¿Olimpiadas?
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Solo por llevar la contraria ¿a qué o a quién? No lo sé con precisión, pero no se me antoja permanecer frente a las televisión y ver el magno evento deportivo del año, para muchos del siglo, por su connotación y singularidad geográfica, me refiero a las Olimpiadas que se acaban de inaugurar en China y cuyo espíritu de paz es cuestionable, comenzando por la falta de libertades en ese gran país del futuro, (que ya llegó) y por la añeja represión en el Tibet, que denuncia la falta de reflejos y la esclerosis de sólidos sistemas políticos, incapaces de sentarse a negociar con los más débiles de los suyos. Siempre he pensado que una de las grandes lecciones que los países más poderosos podrían darle al mundo, pasaría por aplicar una generosidad pragmática en lo político, frente a los reclamos de legítimas culturas que pugnan por alcanzar diversos grados de autonomía. Sobre todo, cuando éstas han dado grandes pasos, aparcando el espíritu excluyente de los separatismos. Es el caso de los catalanes en el Estado Español, por ejemplo, y no de los vascos, donde aún el sinsentido criminal de ETA presiona a las fuerzas más retardatarias de esa sociedad.
En el tema del Tibet, la gran nación China ganaría mucho más respetando la “autodeterminación” espiritual de un símbolo religioso universal con prestigio antibelicista, como el budismo, sin dejar de poner sobre la mesa las exigencias de modernización democrática de una tradición acusada, con fundamento real, de querer mantener estructuras feudales. El problema es uno de los más complejos en los equilibrios políticos contemporáneos y su solución, sin el uso de la fuerza y a través del diálogo, sentaría un precedente universal. Se que lo anterior suena a peregrinos buenos deseos, muy alejados de la realidad. En la cuestión tibetana no solo campean cuestiones ideológicas, históricas y religiosas, sino también intereses económicos y pugnas de poder milenarios.
Digo esto también, porque a la par que se elevan los aros que simbolizan competencias nobles en concordia, sin diferencias en el color de la piel, de religión o de las ideas políticas, en muchas partes del globo no hay tregua a la violencia: prevalecen o surgen guerras y conflictos que atentan, sobre todo, contra la inerme población civil. El primer ministro Vladímir Putin, por ejemplo, ha vuelto a dar un manotazo sobre el mapa, dije bien, el mapa de lo que fue su imperio y el balance de desaparecidos en el Cáucaso asciende a cientos de muertos en bombardeos que representan un culto a la barbarie. A partir del mal ejemplo de los americanos en Irak, los rusos utilizan ahora el mismo expediente y hablan de “Guerra preventiva”. La incursión en Georgia se trataría de la mayor operación militar rusa contra otro país, desde la caída de la Unión Soviética, en 1991. Otra vez hablamos de un gran país que podría dar un buen ejemplo, tratando, ventilando los errores y las desviaciones de sus vecinos en la mesa de negociaciones y no por medio de bombas lanzadas sobre personas inocentes. En este conflicto, tanto Rusia como Osetia del Sur, tienen algunas razones para reivindicar su ofensiva, pero repetir los graves excesos en Chechenia no dignifican a nadie como potencia mundial.
En la antigua Yugoslavia, hace pocas semanas, numerosos partidarios de Radovan Karadzic, otro célebre carnicero de seres humanos, se manifestaron contra la entrega del antihéroe a tribunales que deben juzgar sus crímenes de lesa humanidad. En las calles de Belgrado cientos de militantes ultranacionalistas y xenófobos hacían gala de su culto a la muerte con su defensa al genocida, como si no hubiera sido suficiente la guadaña de una “limpieza étnica” que actualiza el espíritu nazi, del que nos creíamos librados para siempre. Tristemente, cobra actualidad una cinta de Ingmar Bergman llamada el “Huevo de la Serpiente” (de 1978) donde además de recordar los espurios orígenes se advertía del peligro del retorno de las corrientes fascistas que siguen enquistadas en sociedades que no han acabado de digerir la cruenta lección de la historia sangrienta de las dos grandes guerras mundiales. Ese terrible caldo de cultivo se llama olvido, ignorancia, miedo a confrontar a las nuevas generaciones con el horror del pasado inmediato. Aunque suene disparatado, hay jóvenes europeos, españoles, italianos o alemanes que siguen dudando de la veracidad de las prácticas atroces que se cometieron en sus propios pueblos, en nombre de la pureza de raza, de un anticomunismo trasnochado con tintes antimasónicos y antijudios, de la expansión territorial y otras perlas de violencia solapada.