Opinión Internacional

Cambiar la agenda

“Siempre te encuentro, hijo de Laertes, en busca

de una treta para apoderarte de tus enemigos …”

Sófocles

Propongo a la ciudadanía y a los opositores cambiar la agenda. Comenzar a discutir los problemas y dilemas que plantea la Argentina de hoy de cara al futuro.

El Gobierno nos impone, diariamente, una agenda y los demás, como mansos corderos bobos, la seguimos al pie de la letra. Así, nos empeñamos, transformándolas en batallas épicas, en discusiones sobre la ley de matrimonio homosexual o la embestida de los K contra Clarín y Magnetto, aún cuando ésta contenga disparates tales como los de Fibertel o Papel Prensa.

No pretendo decir que se trate de temas sin importancia; al contrario, la tienen y mucha, pues están en juego la moral pública (recuerdo la frase de Spengler: “siempre la corrupción de las costumbres principio  fue del mal de las ciudades”) y la libertad de prensa, uno de los valores sobre los que se asienta el concepto de república. Pero tampoco resulta razonable que en la Argentina, aquejada por tantos gravísimos problemas cotidianos, que el Congreso esté dedicado, únicamente, a discutir los temas que propone el Ejecutivo, todos ellos distractivos.

Sin embargo, eso es lo que ocurre. Detrás de estas cortinas mediáticas que despliega el kirchnerismo, y en la cual todos nos enredamos, quedan la inflación, la desocupación, la corrupción, la falta de salud, la inseguridad, la inexistencia de una Justicia independendiente y el deterioro diario de la educación pública.

A este último tema dedicaré esta columna. Ese gran maestro de educadores, ese gran planificador llamado Alieto Guadagni, recientemente designado miembro de la Academia Nacional de Educación, ha generado en los últimos tiempos profundos trabajos en los que analiza la involución que se ha producido en nuestro país, otrora líder regional en el rubro, en materia universitaria. Su propio discurso de asunción –que, con los demás estudios de Guadagni, pongo a disposición de los lectores que lo soliciten- es una pieza magistral en la materia.

Lo que me ha llevado –yo también debo cambiar mi agenda, siempre tan coyuntural- a referirme hoy a un tema de tan largo plazo, fue una conversación que mantuve, días atrás, con uno de los empresarios argentinos que con mayor frecuencia visitan China e India, y que tiene emprendimientos en ambos países.

Recibí, en esa charla circunstancial, una verdadera clase práctica acerca de dos de las tres economías del mundo que más crecen; a punto tal que se han transformado en los motores que han evitado una mayor gravedad en la actual crisis financiera internacional.

Me contaba, volviendo al tema, que Argentina tiene un enorme e insalvable inconveniente para transformarse, más allá de las posibilidades que le brindan su suelo y su especialización en la producción agroindustrial, en una verdadera potencia: la falta de ingenieros, físicos, químicos, geólogos, etc., es decir, de profesionales en ciencias “duras”.

Reflexionando sobre el tema, recordé, por ejemplo, que Japón, con ciento quince millones de habitantes, tiene sólo veinte mil abogados habilitados para ejercer la profesión; Francia, con cincuenta y cinco millones, sólo quince mil. En cambio, el Gran Buenos Aires, con unos once millones, dispone de más de cincuenta mil. Y lo mismo ocurre con los médicos, con los psicólogos, con los comunicadores sociales, con los politólogos.

Y entonces volví a preguntarme a qué se debe esta distorsión tan profunda entre lo que la Argentina verdaderamente necesita y los profesionales que se forman en sus universidades. En un país que, aún hoy, tiene al 40% de su población por debajo de la línea de pobreza, resulta ridículo, y hasta inmoral, que los impuestos que el Estado cobra soporte los ingentes costos de graduar a quienes no son necesarios; y digo “inmoral” porque los pobres, que siguen pagando el IVA sobre los productos de primera necesidad, saben que sus hijos no podrán acceder a la Universidad.

