Opinión Internacional

Crisis colombo-venezolana: La urgencia de la mediación externa

«…Es esencial la intervención y mediación internacional porque este nuevo impasse entre ambos gobiernos trasciende lo político y lo económico, ha llegado al campo bélico, y porque además no se vislumbra una voluntad real de entendimiento. Aunque manifiesten a la opinión pública sus intenciones de normalizar las relaciones y tensiones, las posiciones de los dos gobernantes son duras porque están en juego proyectos políticos a largo plazo, ideológicamente opuestos, así como intenciones de perpetuarse en el poder».

Ciertamente, como lo han venido alertando numerosas personalidades y analistas de la región, la escalada de violencia en la frontera colombo-venezolana de los últimos días, junto a las acusaciones e insultos entre las autoridades de ambos países a través de los medios de comunicación, ha creado un clima propicio para la confrontación militar. La tensión es tan grande que cualquier cosa puede suceder.

El momento es tan explosivo que el gobierno venezolano ya amenazó con decretar la emergencia en la frontera cerrándola en forma definitiva, mientras que voces de ambos lados urgen a un diálogo serio y sincero entre los presidentes Alvaro Uribe y Hugo Chávez. Pero para algunos, a estas alturas ello ya es insuficiente. De allí que el asesor del presidente Lula Da Silva, Marco Aurelio García, haya instado a los mandatarios de Colombia y Venezuela a ir más allá del diálogo y suscribir una especie de pacto de no agresión.

Y desde Venezuela, el gobernador del estado Táchira, César Pérez Vivas ha solicitado públicamente que los gobiernos de Brasil, Chile y Uruguay sirvan de mediadores en la crisis bilateral. Pérez Vivas, valga acotar, es uno de los gobernadores de la oposición más maltratados política y económicamente por el gobierno de Chávez, quien le ha acusado de ser punta de lanza del plan de espionaje, conspiración y magnicidio que supuestamente adelantan en su contra la oposición venezolana junto a los gobiernos colombiano y estadounidense. Desde que Pérez Vivas asumió el cargo de gobernador, el gobierno nacional ha intentado enjuiciarlo e inhabilitarlo en varias oportunidades, ha desarmado a su policía regional y, más recientemente, le ha impedido que realice las investigaciones que debe hacer en torno al caso de «los Maniceros» en el que fueron masacrados 8 colombianos y 2 venezolanos en un municipio del estado Táchira, vinculándolo con los paramilitares de la derecha colombiana, supuestamente involucrados en los hechos. El ministro del interior venezolano, Tareck el Aissami, llegó a afirmar que Pérez Vivas «se entregó en cuerpo y alma al paramilitarismo colombiano», y por eso «se desató el paramilitarismo y el narcotráfico en el estado, algo que no era así hace un año».

Más allá del interés particular que pueda tener el gobernador venezolano de que medien en el asunto actores neutrales – esta situación podría llevar a Chávez a nombrar al Táchira zona de conflicto y, por tanto, remover a los civiles del poder y designar un Comandante de la zona de seguridad- su petición es pertinente y urgente. Sólo el involucramiento de otros países y hasta de organismos multilaterales podría conseguir una salida clara y permanente, que sea capaz de romper el patrón pendular -oscilando entre períodos de entendimiento pragmático y de fuerte tensión- en que se vienen desarrollando las relaciones político-diplomáticas bajo los gobiernos de Chávez y Uribe. La OEA, por ejemplo, que en el caso de Honduras tuvo una participación activa sin precedentes, bien podría tomar cartas en este asunto que afecta el orden y la democracia no sólo de Colombia y Venezuela, sino de toda la región.

Es esencial la intervención y mediación internacional porque este nuevo impasse entre ambos gobiernos trasciende lo político y lo económico, ha llegado al campo bélico, y porque además no se vislumbra una voluntad real de entendimiento. Aunque manifiesten a la opinión pública sus intenciones de normalizar las relaciones y tensiones, las posiciones de los dos gobernantes son duras porque están en juego proyectos políticos a largo plazo, ideológicamente opuestos, así como intenciones de perpetuarse en el poder. Esto explica que de diversas formas, unas más apegadas a la ley (las utilizadas por el gobierno colombiano) y otras más autoritarias (las del venezolano), ambos hayan hecho uso político-electoral del conflicto y propiciado la polarización en sus respectivas naciones.

El proyecto de Uribe es claramente defensivo, civil y no expansionista, mientras que el de Chávez es todo lo contrario: ofensivo, militarista e intervencionista. Para el proyecto de expansión bolivariana en Suramérica el principal objetivo geoestratégico es Colombia, piedra angular de una futura «Gran Colombia» y, en su percepción, centro desestabilizador de su gobierno por parte de las fuerzas «reaccionarias» del continente. De allí que Hugo Chávez no cese en su intento de desestabilizar el gobierno de Uribe y de influir en el desarrollo de la política interna. Ello también explica la reacción sobredimensionada del mandatario venezolano ante el acuerdo militar firmado por Uribe Vélez con EE.UU. sobre el uso de bases militares colombianas para el combate de la guerrilla y el narcotráfico, el cual le sirvió de justificación para congelar las relaciones diplomáticas y comerciales con Colombia desde el pasado agosto, situación que ha servido de marco para la presente y peligrosa crisis fronteriza.

En estas circunstancias, no basta un nuevo acercamiento pragmático entre los presidentes Chávez y Uribe, sino un compromiso de no agresión y no intervención en los asuntos domésticos de cada país, el cual sólo puede ser alcanzado con la ayuda internacional.

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