Opinión Internacional

La otra escultura de Khadafi

Habían llegado el día anterior procedentes de la lejana Suramérica y era cerca de las nueve de la mañana cuando llegaron a palacio, acompañados por un numeroso séquito de policías motorizados que les abría paso franco por entre las febriles callejas de Trípoli, pero el temido Muhammad no se apareció por los jardines interiores a donde todos habían sido trasladados directamente desde el hotel, muy probablemente porque se prolongaría la entrevista privada del Presidente con él. La delegación venezolana tomaría un desayuno frugal aprovechando los primeros rayos de un sol benigno, tamizado por las lonetas de blanquísimo algodón y las enredaderas de la vid torrentosa que el amo de Libia trajo de Al Andaluz en su último viaje y que forman un parral extenso de sombras suaves y generosas. Desconocían si su tardanza se debía a que estaba a la caza de más gobernantes incautos en algún remoto confín suramericano, o si por el contrario estaba allí, espiándoles, sabrá Alá desde dónde y desde cuándo.

Según los jovencitos eunucos que tenían por servidumbre, el amo Muhammad nunca duerme, ni siquiera durante las noches, pues cuando la oscuridad asoma, se metamorfosea en un insecto cualquiera y suele recorrer aquel inmenso palacio, bien volando, bien reptando, para escuchar y ver lo que todos dicen y hacen.  Tal vez para alguno de aquellos exóticos invitados la historia de los eunucos era solamente una fantasía, pero lo que sí estaba radicalmente prohibido en aquel palacio presidencial era matar a cualquier animal, del tamaño o género que fuese.  Bohta, el enorme eunuco jefe de todos los castrados refrendó sutilmente la orden contándoles la leyenda del hechizo, y aprovechó que en ese momento no estaba en palacio el terrible Muhammad para entretener a la comitiva suramericana, narrándoles la historia de una diplomática marroquí de raza Ashanti, que desobedeciendo aquella orden expresa, mató una mosca.

.- “A pesar de la suave brisa que provenía del Este, el calor de aquella tarde de junio no amainó.  La humedad del ambiente nos empapó el cuerpo con el sudor, pero fue particularmente intenso con una diplomática Ashanti que el amo Muhammad invitó semanas antes.  Sudaba copiosamente y temimos que desfallecería, pero ustedes saben cómo son las moscas en este lugar durante la época caliente.  Giraban en torno a la diplomática Ashanti y de no haber sido por el esfuerzo que constantemente hacía la mujer para apartárselas, aquella negra se hubiera abandonado a la modorra que producía el sol de aquel intenso día, y se hubiera muerto de calor.  Pero resultó que de tanto batir el abanico de plumas de avestruz que le dimos, sin darse cuenta mató a una mosca.  Casi de inmediato el piso comenzó a temblar y presas del pánico corrimos hacia este punto, que es el centro del jardín.  Estupefactos, vimos cómo se hizo una profunda grieta en medio del piso adoquinado y de aquella fisura, acompañado por un angustioso y reverberante gruñido, surgió un genio terrible y gigantesco, que resultó ser el mismísimo amo Muhammad.”

Bohta hizo su acostumbrada pausa para darle más dramatismo a su narración.  Recorrió con sus agudos ojos hindúes el rostro de los invitados y fijó su mirada en una de las recién llegadas.  Se le acercó unos cuantos pasos y se recostó a una escultura de bronce, a la que sobó por las nalgas con disimulada fruición, recordándose en secreto de aquellos lejanos años en los que dos testículos y un inmenso pene eran la joya más apetecida por las jovencitas de su pueblo, hasta que Muhammad asaltó su tribu, raptó y vendió a todas las mujeres y se quedó con él, el más bello, a quien sodomizó, emasculó y esclavizó hace ya más de veinte años.  Así, apoyado en la escultura y mirando fijamente a atractiva venezolana, Bohta  prosiguió con la narración.

