Actualidad Nacional

Ascensos a discreción, por Javier Ignacio Mayorca

En estos días el presidente Nicolás Maduro ascendió a 195 oficiales a los grados de generales de brigada y de división, así como sus equivalentes en la Armada, que son respectivamente contralmirantes y vicealmirantes.

Una cifra exorbitante, que reafirma una tendencia al agrandamiento del generalato durante la gestión del actual mandatario. En un medio donde tradicionalmente impera la opacidad (no se sabe cuánto se gasta en comida, no se sabe cuántos soldados hay ni cuántos egresan, por ejemplo) uno de los pocos datos ciertos tiene que ver con el ritual que tradicionalmente ocurre durante la primera semana de junio, como es la promoción de los altos oficiales al grado inmediatamente superior.

Los analistas suelen poner la atención en el tope de la pirámide castrense, por varias razones. En primer lugar, se supone que los generales asumirán la conducción de la Fuerza Armada en el plano estratégico. Para ello supuestamente han pasado por lo menos 25 años de una formación intensa y llena de privaciones que debería conferirles temple y prudencia. Pero además, cada oficial que llega a ese nivel encarna en sí mismo una decisión específica del comandante en jefe, es decir, del Presidente. Y solo del Presidente. No del Estado como un todo.

Esto siempre es bueno recordarlo. Antes de 1999 la legislación militar establecía que los ascensos serían el producto de un proceso permanente, en el que solamente salían favorecidos los oficiales con mayor excelencia, quienes pasarían al grado inmediatamente superior solamente si existía una plaza vacante. Esto generaba una dinámica en la que un oficial general no podía estancarse en un cargo o grado puesto que eso taponaba el desenvolvimiento de las promociones que venían atrás.

En esa época, además, los ascensos para incorporarse al generalato tenían una fase de control político, que era ejercida a través de la comisión de Defensa del Senado. Es decir, era un control externo. Por allí tenían que pasar luego de la primera quincena de junio los comandantes de cada fuerza con sus directores de planificación y otros oficiales que pudieran asesorarlos para justificar el número de ascensos a general de bridada, general de división, contralmirantes y vicealmirantes. Luego eran analizados de manera pormenorizada los nombres de los oficiales que pasarían al tope de la jerarquía castrense. Y en más de una oportunidad fueron llamados para aclarar dudas en torno a sus hojas de servicio.

El Poder Legislativo tenía entonces el derecho de objetar los ascensos que considerase inapropiados. Creo que lo ejerció solamente una vez. De resto, se trataba simplemente de una oportunidad para ver hacia dónde iba el liderazgo de las fuerzas militares.

Este proceso de revisión lo presencié por varios años, mientras hacía la cobertura de la fuente militar. Eran días de mucho movimiento, durante los cuales en cierta forma se develaba el gran secreto que solía rodear todo el desarrollo previo escenificado en las distintas juntas evaluadoras de las cuatro fuerzas para pasar un tamiz a los listados de oficiales aspirantes.

Con Hugo Chávez y la Constituyente de 1999 todo eso cambió. El teniente coronel logró convencer a la población de que la institución militar no necesitaba controles externos durante el proceso de ascensos. Y le dieron ese cheque en blanco.

Chávez magnificó el hecho cierto de que la secretaria privada presidencial durante el gobierno de Jaime Lusinchi, la abogada Blanca Ibáñez, logró en varias oportunidades imponer “factores de corrección” tanto en negativo como en positivo para colocar en puestos salidores de las listas de ascensos a sus oficiales favoritos. Esto ocasionó mucha molestia en los cuarteles. Y si de algo puede culparse al Parlamento es de no haber implantado los correctivos para que eso no sucediera. Tampoco podía hacerlo en ese contexto pues al final del día las decisiones no eran de Ibáñez sino del entonces Comandante en Jefe, que firmaba las resoluciones correspondientes.

