Hiper-presidencialismo: activismo y aislamiento en política exterior
El hiper-presidencialismo se sustenta en la rudimentaria idea de la transferencia incondicional de la soberanía, sin que medien contrapesos ni controles efectivos. En política exterior se ha hecho sentir durante el gobierno del Presidente Chávez de dos maneras contradictorias: activismo y aislamiento La presencia internacional de Venezuela aún desde antes que el Presidente Chávez asumiera su cargo, ha estado marcada por lo que ahora aparece asentado en el texto del proyecto de constitución: el presidencialismo en su expresión más intensa y extrema que cabe pensar en términos de hiper-presidencialismo.El hiper-presidencialismo se manifiesta en todos los ámbitos de la vida social. Se sustenta en la rudimentaria idea de la transferencia incondicional de la soberanía, sin que medien contrapesos ni controles efectivos. En política exterior se ha hecho sentir durante el gobierno del Presidente Chávez de dos maneras contradictorias: activismo y aislamiento.
Activismo
Con un total de quince viajes y más de cincuenta días fuera del país desde que asumió la presidencia, a los que se añaden las giras por América del sur, el Caribe, Estados Unidos y Europa emprendidas entre el momento en el que fue elegido y el de su toma de posesión con un acto que en su momento fue comparado con la llamada coronación de Pérez en 1989, resulta tremendamente impresionante el peso que en la gestión presidencial ha tenido una manera muy peculiar, de atender las relaciones con el mundo.
La preocupación por lograr la confianza en gobiernos e inversionistas para la llamada «revolución democrática» ha estado explícitamente presente desde los viajes previos a la toma de posesión, en los primeros contactos internacionales del Presidente una vez en su cargo, y muy especialmente en las giras organizadas en septiembre y octubre – primero Nueva York y Washington, luego Alemania e Italia, y en estos días China, Japón, Corea del Sur, Hong Kong, Malasia, Singapur y Filipinas. De hecho, cuanto más avanzaba el proceso constituyente, más necesarias eran las aclaratorias y explicaciones al mundo sobre la fe que debía tenerse en su carácter democrático: desde la definición de las bases, pasando por la campaña electoral presidencial, hasta la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente con sus declaraciones iniciales de emergencia de los poderes públicos y su innecesaria e inconveniente beligerancia contra la institucionalidad.
En general, comparto una idea que hace años escuché a un colega y buen amigo: que usualmente las explicaciones son innecesarias porque los conocidos no las necesitan y a los desconocidos no les interesan. En este caso, y desde mi punto de vista, tanta necesidad de explicación ha puesto en evidencia lo poco convincentes que son nuestros argumentos en un mundo en el que las palabras valen menos que los hechos, pero en el que las contradicciones en las palabras cuentan mucho más de lo que pudiera parecer.
Hay, por ejemplo, una larga suma de contradicciones en lo dicho respecto de las relaciones con Colombia y con Estados Unidos, así como de los compromisos con la integración andina; tres ámbitos fundamentales para Venezuela. Las palabras con las que a fin de cuentas han sido desafiadas de manera innecesaria e inconveniente estas relaciones no son olvidadas por nuestra audiencia internacional: lo que se dice aquí adentro sobre la guerrilla colombiana, en China sobre la hegemonía estadounidense, o en el exterior sobre la oposición. Así las cosas, tanta explicación parece inútil, cuando menos por confusa y llena de contradicciones.
En cuanto a lo hecho, hay allí otro flanco muy débil para desarrollar relaciones en las que se proyecte confianza: tanto en lo político como en lo económico es muy difícil proyectar la estabilidad y transparencia programática e institucional que no se tiene.
Desde que el Presidente Isaías Medina Angarita inició en Venezuela la diplomacia presidencial y hasta el sol de hoy, han cambiado muchísimas cosas en el mundo y en el sentido de la diplomacia. En aquellos tiempos, y yo diría que hasta comienzos de los años sesenta, el Presidente era un emisario muy especial que -en efecto- comunicaba directamente a sus interlocutores visitados información sobre los proyectos e intereses de su país a la vez que sellaba con su presencia el compromiso de Estado con esos propósitos.
Lo que ha cambiado no es poco, de modo que visitas y encuentros de Presidentes y Jefes de Estado no tienen hoy el propósito de informar sobre lo que ocurre en sus países: a eso ya todo el mundo tiene acceso por muy diversas fuentes.
De modo que sin restar importancia al peso que el estilo personal de quien ejerce la presidencia efectivamente tiene en estos contactos, hoy es más cierto que nunca que lo que sanamente debe transmitir una visita presidencial es un compromiso de Estado con unos principios y con unos programas y políticas.
Aislamiento
A pesar de la intensidad de los viajes y contactos internacionales del Presidente Chávez y no obstante la iniciativa democratizadora concebida y puesta en marcha desde nuestra Cancillería, la política exterior del actual gobierno es una de creciente aislamiento. Y en tanto encierro en nosotros mismos hay dos maneras de mirar a ese aislamiento, y las dos limitan seriamente los prospectos para de una transición necesaria hacia una sociedad más democrática, justa y próspera.