.- “Era el amo Muhammad, convertido en un genio. Nos habló a todos los que estábamos en este mismo jardín, temblando de pies a cabeza: ‘¿Quién mató a la mosca?’ preguntó por primera vez, pero nadie respondió. ‘¿Quién mató a la mosca?’ volvió a preguntar, ahora más irritado que antes y lanzando llamaradas rojas y azules por sus ojos y nariz, pero tampoco así convenció al culpable para que confesara.  Muchos hombres y mujeres temblaban y lloraban como nosotros, sus esclavos, excepto la arrogante diplomática Ashanti, que permanecía tranquila y erguida, con los pechos desafiantes y la mirada altiva, pero sin mostrar miedo alguno, pues ignoraba que había sido ella la infractora.  De su turbante de seda roja y abrochado con un jade y una esmeralda, el amo Muhammad extrajo una pluma de ganso y sentenció: ‘Cuando esta pluma toque el suelo, quien haya sido responsable de matar a la mosca pagará su crimen con la suspensión de su vida’ Y de inmediato el genio se evaporó por la gruta del piso, dejando en el aire la pluma prometida.  Al caer desde tan alto, la pluma fue haciendo un gracioso vuelo en el aire, que todos presenciamos ateridos y paralizados por el pánico, mas cuando la pluma tocó el piso volteamos a nuestro derredor para ver quién caía desplomado, pero nada sucedió o al menos así lo creímos nosotros hasta que nos dirigimos hacia las habitaciones y atrás quedó la diplomática Ashanti convertida en esta estatua.”

Los integrantes de la misión venezolana que se hallaban cerca de la estatua se alejaron de ella, temerosos que con la proximidad pudieran contagiarse con la maldición, pero una de ellos se le acercó y rodeándola lentamente la detalló y finalmente de plantó frente a ella.  Ahora comprendía el por qué aquella figura de bronce, colocada en medio del patio, le había llamado la atención desde el primer día, pues detrás de aquellos ojos vacíos y vidriosos, patinados con el verdín con el que se cubre el bronce con el paso de los años, latía una vida que en su momento tuvo el coraje necesario para desafiar la furia de un genio tan terrible como el de Muhammad. Incluso Bohta se sorprendió con la osadía de aquella pequeña venezolana, la única rubia y de ojos azules de la comitiva, y se apartó de la escultura para ver y solazarse con el contraste de la rubia con la Ashanti. De la cálida piel con el bronce frío. Con la disparidad entre la vida y la muerte. Entonces, prosiguió con su relato:

Pero un día sucedió lo que tanto temían las esclavas del harem: Fueron enjaezadas con las más deslumbrantes joyas y vestidas con las sedas más sensuales y delicadas del Oriente.  Tan sólo la cadena y los grilletes a los tobillos delataba la condición de aquellas magníficas mujeres, que durante seis semanas se hermosearon aún más en la casa de engorde que Alí Ibn Garib poseía en las afueras de Marraquesh, convenientemente oculta tras la fachada de una abigarrada tienda de telas y especias que comerciaba desde y hacia el Oriente y el Norte de África.  La llegada de Alí al bazar de Yemaa El Fnaa con su cohorte de mujeres causó, como siempre, una gran conmoción.  En medio de aquel zoco, entre los verduleros y los traficantes de piedras preciosas, y muy cerca del alminar de la Kutubia que se eleva por encima de las demás construcciones en la entrada Noreste, Alí el mercader preferido del amo Muhammad  improvisó un templete elevado casi una vara del piso, y una a una, encaramó su mercancía humana para dar inicio a la tercera subasta del año.

.- “¡Atención! ¡Atención ilustres marchantes! ¡Acérquense para admirar a la más delicada flor del desierto!”

Así describía Alí a una hermosa negra Nubia, de senos enormes y enhiestos, de pronunciada cintura, caderas sensuales y nalgas protuberantes, a la que vistió con una transparente túnica de seda roja, atada al cuello y los tobillos, y adornada con gargantillas de oro macizo.

.- “Majestad, esta otra hermosura puede ser suya”

Gritó el traficante al jeque Abdalaziz, descendiente directo del segundo Virrey árabe en España, que pasaba con un séquito de limusinas blancas cerca de su tinglado:

.- “Si, Alteza, esta hermosura podrá proveerle de todos los placeres. Observe.”

Y con el foete con el que Alí fustigaba a sus camellos, apartó la túnica de algodón blanco de la segunda esclava y todos en el bazar se asombraron al ver bajo la falda de aquella mujer mediterránea, de finos rasgos y formas voluptuosas, un fantástico pene no circuncidado.

