Descontrol
“El mundo sabe (…) que aquí en Venezuela se libra una batalla de la cual depende en buena manera el futuro de la humanidad; y no estoy exagerando nada.” Con su particular dispendio discursivo, Chávez ilustraba un punto: ganar la elección presidencial de octubre de 2012 auguraba “la esperanza de la especie humana”. Menuda misión. Menudo vaticinio. Sólo un hombre obsesionado con el poder y el control era capaz de lanzar semejante profecía, de verse a sí mismo bailando al centro de tal gesta. Sólo alguien imbuido por un frenesí de tan titánicas dimensiones podría ignorar cualquier vestigio de realidad que le recordase su propia vulnerabilidad. Después de todo, estaba convencido de que él podría dominarlo.
Un mesías redivivo, un “Big brother” de mirada ubicua, suerte de Bolívar reencarnado y llamado a poner orden en la tierra: para nadie es un secreto la compulsiva obsesión del presidente Chávez por controlarlo todo: lo controlable, y lo que no. Fue así como retando toda lógica terminamos con un exótico huso horario que, amén de evitar que los niños fuesen al colegio “con el tetero en la boca”, favorecería – ¡oh, bendita tropicalidad ignorada!- nuestro metabolismo por sus efectos positivos sobre “el ciclo circadiano”, como explicaba en VTV un entonces leal ministro Héctor Navarro. El tiempo, aún escurridizo y mostrenco, no escapaba al espejismo de control del caudillo. En el más puro estilo orwelliano, nunca sabremos si en nuestra disparatada Oceanía faltó poco para ver un “Ministerio Popular del Tiempo” -toda una metáfora de esa “ficción del poder eterno” sobre la cual disertaba Héctor Schamis al referirse al caso de Lula, en Brasil- destinado, entre otros dislates, a combatir los efectos del desgaste cronológico que aqueja a un Gobierno empecinado en la perpetuación. (Después de todo, en una revolución donde “lo extraordinario se hace cotidiano”, un paso como este podría haber brindado anticipo para la creación del “Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo Venezolano”, por ejemplo.)
Así, tras nueve años de días truncos y tardes que se precipitaban en una precoz oscuridad -con el consecuente derroche eléctrico que ello supone- hoy, finalmente, se nos reintegra el huso horario que siempre mantuvo a Venezuela en sintonía con el resto del mundo. La grosera realidad de la crisis eléctrica obliga a enmendarle la plana a Chávez (y otra vez, a través de VTV, se nos instruye sobre las ventajas de esta nueva mudanza) aunque no faltará algún devoto que acuciado por inconfesables sentimientos de culpa, sueñe con que al salir del aprieto que -según VTV- nos legó “El Niño”, volvamos al dislocado y despilfarrador horario impuesto en 2007. Maduro, siguiendo la línea de su todopoderoso predecesor, asume una nueva instancia de control de lo intangible: sin embargo, sabemos muy bien que las circunstancias de esa potestad, hoy desangelada, han variado drásticamente. Que la tragedia, damas y caballeros, ha mutado en farsa.
Una paradoja es evidente: esa patológica premisa del control, propia de perfeccionistas o de espíritus embullados por la ilusión de su superioridad, no nos ha llevado precisamente a la perfección. El modelo del Socialismo del siglo XXI (pomposo remake de algo que hace rato había venteado ya sus pestilencias) y sus administradores (los mismos que Chávez nos dejó en herencia) zarandeados por la terca creencia de que el control total garantizaría resultados justos e igualitarios para la sociedad, han terminado provocando su ruina. Sólo en un exitoso ensayo de Kakistrocracia o “Gobierno de los peores”, que todo salga mal, que todo se descontrole y envilezca, encuentra plena justificación.
Al referirse a la Kakistocracia, por cierto, el académico Michelangelo Bovero -quien acuña el término- advierte sobre el peligro de que “algunos errores de gramática de la democracia, inadvertidos y tomados por usos correctos lleven a cometer errores en la práctica”. El afán por el control, la compulsiva invasión del espacio privado, el aspirar a la pasiva obediencia ciudadana frente a las disposiciones caprichosas del poder, sin duda conspiran contra una de las condiciones básicas de la democracia, la de la libertad entendida como relación activa de cada individuo con las normas que él mismo contribuye a producir para lo colectivo. En Venezuela, en efecto, un régimen ungido por la mediocridad y el equívoco, empeñado en imponer a toda costa el desvarío autoritario de quien pretendía una sociedad a su medida, no ha hecho sino tropezar con la idea de lo que, supone, es democracia; pero que en definitiva, no lo es.
Algo sí parece cierto: los delirios, como los tiempos oscuros, no pueden alargarse eternamente, ni siquiera en las peores distopías. Desde la perspectiva de un país que al menos recupera treinta minutos del tiempo que le fue expropiado, cabe esperar que la razón se imponga, nuevamente. Que ese ardid insospechado, aún en medio de la apretada cruzada por librar, sea pronóstico del cambio que se avecina, que ya transcurre. Tic-tac.
@Mibelis