¿Volverán las oscuras golondrinas?
¿En qué momento los militares cambiaron de ideas y se convencieron de las virtudes del orden constitucional? ¿Cuándo decidieron que era necesario dar paso a la democracia y renunciar a los golpes de estado? ¿Y fue una conversión verdadera? Por lo menos desde la elección del presidente Raúl Alfonsín en Argentina en 1983, parecía que se habían vuelto invisibles en todo el continente, y que de verdad estaban de regreso en sus cuarteles, de donde no saldrían nunca más. Todo se había vuelto miel sobre hojuelas, y como por arte de una lobotomía frontal, la vieja doctrina que los situaba como árbitros permanentes del poder parecía borrarse, y en uno y otro país, fuera el Caribe o el Cono Sur, los comandos supremos y los estados mayores conjuntos proclamaban su obediencia al poder civil.
Eran los mismos generales y almirantes que antes habían ocupado los palacios presidenciales, o que habían decidido quién debía ocuparlos; habían salido de las mismas academias de guerra, se habían entrenado gran parte de ellos en la Escuela de las Américas en Fort Gullick, en la Zona del Canal de Panamá, pero de pronto parecían renunciar a su pasado y adherían a las elecciones libres, y al respeto de los períodos presidenciales establecidos en las constituciones. Hasta que de pronto sonó el primer pistoletazo.
En 1991, el general Raoul Cédras derrocó por la fuerza de las armas al presidente constitucional de Haití, Bertrand Aristide, interrumpiendo un breve sueño de democracia en un país gobernado hasta hacía poco por la larga tiranía de los Duvalier, padre e hijo. Cédras estableció otra, a la vieja usanza de la guerra fría cuando la guerra fría había recién terminado, y la presión internacional, coronada por una intervención militar, lo obligó a devolver el poder a su legítimo dueño que, otra vez, electo de nuevo, volvió a ser derrocado en 2004, esta vez sin esperanza de regreso desde su lejano exilio en Sudáfrica.
El siguiente disparo se escuchó en 1992, cuando el coronel Hugo Chávez encabezó un levantamiento militar, fraguado dentro de los cuarteles, para derrocar al presidente constitucional de Venezuela, Carlos Andrés Pérez. El golpe fracasó, pero le abrió a Chávez las puestas de su futuro político, pues tras dos años en la cárcel, y después de ser indultado, vino a ganar las elecciones presidenciales de 1999, y se ha quedado desde entonces en el Palacio de Miraflores, de donde no pudo arrancarlo otro golpe militar orquestado por sus propios compañeros de armas en el 2002, en connivencia con civiles.
Cédras no proclamó ninguna revolución, por supuesto. El padre Aristide, depuesto dos veces, era el que se proclamaba revolucionario de izquierda, como se proclamó el coronel Chávez con su revolución bolivariana, fracasado en su golpe militar, y triunfante luego en las elecciones, sin que fuera la primera vez que un golpe abría al golpista las puertas del triunfo electoral; basta citar el ejemplo del general Juan Domingo Perón en Argentina, que organizó el golpe contra el poder civil en 1943, fue derrocado y encarcelado en 1945, y de la prisión salió a ganar las elecciones presidenciales de 1946, en olor de multitudes, para ser reelecto de nuevo, aunque al final, otro golpe lo sacó del poder en 1955. Pero de golpes de estado nacieron el peronismo, y el chavismo como fenómenos populares, y populistas.
¿Lunares apenas en el rostro limpio de la democracia los golpes de Cédras y de Chávez? Ahora tenemos otro, el primero del siglo veintiuno, el del general Romeo Vásquez, Jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas de Honduras, en contra del presidente Manuel Zelaya Rosales, casi al final de su mandato, un golpe contra el que ha protestado de manera vehemente el propio Chávez. El general Vásquez no se quedó en la silla presidencial, pero sin duda es el árbitro del poder. Y ese papel de árbitros del poder es el que, según la fábula, los militares habían perdido para siempre, de regreso en la neutralidad apolítica de sus cuarteles.
El golpe contra Zelaya siguió las reglas clásicas, ya se sabe que fue sacado de su cama y enviado al exilio en pijamas, según el general Vásquez por razones de seguridad nacional, pues si los militares lo dejaban preso en Honduras, amenazaba la violencia. Cuando al general Vásquez, que es devoto de Jesús de la Buena Esperanza y lee libros de autoayuda, le preguntan si aspira en el futuro a ocupar la presidencia, se ríe, y dice que en esta vida todo es posible.
El asunto está en que el golpe de Honduras sigue abriendo las costuras de una herida que ya creíamos cerrada, y otra vez en este siglo, como en el pasado, los militares vuelven a arrogarse la potestad de decidir cuándo la democracia ha fallado, o cuando se vuelve peligrosa, y amerita así su intervención bienhechora.
Es un funesto precedente frente al que hay que poner las barbas en remojo. ¿Qué garantías tenemos ahora de que los militares de verdad se convirtieron al credo democrático, y no oiremos sonar el próximo pistoletazo, porque no les gusta lo que está haciendo el gobierno civil electo por los ciudadanos, sea de izquierda, o de derecha?.
Que nadie se sienta a salvo.