Todas las demás fueron presentadas y vendidas por Alí. A unas alabó por la tersura de la piel o la belleza de sus formas. A otras, las menos hermosas, sus cualidades hogareñas o sus perversiones, como a las dos sudanesas gemelas y lesbianas, que fueron compradas de inmediato y sin opositor por el tímido y enclenque Abdalah, el mejor zapatero del bazar.

.- “Y para los más exigentes, Alá, bendito sea su nombre, ha querido que este humilde servidor pueda ofrecerles en este día la presencia de la mujer más hermosa del mundo. ¡Si, a la mujer más hermosa! Cuya belleza opaca las a las gemas y hace palidecer a los zafiros. Aquí está la legendaria belleza de todo el Oriente!

Y dicho esto, descorrió los tres cuerpos de un biombo chino pintado con dragones  – que también estaba en venta-  y apareció Jazmín, totalmente desnuda, a excepción de dos pequeños platillos de oro que ocultaban apenas sus pezones y de una gargantilla de oro y rubíes, atada a sus caderas, que le caía en cascada desde el vientre y se mimetizaba con su dorado vello púbico.

Al comienzo del remate, Alí martilló una primera postura de cinco mil dinares de oro, que rápidamente subieron a siete mil, a ocho mil quinientos y a diez mil en la primera ronda de oferentes, sin necesidad de alabar los otros atributos de la mujer.  Cuando voceó que Jazmín hablaba los cinco principales dialectos del árabe, que leía con fluidez y que era ferviente cumplidora de las leyes del Corán, su valor remontó los quince mil dinares de oro.  Llegó a veinte mil cuando se supo en el zoco que tan sólo tenía veintidós años y la dentadura completa y perfecta, y su valor trepó a los veinticinco mil con la última noticia que el astuto Alí hizo correr por el bazar, por intermedio de sus eunucos, estratégicamente mezclados con la multitud: Aquella hermosa mujer era nadie más ni nadir menos que Jazmín, la esposa del arruinado Aladino, ex sultán de Basora, aquel famoso ladrón que gracias al poder de una lámpara mágica y su genio residente hizo una inmensa fortuna, que le permitió comprar el título de Sultán, pero que una vida disipada y el financiamiento de remotos y riesgosos viajes le condujeron a la ruina y ahora, deudor de Alí, su prestamista, pagaba con su libertad y su mujer un elevado empréstito no saldado a tiempo.  Un coro de asombro recorrió el bazar y de boca a oído se cuchichearon los presentes agolpados frente al tinglado, pujando para ver lo más cerca posible la inigualable belleza de Jazmín.

.- “La Mujer de Aladino. Se dice que sólo ella sabe dónde está la lámpara maravillosa…” Comentó un talabartero

.- “…y me ha confiado uno de los eunucos de Alí que sólo ella conoce el conjuro que hará salir de nuevo al Genio.”

.- “¡Cien mil!”  Ofertó un humilde ropavejero, para asombro de los presentes. “¡Yo ofrezco y pago cien mil dinares de oro por esa mujer!  Insistió el viejo mientras dificultosamente se abría paso entre los presentes.  Alí oteó entre los que se agolpaban para identificar a quien le ofrecía tamaña fortuna y junto a todos los presentes no pudo evitar una sonora carcajada cuando advirtió que se trataba de un viejo ropavejero quien osaba ofrecer casi cuatro veces más que el descendiente del Virrey Abdalaziz, quien ya le había comprado al hermoso hermafrodita del mediterráneo.

.- “Anciano ¿Acaso sabes cuál es el castigo para aquel que ofrece públicamente lo que no tiene o no puede honrar?”

.- “Si  -le replicó desafiante el ropavejero-  “y no hay en este reino quien pueda ver cómo me dan cien latigazos por no pagar una deuda.”

.- “Así que este anciano lo sabe todo”  -dijo burlonamente Alí, y dirigiéndose al cotarro de curiosos que rodeaban al anciano preguntó: “¿Ustedes creen que también sabrá contar hasta cien mil?”

