Gadafi: Tiranía, sangre y petróleo
Que fueran Fidel Castro, Daniel Ortega y Hugo Chávez los primeros y únicos jefes de Estado de América y del mundo occidental en salir a defender la orgía de sangre que desata en este momento el dictador Muamar Gadafi contra el pueblo pueblo libio, revela, tanto su identidad con los forajidos que son capaces de no detenerse ante nada con tal de mantenerse en el poder, cómo el límite que traspasarían ellos mismos llegada la circunstancia en que tengan que echar mano a una blizkrieg hitleriana para impedir ser sacados del poder en la forma en que lo está siendo Gadafi: a patadas.
Patente de corso que no recibieron ni Zine El Abidini Ben Alí de Túnez, ni Hosni Mubarak de Egipto, que fueron acusados por los líderes del “socialismo del siglo XXI” de dictadores, piezas de Estados Unidos en la región, neoliberales y dignos del repudio de sus pueblos, pero no porque fueran autócratas que, al igual que Gadafi, se hubiesen perpetuado en el poder, reprimidos implacablemente a los opositores y nombrado sus respectivos herederos, sino porque aceptaron soluciones negociadas, entregaron la presidencia de manera relativamente pacífica y aceptaron que su tiempo había pasado.
No es el caso de Gadafi, aferrado al mando hasta más allá de sus posibilidades históricas, físicas y mentales, pero, no obstante, dando pruebas de que le resulta preferible empujar al pueblo libio al holocausto, antes que permitirle manifestar su hartazgo contra un dictador anacrónico que lo ha disuelto en la anomia, la miseria y la desigualdad más extrema.
Pienso que tanto Castro, como Ortega, -con el apoyo del imperio soviético y del clima de impunidad que privó durante la Guerra Fría frente a culpables de genocidios y crímenes contra la humanidad convictos y confesos- ya dieron testimonios de hasta donde son capaces de extremar la represión cuando se trató de defender el sistema que, según ellos, funda el reino de Dios en la tierra, y consecuentemente, ahogaron en sangre los derechos humanos de los pueblos cubano y nicaraguense durante el tiempo en que, la biología en el caso de Castro, y la política en el de Ortega, les permitió liderar sus respectivas revoluciones.
En cuanto a Chávez hechos más reciente, aunque no en la escala en que Castro y Ortega protagonizaron los suyos, los sucedidos en Caracas la tarde del 11 abril del 2002, cuando un grupo de criminales a sueldo del gobierno chavista detuvo a balazo limpio una manifestación que se dirigía a pedir la renuncia del teniente coronel a las puertas del palacio de Miraflores, dio muestras de que merecía figurar en la galería de los represores implacables, y llegado el caso, no solo de corregirlos, sino de conectarlos con los nuevos tiempos en que las tiranos empuñan las dagas, pero camufladas en la funda de la democracia.
No son, por cierto, los métodos, ni las argucias, ni los mecanismos, ni los remilgos que está empleando el carnicero de Trípoli y Benghasi, quien debe sentir un no disimulado desprecio por la afición de Chávez a las máscaras y disfraces represivos, y desde el momento que oyó el primer grito en su contra, lanzó a la calle la artillería pesada, bombardea ciudades y pueblos con Mig-21 y Mirage de última generación, e irrumpe con tanques de todos los calibres contra manifestantes inermes que solo claman por libertad y democracia y ser gobernados por un jefe de estado distinto al que, después de 42 años en el poder, luce como un carcamán atacado por desvaríos mentales, desplantes típicos de senilidad aguda, y un regusto por desempolvar atuendos de otros siglos que lo hacen humanamente impresentable.
Y de ahí a matar, masacrar, torturar, destruir, arrasar, a hacer alarde del superpoder que solo puede exhibirse en épocas de crisis energética estructural, cuando el coctel letal de tiranía, sangre y petróleo despliega sus rasgos más crueles, siniestros e impunes.
