Ingrid Betancourt: una bella mujer
No me sé al dedillo los detalles de su secuestro. Si no me falla la memoria, lo achacaban a su imprudencia, al internarse en una región colombiana plagada de guerrilleros, para hacer campaña política como candidata a la presidencia de su país en el 2002. Se de que tratan estos riesgos del territorio colombiano, porque tuve vedado coger carretera y viajar desde Bogotá hasta Santa Marta o Cartagena. Me había empeñado en recorrer uno de los caminos más escarpados de América Latina, después de que el enorme y lúcido pintor que fue Alejandro Obregón, el mejor artista de su generación, me narró sus experiencias al frente de un camión pesado de carga que le había sido impuesto por su padre como respuesta a una rebeldía de adolescente. El propio Álvaro Mutis ha colocado al fabuloso personaje de Maqroll el Gaviero en el brete de perderse por esas veredas donde encontrarse a la guerrilla es más peligroso que los despeñaderos.
Así que cuando Ingrid Betancourt fue plagiada, la primera reacción popular, venenosa e injusta, fue decir que ella misma se lo había buscado. Hay que ver la capacidad que despliega la malignidad de la gente que suele convertir a las víctimas en responsables de sus propias desgracias.
Lo que no se puede negar es que Ingrid Betancourt había radicalizado su estrategia de transformación social. Se había vuelto célebre por sus intervenciones como parlamentaria proveniente de un pequeño partido de inclinaciones ecológicas, de los que se denominan “verdes”; intentaba hacer un mínimo contrapeso a los dos gigantes históricos de su país, los liberales y los conservadores, de quienes un mal chiste dice que la única diferencia entre ellos es la hora a la que asisten a misa. Pero no solo eso, Ingrid Betancourt se volvió muy incomoda para sectores políticos contaminados por el narcotráfico. Por ejemplo, fustigó de manera constante a Ernesto Samper y rompió con Pastrana, acusándolo de quebrar un pacto anticorrupción.
En mis épocas “cachacas”, a inicio de los noventa, Ingrid aún no desplegaba su valiente militancia. Era una bella joven bogotana de 29 años, con el aire distinguido que portan las colombianas de los andes, a las que un largo pañuelo de seda en el hombro les da un toque de femenina elegancia refinada. Ingrid era muy cercana a un amigo mío, de particular carácter y talante. Juan Carlos dirigía un periódico tabloide donde colaboré con un seudónimo que ya olvidé. Su padre y su abuelo habían sido presidentes de la república y su hermano, también pasado por las aguas escaldantes del secuestro, llegaría a ser primer mandatario de ese bellísimo país donde el español se habla con una propiedad inaudita, a cualquier nivel social y con un dejo sin estridencias. De tal manera que frecuenté a Ingrid casi siempre en compañía de ese joven culto que miraba el mundo con la flema británica propia de muchos colombianos.
Ya lo decía don Gabriel García Márquez. La costa que va desde el Darién hasta Venezuela, pasando por el Cabo de la Vela y terminando en las Guyanas, debería haber sido un solo país por su idiosincrasia y carácter; para subir a los andes hay que cubrirse no solo con ropas de lana formales, sino contener las expresiones jubilosas que nacen del influjo del prodigioso mar de los caribes.
Ingrid Betancourt era dueña de un sentido del humor profundo que denotaba una inteligencia especial y reía con franqueza y dicha. Ahora la acabo de ver en una fotografía de hace varios siglos, condensados en seis de cautiverio, con una mirada que la prensa calificó de «perdida» y que yo identifico de «encontrada». Su dolor es en carne viva. Su expresión no hace concesión a sus captores. Parece un personaje de narrativa de realismo mágico en una vivencia más real que la existencia de los lectores de esa fotografía digna y entera. Asume una tristeza que llega hasta nosotros desde muy lejos y además, ha escrito a su madre una carta que es un manifiesto extremo: el testimonio de la pérdida injusta de la libertad. Esas líneas, filtradas de manera innoble, y un lamentable video, más que pruebas de vida son el testimonio de vidas puestas a prueba en selvas inhóspitas por la ignominia de supuestas ideologías libertarias.
Gobierna Colombia un hombre que ha ido construyendo la fama de ser muy firme, pero que ha terminado por volverse duro. A los ojos de muchos, entre los que me encuentro, ha fallado en facilitar las negociaciones para liberar a los numerosos rehenes que se hallan en manos de quienes dicen luchar por igualdades sociales. Debo precisar: no podría tener ninguna simpatía por una guerrilla trasnochada, que ha cruzado todos los límites del quehacer político, mezclándose con sectores del crimen organizado, en supuestas alianzas estratégicas que han hecho trizas todo concepto de izquierda o socialismo democrático. Conocí, traté a personajes como Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo, los dos candidatos de izquierda a la presidencia y ambos asesinados. Eran de otro talante. Por eso les truncaron la vida. Con el primero, asistí a la entrega de las armas del M-19 en un poblado llamado Caloto, en el Valle del Cauca. Con el otro, no tuve tiempo de continuar un diálogo iniciado en uno de esos cócteles de embajada en los que se va a trabajar y no ha disfrutar de veleidades sociales.
La última vez que vi a Ingrid Betancourt fue en México. Coincidimos en una reunión binacional y la acompañé una o dos veces a la casa donde se hospedaba, en el Paseo de la Reforma, cerca de Chapultepec. Habíamos convivido de manera cercana durante tres largas jornadas de trabajo y luego, en reuniones de esparcimiento oficial que en compañía de otros colegas terminábamos en lugares de atracción para nuestros visitantes, a los que ciceronéabamos; hablo de la plaza Garibaldi o de centros nocturnos y restaurantes a la moda de entonces. Uno de esos compañeros es hoy el flamante director del Instituto de Antropología e Historia de México, que no me dejaría mentir (si yo utilizara el feo caballito de batalla de esa frase).
A la sazón, yo me hospedaba en ese hotelito de célebre memoria frente a la Zona Rosa que se llama “María Cristina” y allí encontré un sobre cerrado que había pasado a dejar Ingrid. Contenía un corto pero bello poema sobre nuestra amistad. Nadie me había escrito nunca un texto así. Y me adelanto. No se trataba más que de celebrar nuestras coincidencias fraternales. Me pareció un detalle extraordinario de parte de una joven ejecutiva de extremada pertinencia y cortesía. Lo tengo guardado entre casi toneladas de papeles con recuerdos de siete países de cuatro continentes donde me ha tocado vivir; hoy, que Ingrid Betancourt nos ha dado una prueba de vida, lo recuerdo en su homenaje, y me uno al coro mundial que exige la inmediata liberación de ella y de todos los secuestrados en Colombia.