Imperio tranquilo
Los Estados Unidos nacieron como gran república federal (aún no habían decidido si constituían o no una “nación”, y si aprobaban o no el concepto de “democracia”) al aprobar la admirable, concisa y ejemplar Constitución de 1787 que, con su cuerpo de sucesivas enmiendas, conserva toda su vigencia y frescura en el mundo del siglo XXI. Como república desafiaron al ancho mundo monárquico que los rodeaba, y sintieron en sus corazones una emoción idealista y mesiánica, de paladines de la libertad. Esa emoción se ha conservado hasta hoy en el subconsciente de los norteamericanos, y constituye la fuerza motriz subjetiva incluso de sus peores ejecutorias históricas: el expansionismo territorial sureño anterior a la Guerra de Secesión, y el imperialismo financiero y político-militar posterior a la misma.
Tanto en la época del expansionismo como en la del imperialismo, Estados Unidos siempre ha tenido, por otra parte, fuertes segmentos de la población y de la dirigencia política diametralmente opuestos a las aventuras intervencionistas. Las fuerzas liberales del noreste resistieron a los impulsos de expansión hacia el sur, y los demócratas, progresistas, populistas, socialistas y anarco-sindicalistas norteamericanos de la época 1870-1930 reaccionaron de igual manera contra las diplomacias del “gran garrote”, del “dólar” y de las “cañoneras” en el área del Gran Caribe. Esa interminable pelea entre “democracia” e “imperio” prosiguió en el seno de la nación norteamericana, con expresiones siempre nuevas a lo largo del resto del siglo XX y hasta nuestros días.
Los arrebatos intervencionistas de Estados Unidos hacia el sur siempre iban dirigidos, desde luego, contra la influencia de alguna otra potencia que percibía como rival peligroso. A fines del siglo XIX era la Gran Bretaña, en el siglo XX Alemania y Japón, seguidas de Rusia soviética a partir de 1947. Después de la caída del muro de Berlín, no ha surgido ninguna nueva potencia rival que de verdad alarme incluso a los estrategas más agresivos en la dirigencia estadounidense. En lo económico, China es la única que molesta y desplaza intereses norteamericanos en la región, pero al mismo tiempo mantiene un constante diálogo con Washington, y se niega a suscribir ningún compromiso ideológico antiyanqui.
De modo que el “imperio” se siente tranquilo y defiende sus intereses por métodos apacibles. Sólo cambiaría, si percibiera que en la región latinoamericana y caribeña se instalara una nueva potencia rival realmente amenazante. Esta no podría ser, hoy en día, otra que el “contra-imperio” del extremismo islamista que amenaza directamente la seguridad de la Alianza Occidental. En ese sentido, conviene aconsejar máxima prudencia a gobernantes latinoamericanos tentados por amistades peligrosas