Argentina: una oportunidad para la democracia profunda
Es un lugar común afirmar la crisis que desde hace más de una década viven el Estado y la experiencia democrática surgida de éste, cuando menos en la América Latina. Su consecuencia no es otra que cuanto ocurre hoy y ocurrirá cada vez que la anomia contamine al entorno social de la república: el “patoterismo” y la prepotencia se hacen de la ciudad o polis organizada, secuestrándola, y la ciudadanía democrática cede y se debilita.
Es este el ambiente que explica aun cuando no justifica la emergencia actual y muy global de los oscurantismos ideológicos y monopólicos. Es el odre propicio, querámoslo o no, para el tráfico de las ilusiones y el mesianismo; opción fatal pero no absoluta, hija del desprecio por el adversario, pero que engaña de momento a cada hombre y mujer carenciados cuando el Estado y sus instituciones (los poderes públicos, su separación e independencia, el valor de la ley para todos y su aplicación imparcial y con justicia, los partidos, la responsabilidad y la alternabilidad en el ejercicio de la función pública representativa) dejan de ser síntesis de armonía y medios para el bien común.
Pero las crisis históricas, incluso largas, fenecen. Y ese espacio de agonía y de cambio, donde lo pasado deja de ser y lo pendiente todavía no lo es, aún ocupado como se encuentre por sus explotadores de ocasión, concluye con los relevos generacionales y antes de que otro ciclo pactado y con urdimbre dé su inicio.
Luego del célebre “corralito”, con la familia Kirchner las instituciones democráticas y hasta la autonomía de las provincias se desdibujaban y tributaban en beneficio de un poder personal cada vez mayor, sito en la Casa Rosada. Desde ella se auspiciaba la desaparición de la pluralidad partidaria con vistas a un movimiento político único transversal, que con el nombre viejo de Justicialismo desde antes ya tenía jefe único y designado: Néstor Kirchner, aliado de Hugo Chávez.
La reciente e impredecible derrota propinada a la Casa Rosada por el Congreso, cautivo e insípido hasta el día anterior, es un ejemplo de la oportunidad que se le abre a la democracia del siglo XXI; que para ser tal y profunda ha de renunciar a los caudillos así sean civiles y a los adjetivos del siglo XX, como este del Socialismo del siglo XXI. Porque lo que si es un dogma de fe es que nunca habrá democracia en los extremos y los ejemplos al respecto sobran y hasta contaminan.
LA GENTE DEL CAMPO, los pequeños, medianos y grandes productores integrantes de la ruralidad argentina, de conjunto y durante casi 4 meses llamaron a la Presidenta Cristina Kirchner a razonar sobre los impuestos que unilateralmente quiso imponerles. Le advirtieron que tal medida hacía onerosa la producción y sus posibilidades de exportación. Pero ésta prefirió confrontar y le abrió juego a la intransigencia. Asumió las quejas como lamentos de oligarcas. Se jugo la carta a mano de todo populista: ¡no traicionaré al pueblo, se trata de dinero que quito a los ricos para darle a los pobres!
Olvidó que los pobres eran parte del campo, porque la Argentina es y ha sido una nación agropecuaria, cuyo destino reposa sobre las manos callosas de cada campesino y su trabajo, que no de los milagros que le prodiguen los gobernantes. No se trataba, pues, de los pobres “piqueteros” a sueldo o de las “madres de mayo” subsidiadas, a quienes convoca la Casa Rosada cada vez que se atrinchera para legitimar su omnipotencia.
El ex presidente Néstor Kirchner, antes que fomentar la moderación estimuló el conflicto y lo radicalizó, para crecerse sobre él como una suerte de Perón redivivo. Y él también tomó la calle al igual que el campo, sin darse cuenta del efecto contrario: el campo creció en el corazón de las ciudades y se hizo emblema, porque de él estas vivieron sus glorias y con él sufrieron sus declinaciones. Pasó a ser la ruralidad, finalmente, un protagonista de la ciudadanía y no un actor de reparto dentro del teatro de la política.
LOS KIRCHNER, hasta entonces, creyeron dominarlo todo. Se condujeron como dueños y hacedores de la voluntad nacional, hasta que apareció en la escena el Vicepresidente de la República, Julio Cobos, quien a su vez preside el Senado. Decidió por si solo y en conciencia abrirle una puerta al diálogo y hacer del parlamento sede natural para el debate democrático. Apenas eso.
Todo el país, poco a poco, puso su mirada sobre dicha ágora y las partes en conflicto – el propio Gobierno contra el campo – recularon hacia sus espacios y manifestaron en sus márgenes. De modo que, sobrestimándose los Kirchner dieron un golpe de timón y pusieron en manos de la votación parlamentaria el destino de su decisión confiscatoria. Y una orden pretoriana llegó a sus aliados: la ley no se discute ni negocia, debe salir como la hizo la Casa Rosada.
Así las cosas, un mandado en apariencia fácil le hace lugar a otra realidad. A la presión mayor sobre los senadores oficiales, algunos de éstos tomaban noción de que el altercado, a fin de cuentas, no residía tanto en el contenido de la ley de impuestos al campo cuanto acerca de un estilo de gobierno, que a nombre de la democracia propiciaba la arbitrariedad y usaba de las mayorías para acabar con las minorías y estigmatizar a la disidencia: ¡golpistas y traidores a la patria!, llamaría Cristina a los rurales en huelga.
Al momento de votarse, la asamblea dividida: 36 senadores contra otros 36, quedó en manos de Cobos, quien con voz temblorosa, aun conciente de que era el compañero de fórmula de la Kirchner como su Vicepresidente, llegada la circunstancia decidió con base en la razón ética y movió su voto a favor del campo. Votó, en suma, no en contra del Gobierno sino por el diálogo y por la democracia profunda, que nace y se hace más allá del Estado y de los partidos.
LOS POLÍTICOS, así las cosas, tendrán que volver su mirada hacia los sectores organizados de interés parcial y protagonistas de la vida cotidiana, respetándolos en sus ámbitos naturales, sean los de la cultura, la academia, el comercio, el sindicato, la religión, y paremos de contar. Habrán de poner sus oídos, sin pretensiones de control, sobre las necesidades de aquellos para elevarlas al plano del interés común. Y jamás deberán obviar o descuidar la voluntad genuina de esos sectores sociales, tan legítimos como los partidos, al momento resolver mediante el diálogo y la concertación sin treguas sobre lo que más convenga al país, sosteniendo su unidad en la pluralidad y purgando los odios de clases.
Es esta, en fin, una nueva manera, más responsable, de asumir la libertad y su práctica, donde la sociedad y sus actores han de entenderse a toda costa y sin dejación de la ciudadanía activa, que no es coto o reducto para especialistas de la política. Y es un nuevo norte, además, en el que éstos y sus partidos tanto como los titulares de los poderes públicos habrán de poner sus experticias al servicio de la sociedad entera y no del poder por el poder mismo y habrán de renunciar a sus agendas ocultas, evitando imponerlas a propios y a extraños y a rajatabla, cual si fuesen enviados de Dios o encarnaciones vivas del pueblo soberano.