Opinión Nacional

El aprendizaje patológico de la sociedad venezolana

Nuestra sociedad se encuentra experimentando un agudo proceso de aprendizaje patológico, que en lugar de conducirle a superar las fallas y errores que la han traído a su crisis actual, tendrá como resultado una intensificación de esa crisis, obstaculizando nuestras posibilidades de mejorar como colectividad en los tiempos venideros. Durante las décadas de los cincuenta y hasta los setenta, autores como Herbert Simon, Karl Deutsch y James March, entre otros, argumentaron que las sociedades —así como los individuos— experimentan procesos de aprendizaje, y articularon los conceptos de aprendizaje simple (referido a los cambios en los medios de acción), aprendizaje complejo (que tiene que ver con los cambios en los objetivos), y aprendizaje patológico (que se refiere a aquellos procesos que de hecho impiden el crecimiento del conocimiento social, orientado a estimular el desarrollo creador de la comunidad).Mi propósito en lo que sigue es sostener que la sociedad venezolana se encuentra experimentando un agudo proceso de aprendizaje patológico, que en lugar de conducirle a superar, así sea gradualmente, las fallas y errores que la han traído a su crisis actual, tendrá como resultado una intensificación de esa crisis, obstaculizando decisivamente nuestras posibilidades de mejorar como colectividad en los tiempos venideros, de curar nuestras heridas, doblegar nuestros traumas, propender al aumento en nuestro nivel de vida, así como del nivel de satisfacción global con nuestros logros como comunidad nacional organizada.

Este aprendizaje patológico tiene causas complejas. Algunas de ellas poseen hondas raíces históricas, que se remontan a la brutal ruptura con el pasado que significó la guerra de independencia, guerra que en nuestro país fue particularmente cruel, y cuyo principal protagonista, Simón Bolivar, no pudo —desafortunadamente— orientar hacia la construcción de un Estado en forma, estable, próspero, y duradero. Esa ruptura ha dejado a los venezolanos en una especie de limbo sicológico por mucho tiempo, y reiteradamente oscurece la comprensión que tenemos del pasado, y como consecuencia, también del presente. No obstante, más a mediano plazo, las raíces de nuestra situación, y de las dificultades que como sociedad tenemos para extraer un aprendizaje creador de nuestra crisis contemporánea, tienen que ver con el impacto de la riqueza petrolera y el populismo político sobre una sociedad que ha acabado, paradójicamente, por buscar el remedio de sus males en las mismas causas que los originan.En otras palabras, la realidad que hoy vivimos, y cuyo más revelador símbolo se halla reflejado en los debates de la Asamblea Nacional Constituyente, así como en la Constitución que de la misma está emergiendo, no significa otra cosa que la profundización de nuestra dependencia del Estado y del petróleo en términos de nuestra existencia socioeconómica y capacidad productiva, así como del populismo en términos del esquema mental y marco político que pretendemos usar para adentrarnos en el nuevo siglo.

En el terreno político, el proceso que vivimos representa además un retroceso hacia las formas de control autoritario y centralista que han jugado tradicionalmente papel preponderante en nuestra historia. En lo económico, la nueva Constitución no hace otra cosa que reforzar el papel tutelar del Estado, a lo que se suma una feroz y casi surrealista campaña de quienes nos gobiernan contra un fantasma, denominado «capitalismo salvaje», que en realidad jamás se ha paseado por un país que —de hecho— ha tenido muy poco capitalismo, salvaje o de cualquier otro tipo, y que se ha caracterizado más bien por el predominio del estatismo socializante y el corporativismo. Este retroceso hacia las ideas económicas de la «izquierda planificadora» (como me gusta llamarle), se ve a su vez plasmado en una Constitución que pretende conquistar la «justicia social», concediéndole al Estado la atribución y el deber de «garantizarle» a la gente todo lo que se refiere a su bienestar material, sin que por supuesto se repare en los costos de semejante utopía, mucho menos en las frustraciones que inevitablemente se suscitarán una vez que tan irresponsables expectativas choquen, de nuevo, con la realidad de nuestra miseria productiva y competitiva, así como con la bien conocida incapacidad del Estado para cumplir tales misiones.A lo anterior cabe añadir un aspecto sicológico, de singular importancia. El aprendizaje social se traduce, en última instancia, en nuevas actitudes de parte de una colectividad hacia sí misma y hacia el entorno que la rodea. En este crucial ámbito, el retroceso que actualmente experimenta la sociedad venezolana es notorio y esterilizador. Por un lado, al acudir de nuevo a un bolivarianismo romántico y abstracto, estamos buscando seguridades síquicas en la imagen mítica de una figura histórica que —a pesar de todo el respeto y admiración que merece— al fin y al cabo vivió hace doscientos años, y cuyo pensamiento fue formulado para responder ante realidades muy distintas a las que impone el nuevo milenio que tenemos ante las puertas. Por otro lado, nuestra inmensa necesidad de auto-estima, originada en el duro contraste entre nuestras ilusiones («Venezuela Líder del Tercer Mundo», «Venezuela Gran Poder Petrolero», «Venezuela Creadora de Repúblicas», etc.), y nuestras tristes realidades (pobreza de la mayoría, fracaso estrepitoso de nuestra salud y educación públicas, violencia y crimen generalizados), nos está conduciendo a un marcado chovinismo en nuestras relaciones internacionales. El mismo se expresa, por ejemplo, en los patéticos artículos sobre territorialidad de la nueva Constitución, que nos colocan de hecho fuera del ámbito del derecho internacional, así como en las renovadas pretensiones de «liderazgo» mundial de nuestros dirigentes, que nuevamente deambulan por el globo terráqueo pronunciando discursos grandielocuentes, y generando el menosprecio sarcástico de aquéllos que se ven forzados, por interés y/o cortesía, a escucharles.El desafortunado y corrosivo aprendizaje patológico que está teniendo lugar en Venezuela, implica un severo retroceso histórico, que nos coloca en posición aún más vulnerable y desprotegida —política, económica y sicológicamente— frente a los desafíos de la modernización y el nuevo siglo. Estoy consciente de que esta es una opinión minoritaria en los actuales momentos venezolanos, y de que admitirla, hasta para los pocos que estén dispuestos a hacerlo, resulta en extremo doloroso. Sin embargo, estoy convencido de que se trata de una opinión sustentada en los hechos, y de que la misma será confirmada cada día que pase, a medida que se despliega el ejercicio del poder por parte de los que ahora conducen nuestros destinos. Este sector político y social, embriagado de buenas intenciones sustentadas en ideas anacrónicas, resentimiento, e incapacidad de aprender, avanza sin pausa por un sendero que sólo puede llevarles a un nuevo y todavía más lamentable fracaso, resultado que —por desgracia— nos afectará a todos los que habitamos en la Venezuela de este tiempo, y a las generaciones por venir. Será acaso necesaria esta nueva experiencia de fracaso histórico para que, al fin, reaccionemos a través de un proceso de aprendizaje creador y no patológico? Nadie puede asegurarlo. Las sociedades no tienen necesariamente que «ir a alguna parte»; bien pueden estancarse, o retroceder, o hasta morir (como lo muestra la historia). La Venezuela de hoy no está «avanzando» hacia ningún lado, ni se encuentra estancada. Está, de hecho, retrocediendo, y no se ven por lado alguno fuerzas capaces de detener y revertir ese proceso.

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