Opinión Internacional

Cepillos de dientes con mangos de oro

 Cuando Anastasio Somoza Debayle huyó a Miami en julio de 1979, el bunker al pie de la loma de Tiscapa en Managua, que fue su último refugio, donde vivía y se mantenía al tanto de las operaciones militares, quedó indefenso y abandonado y los primeros guerrilleros que entraron en aquel recinto considerado hasta entonces una fortaleza inexpugnable, se encontraron con sus estancias desiertas. Hay una foto que revela mejor que nada su conquista final: uno de los guerrilleros, con la dicha pintada en su cara, disfruta metido en la bañera del dictador.

            Comparado con el complejo militar de Bab El Aziziya, desde donde reinaba el coronel Gadafi, el bunker de Somoza parece más bien modesto, apenas unas cuantas oficinas, una sala de sesiones, y un dormitorio. Gadafi tenía un sentido más monumental y más faraónico del poder, y era mucho más histriónico, empezando por su infinita colección de disfraces y uniformes militares, unas veces vestido con suntuosidad oriental, como los califas de las Mil y una noches, y otras de mariscal de campo como cualquiera de los viejos sátrapas latinoamericanos, las vistosas charreteras y la casaca cargada de medallas. Toda clase de quepis, gorros dorados, turbantes de seda. Y sus palacios. Los que ocupaba él, y los que ocupaban sus hijos, pródigo en dispensarles lujos y caprichos.

            Al momento del derrumbe de su régimen de largos cuarenta y dos años, la prole numerosa del coronel Gadafi era de ocho hijos, entre propios y adoptados, unos útiles a su aparato de poder, otros inútiles y ociosos, pero todos ellos dueños de una abundante parcela de riqueza, mansiones, yates, jets privados, flotillas de automóviles, villas en el extranjero, cuentas cifradas, legiones de criados, y protegidos por igual en sus gustos y caprichos.

            Ahora que las mansiones de todos ellos en Trípoli fueron ocupadas por los rebeldes, podemos enterarnos de cómo vivían, de cuáles eran sus gustos y sus manías para gastar el dinero que recibían a raudales de las arcas sin fondo de su padre. Gastar el dinero que no cuesta ganarse, parece ser el más irreprimible de los vicios. Caprichos, fijaciones, obsesiones, fastuosidad. La riqueza es el reino de la exageración. Todo lo que la imaginación y el deseo dicten. Poseerlo todo a la vez, no privarse de nada, encontrar gusto en tener lo que no se necesita. Todo lo que está colocado entre la avaricia y la sensualidad del ocio bien vivido, la riqueza como instrumento de poder y de dominio, la exacerbación sin fin de los sentidos.

            Junto con los rebeldes armados entró el pueblo llano y silvestre en las mansiones amuralladas de la familia, una de ellas la de Al Saadi el Gadafi, el hijo al que papá le compró el sueño de ser futbolista de la liga italiana, lo que logró haciéndose de un paquete de acciones del equipo Udinese.  El muchacho jugó por todo un total de media hora, para luego calentar de manera permanente la banca. Pero eso no es todo. Llegaba a los entrenamientos en un helicóptero, o al volante de un Lamborghini, y siempre a mano su jet privado para escaparse a Paris, aficionado como era a los shows del cabaret Crazy Horse.

            En uno de los infinitos cuartos de baño revestidos de mármol de la mansión abandonada de Al Saadi, cuyas almenas miran al mar Mediterráneo, un muchacho de la calle, que ha entrado en el tropel, se apropia de un cepillo de dientes con mango de oro. No se sabe bien si el cepillo pertenecía al dueño de la mansión, o a Dina, su perra doberman, que disfrutaba de su propia suite, y de su propio cuarto de baño, y solía comer filet mignon, su plato preferido. Un criado se encargaba de lavarle los colmillos tras cada banquete.

            Otro se lleva como trofeo media docena de jeans Diesel, la marca preferida del futbolista fracasado. En un estacionamiento subterráneo hay media docena de vehículos, un Laborghini, un Hummer, un BMW, un Audi, un Mercedes, un Ferrari. Y, por supuesto, en los predios de la mansión, una cancha de futbol profesional, con grama artificial y torres de iluminación. Según las historias que corren, Al Saadi pagó una vez a Maradona un millón de dólares para que lo entrenara. De muy poco le sirvió.

            También ha entrado el pueblo a la mansión de Aisha el Gadafi, abogada de profesión, y a quien se recuerda por haber sido parte del bufete de abogados que se encargó de la defensa de Sadam Hussein. Presidía también en Libia una organización de caridad, para ayudar a los beduinos pobres y a los menesterosos de las calles. Madre amorosa, sólo el pabellón de juegos de sus niños era un verdadero parque de atracciones, y en una sala adyacente había una biblioteca infantil con cerca de dos mil volúmenes. Si a su hermano Al Saadi le gustaban los jeans Diesel, las preferencias de Aisha iban por las chaquetas de cuero Dolce & Gabbana, de las que tenía una amplia colección en sus closets.

            Todos los Gadafi, padre e hijos, se esfumaron como por arte de encantamiento, y solamente quedaron atrás sus mansiones vacías, intactas, cada cosa en su lugar, el aire acondicionado andando, las pilas de videos junto a los televisores gigantes, los gimnasios con sus aparatos a punto, las camas recién hechas, los refrigeradores colmados de alimentos y agua Perrier, los cepillos de mango de oro en los cuartos de baño de mármol.

En la mansión de Aisha, la abogada de los pobres y de los perseguidos, hay que bajar en ascensor hasta el piso que ocupa la piscina de aguas turquesa donde suena en los parlantes ocultos la voz de Beyoncé, la artista pop preferida de los Gadafi, que canta Déjà Vu. Lo ya visto. ¿No es cierto que todo esto ya lo hemos presenciado antes, dictadores que caen, y juntos con ellos la gloria y la riqueza de sus hijos que se creyeron dioses dispendiosos?

En el agua turquesa de la piscina una pelota de goma se balancea sin saber qué rumbo tomar. Todo parece idílico. Lástima. Llenos de furia y resentimiento, los intrusos que andan por todas las estancias, armados de piquetas, barras y palos, no tardarán en destruirlo todo, sin olvidar llevarse consigo lo que puedan, las copas de cristal de bohemia de Aisha, manteles, espejos, alfombras, cuadros, sillones, camas, televisores de plasma. Y los cepillos de dientes con mangos de oro.

 

Roma, septiembre 2011.

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