Bs.190 y 11 horas de larga espera
Creo que todos leímos por las redes sociales el relato que una escritora anónima tituló: “No hay descanso con hambre”, en el cual nos hace partícipes de su debut como una de los cientos de miles de venezolanos que deben padecer haciendo colas para adquirir alimentos regulados. Su justificación tiene que magullarle el corazón a más de uno: “Es triste saber que una harina regulada te cuesta 190 Bs más las 11 horas que tardas en comprarla; pero, lastimosamente, tenemos más tiempo que plata”. Todo, por el maldito empecinamiento del régimen en convertirnos en una fotocopia de la realidad cubana: la mera sobrevivencia en la peor de las circunstancias. Y por las mismas razones, una triple mezcla de: teorías pasadas de moda y mal digeridas por ellos, una voraz rapacidad en contra de los dineros públicos, y un criterio (equivocado) de que hay que hacer prevaler el carné por encima de los méritos.
Eso de “tenemos más tiempo que plata”, sospecho, acontece porque el hoy imputrescible —es que los embalsamadores italianos saben bien su oficio— se empeñó en acabar con la empresa privada y, por ello, con las fuentes de empleo que ellas generaban. Los “exprópiese” y “nacionalícese” (eufemismo por: “estatícese”) volvieron flecos el país. Las antes prósperas y ubérrimas fincas hoy son eriales, tierras yermas donde lo único que abunda son las garrapatas y el paludismo; las zonas industriales de todo el país parecen cementerios, sus maquinarias herrumbrándose estacionadas en el hombrillo mientras que las industrias de otros países de la región, equipadas con invenciones más actuales y accionadas por tecnologías más recientes van por el canal rápido. Cuando todo esto llegue a su fin, porque llegará, Venezuela va a estar a la zaga de los demás países de la región en lo referido a desarrollo industrial y progreso en los campos.
Razón tenía M. S. Swaminathan, —el padre de la revolución verde, el creador del arroz IR 36 que evitó la muerte por hambre a millones de indios— cuando decía que “el mapa del hambre coincide con el de las ideologías falsas”, que “el mejor remedio contra el hambre es la propiedad privada”. Y al decir eso, no se restringía a la tenencia de los predios, abarcaba también a la posesión y usufructo de los medios de producción y distribución.
Por el contrario, ¿qué es lo que ha hecho el ilegítimo? Pues designar y rotar por los diferentes ministerios que tienen que ver con la alimentación, la industria y la producción agrícola a algunos sospechosos de haber sisado buena parte de los presupuestos que debieron haber paliado el hambre de los venezolanos pero que, más bien, parece que están depositados en paraísos fiscales. Tan descarada es la defensa de uno de esos ladrones de siete suelas, que hasta órdenes le han dado a una jueza carabobeña para que defienda su “buen nombre” con el esperpento legal, el mamarracho jurídico, de intentar impedir que unos diputados ejerzan una de las prerrogativas (que casi son deberes) que les concede la Constitución. Lo que tenía que haber hecho era exigirle cuentas a quien más bien debiera haber sido indiciado por peculado y demás delitos conexos y parecidos.
Retomo lo que dice el pensador indio: “La principal causa del hambre es la violencia”. Y esta, en nuestro país, se debe tanto a esas insensatas acciones del régimen en contra de los productores como a la inseguridad que campea en las zonas rurales, abandonadas de unas autoridades que, en vez de perseguir y “martillar” a los productores, más debieran proteger a esos que todavía tienen el heroísmo de producir víveres, provisiones, para el grueso de los pobladores. Dice, además, que es “particularmente inútil” importar productos alimenticios “salvo, excepcionalmente, en caso de catástrofe o de guerra”. Que eso, “puede aliviar la mala conciencia” de los que ordenan los envíos, “pero no vemos con tanta claridad en qué responde a las esperanzas de los destinatarios” porque “hacen caer los precios en los países donde son recibidos, lo cual arruina a los campesinos locales y hace disminuir la producción alimentaria”. Ese párrafo hace venir a nuestra mente lo que ha sucedido con la producción de gramíneas, especialmente maíz y sorgo, en Venezuela. Los precios impuestos a esos rubros por los “sabios” rojos hicieron inviable su cultivo. ¿La solución de ellos? Importarlos. Bien caros. Y, al mismo tiempo, congelar los precios de los producidos localmente. Eso solo puede ser bueno para quien autoriza las importaciones con recargo y que, además, pide sus “comisioncitas”…
Termino como comencé, con palabras de la anónima cronista; nada mejor para rendirle tributo a quien nos narró sus penurias en una cola: “Abrazo a mi madre y le digo con lágrimas en mi rostro que extraño sus arepas con dos contornos, que extraño su arroz, que quiero volver a tomarme el café con leche y galletas que nos comíamos viendo El Chavo (…) no quiero verla sufrir por qué comeremos mañana, no quiero que nos caiga otra vez la madrugada encima y nos robe los sueños y nuestras ilusiones. Quiero volver a ver florecer a mi tierra querida que se llama Venezuela”.
La verás, querida coterránea —y no te digo “compatriota”, que lo somos, porque ese vocablo, al igual que “meritocracia” devino en mala palabra por culpa de los rojos. Tenlo por seguro, porque este régimen tiene menos futuro que un francotirador con mal de San Vito…