El pago de Chile
Alzo mi voz indignada contra la inmerecida ingratitud del país en que nací frente a aquel que nos acogió con una conmovedora generosidad. El silencio de Chile ante la dictadura de facto que nos empuja al abismo deja constancia del condenable olvido del más sacrosanto de los valores del pasado democrático chileno: ser la tumba de los libres y el asilo contra la opresión.
A Diego Arria, en agradecimiento
En junio de 1975, a instancias de los dos principales partidos venezolanos – AD y COPEI – y mientras gobernaba el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez, de gran proyección internacional, se reunió en Colonia Tovar un numeroso grupo de exiliados políticos chilenos, gran parte de los cuales vivía en Venezuela bajo la protección y el financiamiento del gobierno y de las instituciones políticas y estatales venezolanas, con el fin de iniciar las conversaciones que años después dieran fruto en la conformación de la Concertación Democrática. Por orden del presidente Rafael Caldera, primero y de Carlos Andrés Pérez después, se instituyó una norma que sería religiosamente respetada por los siguientes gobiernos: todo funcionario chileno exiliado en Venezuela sería empleado y recibiría el sueldo correspondiente al cargo que le había sido arrebatado por la tiranía de Augusto Pinochet. Lo mismo sucedió con académicos, intelectuales, profesionales y trabajadores, que llegaron por miles a hacer vida en el país. Que los recibió con los brazos abiertos y les brindó una segunda patria.
Respondía así nuestro país al generoso asilo que recibieran nuestras más destacadas figuras políticas y académicas durante sus destierros, causados por las tiranías de Juan Vicente Gómez y Pérez Jiménez. En tiempos en que gobiernos progresistas chilenos cumplieran al pie de la letra lo que ordenaba el himno nacional chileno desde su Independencia: “o la tumba será de los libres o el asilo contra la opresión.” En Chile vivieron desde grandes intelectuales venezolanos como Mariano Picón Salas, que incluso ocupara un alto cargo en la Universidad de Chile en los breves días de la República Socialista de Marmaduke Grove, en los años treinta, hasta nuestros más importantes políticos, como Rómulo Betancourt – amigo personal de Salvador Allende y de Eduardo Frei Montalba -, Valmore Rodríguez y Jaime Lusinchi. Entre muchos otros.
De esa fragua, encendida con el fuego luminoso y lustral de don Andrés Bello, fundador de una de las más ilustres familias chilenas, creador de la Universidad de Chile y responsable intelectual de la creación del Estado chileno, junto a Don Diego Portales, su compadre, y todos los presidentes chilenos que aconsejó y asesoró hasta el momento de su muerte, surgieron espléndidas creaciones culturales, como el Instituto Pedagógico de Caracas. Fundado a instancias de Mariano Picón Salas con la colaboración de grandes historiadores, geógrafos e hispanistas chilenos. Que crearon una corriente de intercambio espiritual jamás interrumpida. Como lo demuestran los grandes intelectuales chileno-venezolanos que hacen vida en Venezuela, como el geógrafo Pedro Cunill Grau y los constitucionalistas y especialistas en derechos humanos Raúl Arrieta Cuevas y Héctor Faúndez Ledesma. Sin cuyo concurso es impensable la democracia venezolana, hoy en grave peligro de sobrevivencia.
Son miles los chilenos acogidos durante los aciagos años de la dictadura del General Pinochet. Y admirables las acciones de personalidades venezolanas – en el campo de la política, pero también en los del arte, la cultura, el periodismo – que pusieron sus vidas al servicio de la lucha contra la dictadura. ¡Cuántos presos políticos chilenos, secretarios de partidos, ministros, vice ministros y simples militantes de izquierda y de centro, profesionales, artistas, trabajadores, académicos, pudieron salvar sus vidas y reconstruirlas al calor de la incomparable solidaridad del pueblo venezolano!