El aislamiento hacia afuera es la primera modalidad, sin duda la más familiar. Se refiere usualmente a la poca disposición de gobiernos -y sociedades- para involucrarse en cuestiones internacionales, de modo que en los países y momentos en los que se manifiesta se caracteriza por el volcamiento interior y el poco activismo internacional. Los Estados Unidos -que desde los tiempos de George Washington han sostenido durante la mayor parte de su trayectoria una actitud básica de aislamiento, no obstante sus intensas y tremendamente impactantes intervenciones en la política hemisférica y mundial- son hasta hoy un claro ejemplo de lo bueno y lo malo de la ilusión del aislamiento.
Por otra parte, en lo que nos interesa y toca más de cerca, hay ciertas formas de activismo internacional, centradas en el corto plazo y en la ilusión de que lo doméstico tiene vida propia, que también promueven el aislamiento. Es esto lo que ocurrió con la política exterior venezolana durante el segundo mandato de Caldera y lo que ha continuado en los dos últimos años con el de Chávez: la intensidad en la atención a ciertos asuntos internacionales es movida por el interés en promover internacionalmente las ideas y programas nacionales así como en lograr confianza de ciertos sectores políticos y económicos que son cruciales para su éxito; nada extraño por cierto, excepto que que las ideas -bastante confusas- son más difíciles promover cuanto más se clarifican y precisan (como en el texto de proyecto constitucional), nuestras conductas son crecientemente difíciles de asimilar por nuestros interlocutores vistos los muy bruscos e innecesarios movimientos de timón (derechos humanos, Colombia, Comunidad Andina de Naciones), y nada de esto puede ser compensado con discursos que en uno y otro lado (New York o París y La Habana o Pekín) proponen objetivos contrapuestos.
De manera que aun sin analizar cuánto de todo esto deriva de la incomprensión del ambiente mundial en el que nos movemos, el resultado es nuestro creciente e inconveniente aislamiento de procesos globales de transformación económica y política muy importantes -que no se desarrollan/negocian precisamente en La Habana- en los que deberíamos ser activos participantes.
Otra modalidad de aislamiento -hacia adentro- implica separar la actuación internacional de la vida sociopolítica y económica del país. Comienza por creer en la delegación incondicional y sin intermediación de la soberanía, así como por pensar en la política nacional como un ámbito autárquico, y se manifiesta en el desarrollo de relaciones internacionales que en sus aspectos fundamentales dependen de decisiones estratégicas que quedan en manos del Presidente o, cuando más, del Ejecutivo.
Es propio de esta fórmula que desde la Jefatura del Estado la crítica sea desestimada, ignorada o descalificada; también es típico de ella la propensión a asumir riesgos, facilitada sin duda por la pérdida de contrapesos y de controles institucionales.
Este rasgo, sin duda, está asociado al sistema presidencialista y se ha manifestado en otros momentos de nuestra historia reciente, habiéndole costado muy caro, más de lo que cabría haber esperado -por ejemplo- al Presidente Pérez en su segundo mandato. Sin embargo, ahora emerge con mayor fuerza que nunca.
De nuevo, el proyecto de constitución antes que frenar esta tendencia, favorece la centralización de decisiones y el debilitamiento de los controles, a la vez que una mirada poco refinada del país y del mundo en el que nos toca movernos, promoviendo -en medio de un inusitado activismo internacional- nuestro aislamiento, en todos sus sentidos y perversas consecuencias.
Si en algún aspecto se ponen en evidencia las particularidades de un sistema presidencialista es en el de la política exterior. En cualquier país latinoamericano -no obstante las particularidades de cada institucionalidad- los presidentes tienen un ostensible impacto de fondo y forma en las orientaciones de las relaciones con el mundo. Ahora bien, cuanto más estable y «refinada» es la institucionalidad, menos sujetas están las sociedades a cambios bruscos derivados de la alternabilidad en el máximo cargo ejecutivo; dicho de otro modo, cuanto más desarrollados están los mecanismos que promueven, sustentan y controlan la responsabilidad gubernamental en la adquisición y cumplimiento de los compromisos internacionales, más estable, eficaz y de mejor calidad será nuestra vinculación con el mundo.
De cara al proyecto de constitución a ser sometido a referendum el 15 de diciembre, nos encontramos entre dos extremos: por una parte, el riesgo cierto del ejercicio muy libre de las facultades presidenciales para comprometer internacionalmente al Estado y hacer importantes giros en las orientaciones mismas de la política exterior -en circunstancias que dentro y fuera del país lo permiten- y, por la otra, el riesgo -también cierto- de que aquellos acuerdos que afecten la soberanía puedan ser sometidos a referendo, siendo que no hay acuerdo que no la afecte -es decir- que no implique en alguna medida transferir capacidad de decidir y rendir cuentas a otros.
En realidad, y más allá de la política exterior, lo que está ocurriendo en los hechos y en la letra del proyecto de constitución es, por una parte, el fortalecimiento del presidencialismo, con menores contrapesos que antes y, por la otra, el impulso a una eventual contención o legitimación por parte del soberano a través del referendo, la consulta popular o el plebiscito. Sobre la primera, no debemos olvidar que la calidad de las decisiones y las políticas está en estrecha y crítica relación con el pluralismo que precede su selección; sobre la segunda, es costoso ignorar que si en algún ámbito de las políticas públicas la democratización mal entendida deriva muy fácilmente en demagogia, es en el de la política exterior. Esas dos condiciones, en suma, favorecen el activismo aislacionista del hiper-presidencialismo.
Internacionalista.
PhD en Ciencias Políticas.
Profesora Titular de la UCV.
Email: [email protected]