Durante los días en que a las puertas de un ciclo alcista de los precios de crudo como consecuencia de la especulación y la escasez, un terrorista, dictador, corrupto, y culpable de crímenes de lesa humanidad como Gadafi, vuelve a convertirse en un personaje mimado del jet set político internacional, en un fuera de serie exótico, pintoresco y legendario, alabado por Lula y visitado por altos funcionarios de USA, y recibido por Nicolás Sarkozy en el palacio del Eliseo el 10 de diciembre del 2007, luego que una semana antes en Lisboa, en una cumbre la organización Unión Europea-África declarara que “es normal que las naciones débiles se defiendan recurriendo al terrorismo”.
Visita que es también la ocasión para que el beduino que ya nada en los petrodólares del nuevo ciclo alcista, compre a Francia un lote de aviones Air Bus, un reactor nuclear y equipos militares por 5 mil millones de euros.
Pero es durante el 2009 que Gadafi hace su auténtica presentación en sociedad en tierras de Europa y América, empezando con una visita a Italia el 10 de junio, donde es recibido en El Quirinale por el presidente, Giorgio Napolitano y el primer ministro, Silvio Berlusconi; en la ONU, Nueva York, el 23 de septiembre, para pronunciar un discurso en la Asamblea General, y en la isla de Margarita, Venezuela, el 27 del mismo mes, para participar en la II Cumbre África-América del Sur,
Es de estos días que los venezolanos guardan recuerdos del todopoderoso jeque que se aloja en una carpa que hace instalar frente a uno de los hoteles más lujosos de la capital insular, es celebrado como un héroe de importancia histórica mundial por Chávez y sus seguidores, calificado “como el Bolívar de Libia y el Medio Oriente”, condecorado con la “Orden del Libertador en su Primera Clase”, y objeto de un regalo que, no por ser la rutina chavista con visitantes de cualquier origen y rango, deja de provocar rechazo y estupor: una réplica de la espada del Libertador.
Los momentos quizá en que, desde lo más íntimo de su monumental ego, pensó que “el crimen si paga”, que no hay como crearse una carrera de déspota, tirano y terrorista y persistir en ella, para que en cualquier lugar del globo donde los iguales también persisten, recibir aplausos, ser tratado como un genio del mal odiado pero temido, como un personaje con trajes repujados de joyas y piedras preciosas en los cuales se reflejaba una cara, una barba, y unos ojos de otros siglos, de otros milenios.
Debieron ser, también, los instantes en que frente a una playa de ensueño de una isla de ensueño, pensó en retirarse, en estarse uno o dos años más en el poder, y legárselo al hijo elegido para sucederlo, Seif al-Islam Gadafi, y dar inicio a la fundación de una dinastía, a una que por los siglos de los siglos contará la historia de aquel cuasi pastor que desde la ciudad costera y desértica de Sirte, inició la zaga de rey, califa, emir, jeque, emperador de una Era que no obstante ser considerada la más civilizada de la historia, se le rindió a sus pies.
Como este presidente, o cacique Chávez, también petrolero y autoritario, devoto de la fuerza y la violencia y, sobre todo, fascinado por él, el beduino, lector de su opera magna, “El libro Verde”, del cual recita pasajes enteros de memoria, y aspira adaptar en una versión endógena a las características de su patria, Venezuela.
Regresará aquí, después de ceder el poder al príncipe heredero, quien sabe si como peregrino y predicador del “Libro Verde”, o como consejero de presidentes latinoamericanos que aspiren a mantenerse 30, 40, 50 años en el poder.
Y tan tranquilos, tan satisfechos como Moamar Gadafi, que se dio el lujo de violar leyes, maltratar estatutos, desviar normas, tradiciones, culturas, constituciones, pero solo para ser tenido como un héroe de leyenda, como un Gengis Khan, un Napoleón, un Bolívar (lo dijo Chávez) o un Nasser.
Hoy, año y medio después ruge, por el contrario, como una bestia herida y acorralada, su heroísmo rueda como un tinte de pésima calidad, y si piensa sobrevivir, no será entre las páginas de la historia, sino en el camastro de un calabozo rodeado de fantasmas que le pedirán cuentas por sus crímenes.