Veinte años después
Hace ya casi veinte años, a finales de la década de los 80, en los territorios ocupados por Israel desde 1967 se registraron los primeros enfrentamientos entre las milicias de Al Fatah y los embrionarios grupos armados del movimiento de resistencia islámico HAMAS. Los politólogos occidentales se apresuraron en vaticinar el inminente comienzo de una guerra civil entre palestinos. Una guerra, señalaba el informe confidencial redactado en aquél entonces por la Secretaría de las Naciones Unidas, que acabaría con la convivencia entre el sector laico, y mayoritario, de la sociedad palestina y los partidarios de un Estado de corte religioso, acentuando la inestabilidad en la región.
Los autores del informe, sin duda, se equivocaron. Durante cuatro lustros, la sociedad palestina permaneció unida, tratando de hallar una solución viable al único problema que cohesionaba al pueblo: el final de la ocupación militar hebrea y la edificación del ansiado Estado palestino.
Pero el deterioro de las condiciones de vida de los pobladores de Cisjordania y Gaza, la inoperancia de las instituciones creadas por Yasser Arafat tras la firma de los Acuerdos de Oslo, el proverbial y lamentable despilfarro de los funcionarios públicos de la Autoridad Nacional Palestina y las acusaciones de corrupción contra los altos cargos, formuladas por los diplomáticos occidentales, llevaron a la paulatina desintegración de las estructuras controladas por Al Fatah y, en última instancia, a la victoria electoral del movimiento islámico HAMAS.
El bloqueo económico y financiero impuesto por Occidente a los territorios palestinos, a petición expresa de Estados Unidos, no logró doblegar a quienes pensaban, que los gobernantes del “primer mundo” iban a respetar la decisión del electorado de Cisjordania y Gaza. De hecho, sucedió todo lo contrario: la temible y temida guerra civil entre palestinos empezó a gestarse a partir de febrero de 2006, cuando las autoridades hebreas llegaron a la conclusión de que no se podía eliminar al Gabinete del islamista Haniyeh mediante un simple golpe de palacio.
En un par de ocasiones, el Presidente Mahmud Abbas trató de invocar la Carta Magna para anunciar la convocatoria de consultas populares. Pero en ambos casos se trataba de un simple forcejeo entre el Presidente y el Ejecutivo de HAMAS. Según la Constitución, Abbas no tiene potestad para cesar al Primer Ministro a convocar elecciones anticipadas. Sin embargo, el Presidente de la ANP, ninguneado tanto por Ariel Sharon como por su sucesor, Ehud Olmert, ha sido encargado por sus “amigos” de Tel Aviv y Washington de acabar con el poderío del movimiento islámico y restaurar el reino de los dóciles y corruptibles burócratas de Fatah. A finales de diciembre, el Gobierno israelí filtró voluntariamente la noticia de una importante entrega de armas a la ANP. La noticia fue desmentida por la presidencia palestina. Pocos días después, Estados Unidos anunció a su vez la asignación de una ayuda de 83 millones de dólares para la creación de una fuerza de seguridad especial destinada a proteger a Mahmud Abbas.
Las facciones armadas de la OLP y de HAMAS, a su vez, volvían a enfrentarse en la Franja de Gaza. Paralelamente, la Casa Blanca se empeñaba en acentuar el caos en el que está sumido el territorio palestino. Su meta final: provocar la caída del Gobierno islámico, cueste lo que cueste.
La guerra entre palestinos, esa guerra civil anunciada hace veinte años, continúa. Con sus muertos diarios y sus llamamientos a la “guerra santa”, a la venganza. Pero de su desenlace no depende sólo el provenir de los habitantes de los palestinos, sino también la supervivencia, a la larga, del Estado de Israel. Quienes abrieron la caja de Pandora ignoraban que su descabellado gesto podría desembocar en una catástrofe a escala regional.