Un conglomerado como el militar en Venezuela, tradicionalmente refractario a cualquier supervisión por representantes del mundo civil, con Chávez encontró la situación “ideal”: desde el 99 los ascensos partirían y finalizarían en el interior de los cuarteles.

Al principio las cosas fueron más o menos normales. Pero de repente en 2001 al teniente coronel se le ocurrió promover al grado de general en jefe a Lucas Rincón Romero. Eran tiempos de cambio. José Vicente Rangel era el primer civil en el ministerio de la Defensa. No importaba que supiera poco del tema. En un acto al que asistí confundió a un teniente con un sargento. El oficial tuvo que rumiar su molestia. De manera que un general en jefe en la Inspectoría General quizá enmendaría la plana. Se saltaron un detalle: que ese grado estaba reservado por ley exclusivamente a los profesionales de armas que hayan sobresalido en combate, previa aprobación parlamentaria.

Y así, poco a poco, fueron corriendo la raya para hacer que parecieran normales las cosas que en realidad no lo eran.

Chávez rompió en definitiva con dos prácticas relacionadas con los ascensos. La primera, que los ciclos finalizarían únicamente en julio. La otra, que los ascensos eran decididos según el número de plazas disponibles en el interior de la institución militar. En consecuencia, el país comenzó a presenciar actos de ascensos en febrero o en diciembre, según la voluntad presidencial. También comenzaron a verse evaluaciones de desempeño que no tenían que ver con lo estrictamente castrense. En otras palabras, toda la administración pública se convirtió en una gran proveedora de plazas para ascensos.

Y cuando ya pensábamos que habíamos llegado al punto culminante de la situación llegó Maduro a la Presidencia.

La actitud del actual mandatario con respecto a los ascensos tiene una evidencia numérica, que puede ser apreciada en este gráfico:

Ascensos a los grados de general de brigada, general de división Contralmirante y vicealmirante

Los primeros cuatro años de la serie, con columnas en rojo, corresponden al último cuatrienio de mandato de Hugo Chávez. La cifra correspondiente a 2010 fue difícil de establecer pues hubo ascensos tanto en julio como en diciembre, y los medios oficiales no aportaron un número concreto sobre los nuevos generales y almirantes. Sin embargo, cada fuerza por separado ocasionalmente dio los nombres.

En el lapso 2009-2012 Chávez ascendió a un promedio de 141 profesionales de armas a los grados más elevados de la pirámide militar. Durante el mandato de Maduro el promedio anual de oficiales que accedieron al generalato es de 206, es decir, 46% más que en los últimos años de su antecesor.

La pregunta obvia es a dónde irán a parar todos estos generales. Muchos de ellos, como Marco Torres, sabemos que permanecen anclados en ministerios, las direcciones de cuerpos policiales y otros puestos de la administración pública.  Pero aún quedan muchos generales por ubicar.

Esta suerte de “populismo militar” tiene varias consecuencias: el costo financiero para el mantenimiento de semejante burocracia se incrementa quizá con la misma rapidez con la que se devalúan los máximos grados de la Fuerza Armada. En fin de cuentas, ser general ya no es algo tan elitesco como solía serlo.

A esta situación se une un hecho peculiar. Maduro se ha negado a pasar a retiro a prácticamente todos los integrantes del alto mando. Aunque la ley lo faculta para eso, su voluntad (reiterada durante los dos últimos años) refleja una profunda desconfianza en las promociones cuyos ascensos él mismo ha firmado. Esto genera serias disparidades en cuanto a la antigüedad de los militares que en determinadas circunstancias tienen que compartir alguna tarea. Y ni qué decir de Pérez Arcay, asesor de la Comandancia en Jefe, a sus 80 años ascendido a general en jefe.

En 2003, cuando este recrecimiento de la cúpula castrense ya comenzaba a percibirse, un viejo coronel me comentó con sorna que sería necesario colocar fiscales de tránsito en los pasillos del ministerio de la Defensa, para evitar los choques entre tantos generales.

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