Todos los presentes respondieron con otra sonora carcajada  y hasta el descendiente del Virrey, desde su limusina, sonrió con la chacota de Alí, mientras se deleitaba con la abultada joya que su nueva adquisición traía entre las piernas. Alí y los presentes se burlaron del anciano pero éste rebuscó entre sus sucias pertenencias y extrajo cinco pequeños sacos de cuero repletos de dinares de oro, rubíes, esmeraldas y diamantes.  Ante la mirada de asombro de Alí todos callaron y se hizo un silencio espeso, interrumpido por el graznar de algún camello.  Mientras duró el contaje de las monedas y el cotejo de las piedras preciosas, el apestoso ropavejero subió al tinglado con la dificultad propia de su edad y se dirigió lentamente hacia Jazmín. La hermosa mujer, atada al piso por la cadena que le asía el tobillo izquierdo, intentó alejarse de él y no pudo evitar una mueca de asco cuando su nuevo amo le tocó en el hombro con aquella asquerosa mano, llena de verrugas y purulencias, muy común entre los leprosos.  Pero algo en aquel repulsivo ser le hizo levantar la cara y sacudirse el asco y entonces descubrió en aquellos pequeños ojos grises una mirada conocida y se sobresaltó.

.- “Si, soy yo”  –le dijo secretamente el anciano-  “Toma mis dos manos, pronuncia las palabras mágicas y te concederé dos últimos deseos.”

Jazmín pronunció exacta y correctamente las sesenta y nueve palabras del conjuro, con la cara dirigida hacia La Meca y ante la mirada atónita de todos, el cuerpo del sucio ropavejero se desvaneció en el aire y su vestimenta quedó hecha un ovillo a los pies de la mujer de Aladino.  Alí, cuya malicia en los negocios le había impulsado a no perder la cuenta de las monedas mientras veía lo que estaba sucediendo, al presencial aquella maravilla la atribuyó a una magia negra del ropavejero, pero antes de que tuviera tiempo para reaccionar, de aquellas ropas sucias y raídas surgió un hilo de humo violeta y azul, del que se formó instantáneamente la figura del famoso Genio de la Lámpara Maravillosa, quien desde el aire se inclinó hacia Jazmín y le dijo:

.- “Yo soy el Genio de la Lámpara Maravillosa y estoy orgulloso de ser tu esclavo nuevamente. Pide dos deseos y te los concederé.”

El asombro y el desconcierto que siguió fue total y generalizado. Inmediatamente se hizo un amplio círculo de vacío alrededor de Jazmín y del Genio.

.- “Mi primer deseo es éste”  -pidió con voz de reina la esclava Jazmín-  “Mira en el fondo de mi corazón, descubre a quien amo con todas mis fuerzas y con toda mi pasión y libérale de toda atadura.”

.- “¡Hecho!”  -reverberó la poderosa voz de barítono del Genio.

.- “Este es mi segundo y último deseo: Llévanos hasta el más distante de los oasis, el que está en el más remoto de los desiertos, donde hay un río de miel, un lago de aguas cristalinas y siete mil árboles frutales, rodeados de polvo de oro en vez de arena.”

.- “¡Hecho y cumplido! ¡Al fin soy libre para siempre!”

Y el Genio de la Lámpara Maravillosa, que había vivido cinco mil años como esclavo de los deseos del hombre, completó con esas dos peticiones de Jazmín los setenta y siete mil setecientos setenta y siete deseos que estaba obligado a cumplir y se transfiguró en un minúsculo pajarito azul y grana, que se perdió de vista casi de inmediato, al igual que Jazmín.

Al verse en el ansiado oasis de sus sueños, Jazmín se sobrepuso a la emoción inicial y divisó entre el bosque de árboles frutales a su amor. Entonces corrió hacia allí y sin pronunciar palabra alguna se abalanzó a sus brazos y se besaron hondamente, con ansiedad sexual apremiante:

 .- “Te amo desde siempre”  dijo Jazmín casi llorando.

.- “Y yo a ti”  contestó la diplomática Ashanti.

Cuando Botha terminó su narración se desató una tempestad de aplausos que fue aplacándose poco a poco, cuando los miembros de la legación venezolana observaron que una decena de esclavos colocaba, a diez metros de la estatua de bronce de la diplomática Ashanti, otra de iguales dimensiones: La del Presidente.

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