Tragos, cumpleaños, guerrilla y revolución
No es me oponga al derecho que asiste a cualquier ciudadano a pasarse de tragos si piensa que con ello va a “sentirse bien” y aliviar las penas que normalmente agobian en este valle de lágrimas.
Tampoco que encuentre reprobable que alguien celebre su cumpleaños echando mano a extravagancias no propias de esta clase de eventos como pueden ser los concurso de belleza con travestis, pues para eso se exalta la vida que no siempre es lo suficientemente generosa para permitirnos cumplir esta cita ritual con familiares, amigos y el calendario.
Lo que me parece inadmisible es que tragos y cumpleaños tengan lugar en un campamento guerrillero desde el cual se hacen incursiones armadas contra un enemigo cuyo fin se proclama día y noche, bajando la guardia y exponiendo la vida de quienes, sea porque estén combatiendo, entrenándose, celebrando con tragos el cumpleaños del comandante, o fisgoneando a lo turista cómo se hace la revolución con un Kalhasnikov en una mano y un Buchanan 18 en la otra, se encuentren sin las previsiones necesarias para repeler o escapar de un ataque como el que cegó la vida de la mayoría de las 20 personas que acompañaban al segundo de las FARC, Raúl Reyes, la madrugada en que fue ultimado en la localidad de Santa Rosa, provincia de Sucumbíos, Ecuador.
Y aquí es donde sostengo que los principales culpables de tan lamentable hecho de sangre no pueden ser otros que las FARC, y su canciller y jefe del Bloque Sur, comandante Reyes, quiénes deberían ser los primeros acusados de organizaciones de los derechos humanos y de los gobiernos de Venezuela, Ecuador y México, pues es criminal que se esté proclamando y haciendo una guerra, mientras en la base de operaciones en que se planifican y realizan emboscadas, también se oye el tintineo de las copas de los brindis, los jolgorios y las celebraciones.
Relajo que en el caso de una organización guerrillera que tenía 50 años sin que uno siquiera de los miembros del Secretariado Ejecutivo cayera en manos, o fuera herido o muerto por el ejército colombiano, y de un comandante que tenía casi 40 años escapando a las persecuciones más acuciosas, solo puede explicarse por la cercanía que en los últimos años experimentaron las FARC y sus jefes con las “revoluciones” consumistas, sauditas, grandcherokistas, petroleras y postmodernas de Hugo Chávez y Rafael Correa, para quienes convocar a la destrucción de Imperio y sus fuerzas, enfrentar y hacer morder el polvo de la derrota a los Estados Unidos y sus aliados, no es incompatible con las inmensas ganancias que se derivan de garantizarle a los centros de poder el suministro de crudos con los que prosperan y hacen la guerra contra los pueblos de este y otros continentes.
Y más en el caso de Chávez que de Correa, el cual es presidente de un país que es apenas un modestísimo productor de petróleo y sin en el tiempo suficiente para hacer el curso en esta revolución fabulosamente rica e inscrita en el “vale todo” de la post modernidad y la guerra asimétrica en que la ética, el respeto a los derechos humanos y a la legalidad solo se asumen si contribuyen a la extrema innovación que significa construir el socialismo, pero con el concurso de sus peores enemigos.
Lo cual explica también cómo, no solo se priva de libertad a los miles y tantos secuestrados que perecen en las selvas colombianas por decisión de Marulanda y sus guerrilleros, sino igualmente de satisfacciones mínimas como leer un periódico, oír una radio, ver televisión, vestir decentemente, del suministro de alimentos abundantes y adecuados y disponer de un espacio para caminar y hacer ejercicios sin estar encadenados a árboles o a otros secuestrados.
Situación que de solo sospecharse tendría que provocar un rechazo masivo, multitudinario y global de las FARC y sus comandantes, pero que en épocas de la guerra asimétrica y de la revolución postmoderna, se acepta como una anomalía más y no condenando y rechazando a sus responsables, sino rindiendóseles, admirándolos, elogiándolos y reclamándoles el status de beligerencia porque de vez en cuando se “humanizan” y liberan algún que otro secuestrado.