Un partido suicida
El partido Demócrata estadounidense está empeñado en cometer suicidio. La primera parte del drama se escenifica mediante la guerra civil entre Barack Obama y Hillary Clinton, que amenaza con prolongarse por semanas y quizás meses. La otra parte ocurrirá si los Demócratas, presas del miedo, terminan por escoger a Obama como su abanderado en las elecciones de noviembre. De esta manera, a mi modo de ver, cometerán un error tan grave como el que les llevó a seleccionar a George McGovern en 1972 y sellarán nuevamente la derrota.
El proceso que hoy conduce a ese destino es en ciertos aspectos semejante al de 1972 y hunde sus raíces en la radicalización de los demócratas. En aquella oportunidad fue la guerra de Vietnam la que influyó sobre la militancia y simpatizantes del partido y les impulsó a optar por un candidato radical, alejado de las percepciones y aspiraciones de la mayoría silenciosa del electorado. Esta vez el factor operativo es el odio irracional hacia Bush. En ambas situaciones el resultado es el mismo: los demócratas se lanzan a la aventura empujados por sus emociones y prejuicios, perdiendo de vista que en Estados Unidos las elecciones se ganan en el centro y no en los extremos.
Las grandes culpables de este estado de cosas son las élites “liberales” (de izquierda) que en buena medida controlan los principales medios de comunicación. Estas élites progresistas comenzaron hace meses una campaña de coronación de Hillary Clinton como candidata Demócrata, pero una vez que surgió la figura de Obama cayeron en la tentación del radicalismo. Su actual objetivo es sacar a Hillary del juego cuanto antes, pero ella no les complacerá.
Sus razones son simples y de peso. Si la pareja Clinton sabe de algo ello es precisamente cómo ganar elecciones, y no puede escapárseles que Obama tendrá una muy difícil pelea frente a John McCain. Al comienzo Obama lucía como un candidato con gran potencial y pocas vulnerabilidades, pero mientras pasan los días aumentan las dudas y sospechas acerca de su trayectoria y se ponen más en evidencia sus tendencias radicales, que preocupan y repugnan a amplios sectores del electorado. Los Clinton entienden que Obama será presa fácil de la maquinaria de destrucción Republicana.
Los demócratas, sin embargo, están en una trampa. El grupo más fiel al partido es el electorado afroamericano, que respalda en más de 90% a Obama. Si este último no es seleccionado los afroamericanos podrían abstenerse y garantizar la debacle del partido en noviembre. Hillary Clinton, de su lado, señala con insistencia que la coalición de jóvenes, gente de color y profesionales “liberales” de altos ingresos que apoya a Obama no es suficiente para ganar las elecciones, y que ella ha sido capaz de triunfar en estados cruciales como New York, California, Ohio, Texas, y posiblemente ganará en Pennsylvania.
Ahora bien, la coalición progresista y radicalizada del partido Demócrata es la que decide las primarias, dinamizando un proceso que se caracteriza por la participación de los más comprometidos políticamente, que por definición no forman parte de la mayoría silenciosa. De allí que un año electoral en el cual los demócratas deberían, en teoría, conquistar una contundente victoria, John McCain, candidato Republicano, se encuentra encabezando las encuestas y el partido Demócrata, arrastrado por su radicalismo y por unos medios de comunicación miopes e irresponsables, avanza hacia el suicidio.