La máscara de la profesora de literatura
Como ocurre todos los años, vuelven las máscaras, es decir, los disfraces con los que asumimos una personalidad diferente a la que habitualmente mostramos. Los tratadistas afirman que la máscara tiene y ejerce un poder que “deriva de los tiempos muy antiguos en los que todas las criaturas tenían una existencia dual tanto humana como animal. Eran internamente humanos, desde luego; pero llevaban máscaras de diversos animales y pájaros. Cuando querían mostrar su aspecto humano se quitaban las máscaras. Entonces podían hablar y pensar diferenciándose de los animales, incapaces de hacerlo”.
Tal vez, aventuran algunos, con el transcurrir del tiempo pudo suceder lo contrario: algunos animales que permanentemente llevaban levantada la máscara se fueron volviendo humanos. Son esos seres hoscos, violentos o taciturnos con los que nos cruzamos en las calles. De igual manera, la máscara se asocia a los ritos y ceremonias y en la aurora de los tiempos éste debe haber sido un uso constante. Es de suponer que el hombre o la mujer que se pongan una máscara para oficiar en algún determinado ritual o ceremonia pueden convertirse en seres amables o terroríficos. Colocarse una máscara de dios o de demonio permite irradiar durante la ceremonia el poder sobrenatural que confiere ser dios o demonio.
Por eso me aflige y asusta pensar que seguramente al quitárselas siguen manteniendo la personalidad que creían haber ocultado. Es el peligro de la máscara. Ella puede controlar el mundo invisible que se mueve en nuestro interior, las diferentes formas y combinaciones humanas o animales a veces monstruosas que se dibujan dentro.
Dentro de la fiscal Ortega permanece oculta una profesora de literatura que si así lo quisiere podría disertar sobre el poeta uruguayo Aristóbulo Istúriz, celebrado autor de Cien años de soledad tal como hizo con Víctor Hugo, de Nicaragua. Ella eligió la máscara de Fiscal y no la de profesora de literatura porque la de fiscal es la que lleva en el interior de su alma, arrinconada allí por temor a mostrar la literaria y verse expuesta a las reacciones adversas e ignorantes de la sociedad a la que pertenece. ¡Ella, la fiscal, es en realidad una experta literaria que asombra con sus conocimientos!
La máscara con la que participamos en el desafuero del Carnaval comporta y arrastra el riesgo de que revele lo que realmente quiere personificar. Por eso, la “negrita” chillona, atolondrada y sexualmente impetuosa que atormenta a los hombres que se disfrazan de ella durante el frenesí del Carnaval no es mas que el oculto y reprimido deseo sexual que, de no ser resuelto, (¡la máscara puede ayudar!), obligará a quien lo reprime a ser para siempre una escondida “negrita” de Carnaval. La transformación que ejerce la máscara tiene algo de misterioso y de vergonzoso precisamente por el carácter equívoco y ambiguo que produce querer ser otro pero continuando siendo el que se es. Por eso, los simbolistas anotan que las metamorfosis tienen que ocultarse; lo que explica la presencia de la máscara.
La ocultación, dicen, tiende a la transfiguración, a facilitar el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser: ¡ese es su carácter mágico! La máscara equivale a la crisálida. Todos vivimos bajo el disfraz. El actor en el teatro o frente a las cámaras; el tirano oculto tras la máscara del demócrata; el demócrata escondido detrás del caudillo; el académico personificando a Cantinflas. La profesora de literatura sentada en un escritorio de la Fiscalía. El niño transformado en Superhéroe; el famoso pintor deseando ser Marilyn Monroe y hay quien dominado por un ego muy exaltado tiende a disfrazarse de Narciso, enamorado de su propia imagen.
Sin embargo, ¿qué fue lo que escribió Ernesto Sabato en Antes del fin?: “También los grandes carnavales de otros tiempos eran como un vómito colectivo, algo esencialmente sano, algo que los dejaba de nuevo aptos para soportar la vida, para sobrellevar la existencia y hasta he llegado a pensar que si Dios existe, está enmascarado”.
En todo caso, lo glorioso reside en el hecho de alcanzar con la máscara el mayor de los anhelos: ¡Liberarse uno de sí mismo para ser otro, aunque solo sea durante los breves e intensos días del carnaval y confundir a Víctor Hugo con algún oscuro poeta de Nicaragua.
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