El aporte de Diego Arria fue ejemplar. Con dedicación, lucidez y coraje logró rescatar de las garras de la dictadura a media docena de líderes esenciales para la lucha por la redemocratización de su país. Y su comportamiento con su amigo, el canciller y ministro de defensa chileno Orlando Letelier, fue sencillamente conmovedor. Luego de liberarlo de las terribles condiciones de su prisión de la isla Dawson, en el frío y desértico extremo austral chileno, debió asistir a su familia luego de que fuera asesinado por la DINA, el servicio secreto de Pinochet, junto a su secretaria en las calles de Washington. Y lo trajo a Caracas para darle cristiana sepultura en nuestra tierra. Empleó en la Gobernación de Caracas, entonces a su cargo, a nuestro querido amigo, el periodista Carlos “el negro” Jorquera, portavoz de Salvador Allende, a quien acompañó hasta su último aliento en el palacio de La Moneda, y al que volviera por primera vez tras 18 años, conmovido por la emoción, como invitado especial de la comitiva del Presidente Carlos Andrés Pérez a la transmisión de mando de Don Patricio Aylwin. Tuve el inmenso honor de formar parte de esa comitiva, junto a Soledad, mi esposa.
Tan importante como el de Diego Arria fue la gestión del canciller Ramón Escobar Salom, quien logró la liberación del secretario general del Partido Comunista Luis Corbalán. Y el cuidado puesto por el embajador Asdrúbal Aguiar en el manejo de nuestras relaciones con la dictadura. Sin dejar jamás de velar por los derechos humanos de los perseguidos políticos. Los artistas e intelectuales venezolanos se movilizaron incansablemente en la denuncia de las atrocidades y desafueros de la tiranía: desde Pedro León Zapata a María Teresa Otero, no hubo pintor, escultor, dramaturgo, actor, periodista, académico que no le diera parte de su vida a los esfuerzos del aherrojado pueblo chileno por liberarse de las garras de la dictadura militar. No hubo concierto que diera Soledad Bravo entre 1973 y 1988 en el que no cantara dos o tres canciones dedicadas a la liberación del pueblo chileno: A Salvador Allende en su combate por la vida, de Pablo Milanés, Santiago de Chile, de Silvio Rodríguez y Ríos de sangre, de Violeta Parra, a la que agregó una estrofa final de denuncia a la canalla fascista.
¿Cuántos de quienes hoy muestran el mayor desinterés en los atropellos dictatoriales que sufrimos los venezolanos fueron recibidos, alojados, alimentados y empleados por los demócratas venezolanos? ¿Cuántos de quienes recibieron fuertes estipendios y mesadas para mantener sus parapetos en México y otros países del mundo se han expresado contra la tiranía castro chavista? ¿Cuántos de ellos apoyan al régimen usurpador de los herederos de Hugo Chávez, que vive el último tramo de su vida en La Habana?
Peor aún; ¿cuántos de los profesionales que salieron de Chile por estar en desacuerdo con el gobierno socialista de Salvador Allende y fueron acogidos con inmensa generosidad por empresarios venezolanos como Ricardo Zuloaga y cuentan con suficiente influencia sobre el gobierno de Sebastián Piñera han alzado su voz en contra de los atropellos que sufrimos? Pues no sólo la izquierda y el centro muestran la dura ingratitud del pago de Chile. También liberales y conservadores, lo que roza el absurdo. Chile ha vuelto la espalda a sus más sagradas obligaciones, como lo ha dejado escandalosamente en claro el chileno José Miguel Insulza, otro beneficiado de nuestra extinta democracia.
Alzo mi voz indignada contra la inmerecida ingratitud del país en que nací frente a aquel que nos acogió con una conmovedora generosidad. El silencio de Chile ante la dictadura de facto que nos empuja al abismo deja constancia del condenable olvido del más sacrosanto de los valores del pasado democrático chileno: ser la tumba de los libres o el asilo contra la opresión.