruyendo las instituciones de su país Chávez quizá logra imponer la voz de ese pueblo venezolano que mayoritariamente lo apoya. Pero también elimina los mecanismos sin los que un Carlos Andrés Pérez (sólo para nombrar la Némesis puntofijista del presidente) podría haberse perpetuado en el poder. Así él se considere un presidente benévolo que no va a aprovecharse de las debilidades del sistema, el próximo presidente podría no ser como él.
Estos conceptos de la democracia y la separación de poderes –quizá muy básicos para el lector– son ignorados por la inmensa mayoría. Sondeos regionales revelan que los latinoamericanos rara vez identifican la separación de poderes como un componente importante de la democracia (en algunos países un porcentaje alto piensa que puede haber democracia sin Congreso). Eso explica en parte la paradoja de porque la mayoría de los venezolanos, ecuatorianos y bolivianos apoyan a sus presidentes y al mismo tiempo estiman la democracia y la colocan por encima de cualquier otra forma de gobierno.