¡Winston is back!
Mientras más lo leo, más me convenzo de que, por el dominio del lenguaje, la precisión de sus comentarios y la elegancia que derrochaba en sus palabras, Winston Churchill está a la altura de los más señeros hombres de letras de Inglaterra: Shakespeare, Gibbon, Eliot, Scott. Su narrativa es poderosa; su prosa, impecable, refinada y airosa. Ya pasados tantos años de su muerte no debiera haber quien crea —como muchos lo supusieron en su tiempo— que el Nobel de literatura que le concedieron en 1953 fue algo regalado a alguien que estaba de moda, aunque ya sin poder político. Otros, pensaban que se lo habían otorgado por los discursos que pronunció entre 1939 y 1945, que sirvieron para mantener unido y luchando al pueblo y las fuerzas armadas del Reino Unido. En verdad son piezas impecables, pero desde “My Early Life: A Roving Commission” —donde narra sus aventuras en el Sudán, como oficial de la fuerza británica que puso fin a la rebelión de los derviches y en Suráfrica como corresponsal y prisionero de guerra en el conflicto con los Boers—, pasando por “The River War” y hasta los seis volúmenes de “The Second World War”, lo hicieron más que merecedor del premio.
Empleo como título, el texto enviado con regocijo por el Alto Mando Naval británico a todas la flota cuando Churchill fue nombrado nuevamente Primer Lord del Almirantazgo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial (ya había ejercido ese cargo durante la Primera Guerra). Y lo empleo porque ya algunas veces he escrito sobre él. En uno de mis artículos glosé lo que él relató de su desempeño como teniente de lanceros en la batalla de Omdurman, una de las acciones llevadas a cabo por el ejército británico en contra de una facción de fundamentalistas islámicos en el norte del Sudán. Al recordar el peligro que corrió, escribió: «En un respecto, una carga de caballería se parece mucho a la vida ordinaria. Mientras uno está firmemente sentado en la silla, con dominio de la cabalgadura (…) bien armado y dispuesto, los adversarios se apartan. Pero tan pronto como uno ha perdido un estribo, o le han cortado una rienda (…) de todas partes, los enemigos le saltan encima a uno». Una gran verdad que podemos certificar la mayoría…
Todo este introito es para decirles que estoy releyendo por tercera o cuarta vez la “History of the English-Speaking Peoples” y me he encontrado con algunas frases que se adaptan muy bien a la circunstancia actual venezolana. En una, Sir Winston cita a Santo Tomás Moro cuando este define “gobierno” —pero que también le cabe a “régimen”, que es lo que tenemos por aquí—: “la conspiración de unos hombres acaudalados que buscan su propio bienestar amparándose bajo el nombre y el título de pueblo”. Claro que los mangantes criollos llegaron al poder sin recursos económicos; esos se los han procurado en estos diecisiete años de latrocinio descarado. ¿De dónde?, a ellos no les importa; les da lo mismo que sea de las bóvedas del Banco Central, de los negocios con bolichicos, de sus contactos con la narcoguerrilla y hasta —lo sospechábamos, pero solo ahora nos queda patente— desvalijando y matando buscadores de oro en Guayana.
Cuando narra la invasión escocesa a territorio inglés en tiempos de Charles I detalla que los invasores le cobraban al gobierno “…31 mil libras al mes más el costo de su equipamiento. Un brillante prospecto se abría para las ambiciones de los escoceses. Obtenían lo mejor de dos mundos: habían sido invitados a invadir a un país rico a las propias expensas de este”. Si cambiamos “escoceses” por “cubanos” y le agregamos bastantes ceros a la derecha de la suma anterior, nos encontraremos con la realidad nuestra: por invitación de Boves II, un país menos rico, con menos población y con menos extensión territorial nos invadió y le pagamos (y le seguimos pagando) por convertirnos en colonia suya. Desde las triangulaciones con la isla de todo lo que importa Venezuela, pasando por la entrega a los cubiches de cosas tan trascendentales como la identificación de personas y el registro de propiedades, hasta la bajada de pantalones de los altos mandos ante las órdenes impartidas por la gerontocracia, todo indica que los dos, en mala hora, últimos presidentes —el pitecántropo sabanetense y el bobo de nacionalidad ignota— regalaron la soberanía nacional. “Soberanía”, una palabra con la que se llenan la bocota pero que con cada día que pasa la han hecho disminuir. El adagio, con razón, predica: “dime de qué te jactas y yo te diré de qué careces.
Y cuando habla de Cromwell es cuando hace el retrato más parecido a lo que nos toca sufrir hoy: “Para el grueso de la población, su gobierno se exteriorizaba en la forma de innumerables y miserables pequeñas tiranías, y así llegó a ser aborrecido como ningún otro gobierno ha sido aborrecido en Inglaterra, antes o después (…) Una y otra vez se vio forzado a amenazar y a emplear el poder de la espada; por lo cual el gobierno, que buscaba ser una alternativa constitucional, (…) se convirtió, en la práctica, en una autocracia militar”. Paro aquí, porque nada hay que añadir. En estas últimas líneas se resume la tragedia venezolana…