Entonces, el Congreso debería dedicar sus ocios a debatir cuán justo es el ingreso irrestricto hoy en la Argentina, con prescindencia total de cuántos votos pueda arrimar el populismo a la candidatura de cada legislador. Y el debate debería considerar todo lo malo que ese falsificado concepto trae aparejado, precisamente, en el tema que puede poner a nuestro país, nuevamente, en el mapa del mundo real.

Porque, seamos sinceros, esa falta de planificación en materia de educación es la que trae; a) el exceso de profesionales en carreras que la Argentina no necesita, ni necesitará en un futuro inmediato, con la consecuente frustración de sus graduados; b) la superpoblación de una infraestructura edilicia que data, en el mejor de los casos, de hace sesenta años; c) la pérdida de calidad de la enseñanza, por la enorme cantidad de alumnos en cada curso; d) la incapacidad de generar investigación científica, sin la cual ningún país progresa; e) la imposibilidad de brindar servicios de consultoría, tanto al Estado cuanto a la actividad privada, principal fuente de recursos de las universidades de todo el mundo.

Desde la modestia de mi rol, un mero abogado “opinador”, formulo una propuesta, para que sea debatida no solamente por mis sufridos lectores sino en los foros que la Argentina deberá darse para superar uno de los dos, con la Justicia, escollos más importantes para que el país recupere competitividad a la hora de recibir inversiones directas.

La propuesta no puede ser más sencilla. Consiste, básicamente, en determinar qué y cuántos graduados en cada una de las carreras –todas ellas- necesitará la Argentina en cinco, seis, siete, etc., años; esa determinación sería hecha en forma automática, con la información que provean las industrias y el Estado acerca de sus planes de expansión para cada período.

Eso establecerá un primer cupo, al que llamaríamos “indispensable”, que integrarían los mejores promedios, de ingreso y a lo largo de la carrera, de cada disciplina. Ese primer cupo no solamente estaría becado y recibiría gratuitamente su educación, sino que cobraría un sueldo por asistir a la universidad, permitiendo con ello el acceso a los hoy excluidos.

El segundo cupo, determinado exclusivamente por la capacidad física de cada facultad para recibir adecuadamente estudiantes, podría estudiar lo que quisiera, aunque ese deseo no coincida con las necesidades del país. Los integrantes de esta segunda clase de alumnos pagarían, como sucede en el mundo entero, por estudiar.

Si lográramos algo así, y hacemos que la universidad tenga su propio presupuesto, los profesores podrían recibir salarios dignos y muchos, que tienen la vocación necesaria, podrían ingresar a los claustros, ya que podrían vivir de enseñar; las mejores universidades del planeta tienen profesores de tiempo completo, que inclusive viven en los campus, para acompañar el desempeño de los alumnos en forma permanente.

Veamos, ahora, qué ventajas traería la adopción de un sistema como el que propongo:

1.     Mejores sueldos atraerían mejores profesores, que competirían por un lugar en la universidad.

2.    Excelentes estudiantes dedicados a las carreras “duras” harían que las empresas comenzaran a verlas como semillero de los investigadores del futuro, y darían fondos para mejorar la infraestructura de laboratorios y edificios.

3.    Con la concentración de materia gris que la aplicación de los dos puntos anteriores, la universidad se transformará en una consultoría de excelencia para la actividad privada, que pagaría sumas ingentes para obtener esa colaboración, y obligatoria para el Estado que, al menos, dejaría de pagar por la contratación de privados, casi siempre uno de las canales de corrupción.

4.    Inmediata inserción laboral de los graduados, ya que su número correspondería a las necesidades previamente determinadas.

5.    Acabaría el concepto de “estudiante crónico”, ya que no se pagaría el estudio de quien no tuviera excelentes calificaciones.

Obviamente, hasta aquí sólo el esbozo de una propuesta, pero creo que el tema, por su esencial importancia para el futuro de nuestra patria, amerita su discusión más profunda, y he aquí mi modesta contribución; si pueden, perdonen mi arrogancia.

En mi próxima nota, lamentablemente, volveré a los temas de coyuntura, pero me comprometo a formular, más adelante, propuestas similares a otros temas que considero trascendentales: la Justicia, la Defensa, la Seguridad, etc.

 

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