Opinión Internacional

La confusión de Raúl Castro

Raúl Castro está empeñado en construir un socialismo eficiente y productivo capaz de generar beneficios. Por eso acaba de despedir a medio millón de asalariados innecesarios. El propósito es desligar del Estado al 25% de la fuerza laboral en el plazo de año y medio. Un millón trescientos mil trabajadores serán puestos de patitas en la calle para que los absorba el todavía nonato sector micro empresarial privado. Raúl y sus corifeos repiten que la revolución no puede alimentar a un ejército de trabajadores ociosos. Hay que recortar subsidios y reducir prestaciones sociales.
El general está muy confundido. No entiende nada. Lo obnubilan su falta de experiencia en el mundo empresarial, aunada a medio siglo de jefatura autoritaria del ejército. La búsqueda de eficiencia y productividad son los medios que poseen las empresas capitalistas para competir en el mercado. No son fines. No se desviven por ahorrar, invertir y elaborar buenos productos por amor al prójimo, sino por temor a que otros empresarios las desplacen del mercado.
Sin competencia no hay desarrollo ni progreso. La agonía de producir cada vez más y mejor, empleando la menor cantidad posible de recursos, norma permanente de la rigurosa economía capitalista, es la consecuencia de la competencia. Donde no existe, donde prevalecen monopolios, o donde éstos reciben subsidios del Estado, las empresas privadas tienden a ser ineficientes, se atrasan tecnológicamente, también crujen bajo el peso de plantillas obesas y encarecen sus productos para compensar su incapacidad.
Los fines de los empresarios son dos y están íntimamente ligados: ganar dinero y prestigio social. En general, a más dinero, más prestigio, y viceversa. Algunos, los menos, tienen cierto instinto filantrópico, pero esa pulsión solidaria no los hace mejores ni peores creadores de riqueza, aunque sí los convierten en seres humanos más interesantes y benévolos.
Los fines de los comunistas son otros. Sus burócratas no producen porque sientan la urgencia por ganar dinero y adquirir prestigio que aguijonea a los individuos emprendedores, sino, los mejores, unos pocos, para redimir a la humanidad, y los peores porque quieren medrar dentro del Partido. Para ello construyen sociedades igualitarias basadas en la propiedad colectiva de los medios de producción, en las que suprimen las libertades, y someten al conjunto de la sociedad al calvario de las «dictaduras del proletariado» administradas por fanáticos incompetentes.
La «legitimación» de ese atroz modelo de organizar la sociedad radica en que les garantiza a todas las personas un salario simbólico y ciertos bienes elementales, aunque sean escasos y malos, porque la calidad, el confort y el progreso no forman parte de los objetivos de los Estados colectivistas, como se demostró en la experiencia comunista europea o en China, mientras prevaleció el maoísmo. Es una vidita miserable y sin esperanzas de mejora, pero al menos no hay que «ganársela». Te la imponen.
Raúl Castro, tras repetir, enfáticamente, por milésima vez, que no renuncia al socialismo, se ha acogido, sin embargo, a los modos capitalistas de producir bienes y servicios, como si en Cuba existiera un sistema de economía de mercado basado en la competencia, lo que lo ha llevado a adoptar lo peor de ambos mundos: un socialismo sin prestaciones sociales ni subsidios, sumado a un capitalismo sin competencia, sin libertad para producir y sin mercado, vigilado de cerca por la policía política, porque no se permitirán la acumulación ni las desigualdades.
Esto es como tratar de curar un cáncer con un jarabe para la tos. La enfermedad no tiene nada que ver con el remedio. Esta confusión entre medios y fines, entre métodos y objetivos de sistemas fundamentalmente distintos, no tardará en mostrar sus falencias. Le ocurrió a Gorbachov en Rusia en la segunda mitad de los ochenta. Trató de adaptar algunas normas capitalistas para hacer más eficiente al socialismo soviético y en pocos años descubrió que el engendro marxista-leninista no es reformable: ese disparate, ese sueño de la razón, productor de monstruos, hay que demolerlo. Dulcemente, con voladura controlada y sin degollinas, pero hay que demolerlo.
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