Una pelusa
L a historia se escribe con palabras y no con hechos. Por eso tal vez nuestro dilecto vecino, el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, sin darse cuenta escribió su epitafio. Porque la palabra es destino y el dictador modelo persigue controlar todo aquello que pueda desenmascararlo.
Tinta, papel y lápiz entran también en la larga lista de sus enemigos. Hasta los espejos deben ser abolidos para que nadie ni nada lo pueda reflejar, imitándolo, acorralándolo. Hasta su sombra anda escondida cual celaje ante tanta evidencia. ¡Que las ideas sean suprimidas, la gramática enjaulada, los sentimientos escaneados, el verbo empalado, los ciudadanos acorralados hasta que se acostumbren! Mugabe, quien recibiera de su par venezolano réplica de la espada del Libertador Simón Bolívar, acaba de vomitar en público: «No entregaremos nuestro país por una simple cruz en una papeleta electoral. ¿Cómo puede un bolígrafo hacer frente a un arma?». Una pelusa.
Nada en el medio, extremos es lo que necesita. Yo, y los demás, si acaso. Los incondicionales que las circunstancias trastearán en el carrusel de lo desechable, agréguenlos. Aquí y allá, en blanco y negro, vive de los opuestos. Es lo que más se asemeja a su incapacidad social y humana para incluir. Crea un partido que es lo más parecido a una garita o a un cuartel donde el evangelio que se repite es ordenar y obedecer.
Marcha con la mano en los bolsillos en ademán de dádiva. Depende de su estética militar retocada con aires de guerra, pues de allí surge un tufo de represión y miedo. Su peor castigo existencial es que no le respondan. Se desarma, siéntese despreciado frente a esa pluma que le apunta cual misil poderoso. Rockola de olvido.
En el territorio de la democracia se siente inseguro. No es su corral.
Allí no hay coordenadas, enemigos a la vista, preparen-apunten-fuego.
En esa otra dimensión hay ideas, matices, gente de otro planeta, seres que no piensan cual él. Acostumbrado a vivir en aislamiento, se acurruca en su poderío de fuego sobre geografías, fauna y aborígenes que allí habitan en sumisión.
Necesitado del combate contra alguien o algo, cuando no existe lo inventa para alimentar su pulsión más profunda, el miedo convertido en odio; la necesidad de enemigos.
Por eso teme con vehemencia al infierno de la libertad, acudiendo al castigo tribal. ¡Inhabilítalos, espósalos, encalabózalos! ¡A pan y agua! ¡Flexiónalos! ¡Dales oxígeno para que crean! Cuando cambia de rumbo se le sabe la trampa. Algún terror lo inspira: la derrota.