Marisol se fue en silencio, por Ángela Oráa
In memorian.
Se extinguió a pocos días de cumplir 86 años una luz pionera del Pop Art, conocida como una de las grandes referencias de la escultura y el ensamblaje artístico. En en la década de los 60 se la disputaron las galería más importantes de New York cuando ser mujer en esas lides era una rareza. Su fama trascendió las fronteras.
Conocí a Marisol (París, 1930) en su loft del bajo Manhattan en el marco de una entrevista para la revista Estampas dirigida en aquel entonces por Mariahé Pabón. Lamentablemente extravié el texto original, así que con visión borrosa echo mano a la memoria. La única certeza que tengo es que fue un encuentro con un ser notable. Tenía razón Milagros Socorro: «escribe porque el recuerdo es un acto de traición». Habría que añadir “… y cuando lo hagas, tenlo escrito a buen resguardo”.
Corrían los años 90. La artista venezolana radicada en New York me citó en su casa-estudio una luminosa mañana fría que vaticinaba la llegada del invierno. En un terreno baldío colindante al Hudson River, vivía en un edificio apartado de una extinta zona industrial. Entré por un enorme ascensor de carga.
Me recibió ataviada con jeans y un sweater negro cuello tortuga enorme que arropaba su menuda figura. Escoltada por un par de perros akita, sus guardianes inefables de raza japonesa, me invitó a pasar directo a la cocina para montar un cafecito. Encendió la llama de una estufa algo desvencijada. En un estante aéreo colocado sobre el lavaplatos se podía apreciar la vajilla de porcelana blanca, uno que otro plato, pocas tazas y contados cubiertos.
Su voz aguda y chirriante era la de una niña atrapada en el cuerpo de una mujer. En el fondo de sus grandes ojos negros yace un ser solitario algo asustadizo. Aunque espontánea y natural era de hablar lacónico y carácter taciturno.
De haberla encontrado en la calle la habría reconocido. Mantuvo el mismo look toda su vida. Delgada, huesuda, vestía unisex sin gota de maquillaje y el cabello siempre a lo Chanel.
El espacio desprovisto de paredes permitía de un solo vistazo apreciar integramente la morada. Una mesa de madera rústica con 04 sillas, una cama individual cubierta de lencería blanca; unos libros en el piso; una escultura por allá y una colcha para el descanso de sus perros era todo el mobiliario. El inmenso espacio de generosos ventanales permeaba la luz natural dentro de la austera vivienda con aura monacal.
El día anterior a la entrevista visité la archiconocida galería Marlborough en New York, que exhibía una escultura de gran formato de Marisol a un precio colosal. Recursos nunca le faltaron. Comenzamos a hablar de su obra. Contó que lo único que sabe hacer es trabajar. El arte ocupa su pensamiento las 24 horas.
De poco roce con el mundo exterior me preguntó por Sofía Imber y Simón Alberto Consalvi, su más entrañable amigo, el único que manifestó tener en Venezuela. En realidad nunca vivió mucho aquí. Austera con las palabras, dicen los críticos que el silencio ha sido una forma de expresión que en sus obras brinda “forma y peso”.
Tema delicado y espinoso fue el trágico hecho de haber presenciado el suicidio de su madre. Cuentan allegados a su familia que por largo tiempo quedó sin habla. Quizá nunca pudo fraguar el dolor de un hecho incomprensible. Era una chica rara. Siendo jovencita su pasatiempo era pintar cuando no se autoinfligía castigos como una religiosa de clausura. Como Alfonsina y el mar ¿sabe Dios qué angustia la acompaño?, ¿qué dolores viejos calló su voz?.
Pensó su padre que nuevos aires le sentarían bien y la mando Los Ángeles donde a los 16 años estudió pintura. A los 20 años se muda a la ciudad de New York, donde viviría hasta el último suspiro.
Durante nuestro breve encuentro. Hablaba y a ratos permanecía callada. Aprendí a tomar el pulso de aquellos loops. Confiesa que el principio de su adultez fue duro. Nadie la tomaba en cuenta. De no haber sido por los bienes de una familia próspera de cuyo pasado quiso delindarse, no habría podido sobrevivir en New York donde se hizo conocer como Marisol, a secas.
Tuvo un golpe de suerte al haber sido incluida en la movida artística liderada por Andy Warhool, gurú de la Modernidad. Cuando éste la conocio dijo: “es la primera artista mujer con glamour”. Arbitro de lo cool, fantástico relacionista que potenciaba y congregaba a artistas que hacía participe de sus proyectos con fundamento y contenido, incluyó a Marisol en dos de sus películas: El beso y Trece hermosas jóvenes. Hoy pueden verse en el Archives Museum de NY.
Los periodistas llegaron movidos por las excentricidades que motorizaba Warhool y junto a ellos los galeristas poniéndoles la lupa. Comienza a exponer en la afamada galería Leo Castelli (1957) conoce a Robert Rauschenberg, Jasper Johns, Willemn de Kooning, Marth Rothko y Roy Lichenstein.
Aunque Marisol recorrió varios movimientos artísticos, su estilo siempre fue distintivo y único. «No Pop, No Op, es Marisol!» fue la forma en que Grace Glueck tituló su artículo en el New York Times en 1965.
Nadie sabe cuándo comenzó su adicción por el alcohol. No se casó, tampoco tuvo hijos. Padecía de Alzheimer pero fue una neumonía lo que minó su vida, hecho acontecido en el Presbiteryan Hospital cercano a su casa. Mimí Trujillo, amiga que veló siempre por el bienestar de Marisol, revela que en su testamento pidió que sus cenizas fueran exparsidas en la isla Molokai que pertenece al archipielago de Hawaii y que toda su obra fuera donada al Memphis Brooks Museum of Art ubicado en Memphis (Tennessee, USA).
Cortesía de CLIMAX
Fotos: Ana Luisa Figueredo