Opinión Nacional

Para repensar la política exterior

Hace varias semanas fue dado a conocer en el Ministerio de Relaciones Exteriores un documento que bajo el título Política exterior integral. Un solo país propone -en líneas gruesas- una transformación de la política exterior que la haga más democrática, que la asuma en todas sus dimensiones -más allá de la diplomacia restringidamamente concebida- y que perfile el nuevo papel -visión y misión- que corresponde al Ministerio de Relaciones Exteriores. En un segundo momento, el propio MRE inició lo que promete ser una serie de jornadas en las que se conversará en amplios y diversos grupos de funcionarios, expertos e interesados sobre los grandes temas y problemas de las relaciones de Venezuela con el mundo. Comento de seguidas lo que, en trazos muy gruesos, me sugieren tanto el anuncio de transformación de la política exterior, como la primera jornada, dedicada a debatir sobre los lineamientos para una política exterior en la Comunidad Andina de Naciones y con/hacia Colombia.

El discurso y la práctica de la democratización

Aún al margen las circunstancias particulares que vivimos -o quizá tomándolas muy en cuenta- tengo algunos acuerdos fundamentales con los trazos gruesos del documento Política exterior integral. Un solo país. En efecto, creo que la realidad misma ha estado imponiendo la apertura de los procesos de formación de una política exterior que de hecho está condicionada cada vez más por una nueva vinculación entre nuestras necesidades como sociedad y nuestras relaciones con el mundo, por la multiplicación de actores y sectores afectados-interesados en esas relaciones, y por el ensanchamiento y la multiplicación de los canales locales, nacionales y transnacionales para influir en la definición y la atención a orientaciones y estrategias de vinculación internacional.

En general entonces, la democratización de la política exterior no es una opción que puede ser tomada o dejada. En estos tiempos de globalización es un proceso inevitable y que debe ser asumido y conducido de manera activa, especialmente en el caso de países que -como Venezuela- enfrentan problemas económicos y sociopolíticos que deberían obligarnos a revisar democráticamente las viejas fórmulas de gobernabilidad en democracia. En la revisión democrática de esa fórmula un problema central es cómo armonizar lo que hacemos adentro y hacia fuera, y eso implica: fortalecer y proyectar en la vida sociopolítica y económica valores democráticos; hacer más eficientes, legítimos y escrutables los procedimientos, las instituciones, y las instancias para la participación en el bien común; y, finalmente, lograr que valores y procedimientos democráticos se materialicen en políticas y prácticas propias de un buen gobierno, en un ámbito que es a la vez doméstico y global.

Sin embargo, no puedo dejar de recordar que en temas de política exterior -en los que se compromete no sólo al gobierno sino al Estado y la sociedad frente a otros Estados y sociedades más allá de lo circunstancial y de un período constitucional- el límite entre la democracia y la demagogia es especialmente borroso y crítico. Es por eso que quienes han analizado en detalle los nuevos desafíos de la democratización de la política exterior han advertido tanto sobre la importancia de promover la democratización, como sobre la de prevenir sus riesgos.

Una política exterior democrática sólo puede ser el resultado de orientaciones, procedimientos y estrategias democráticos. Lo que los hace democráticos no es la mera consulta: lo democrático está en los valores y las actitudes de responsabilidad y pluralismo, que dan contexto a la participación.

Una política exterior democrática es, en esencia, una política exterior responsable: por las acciones y omisiones sobre las cuales debe rendir cuentas, por la institucionalidad -principios, reglas, procedimientos- que sustenta y promueve; por la legitimidad y eficacia de sus actuaciones respecto de las necesidades y aspiraciones de la sociedad; y por la medida en la que procura un ambiente internacional favorable a la satisfacción de esas necesidades y aspiraciones. Es además, una política exterior pluralista, que respeta y acepta la diversidad, siempre en un marco de respeto a las reglas de convivencia democrática cada vez más globales.

Una política exterior democrática debe promover la participación-responsable. Es éste el punto más crítico del problema y de la propuesta del MRE y el que requiere mayor elaboración y refinamiento. En efecto, en un país en el que la opinión pública atenta y las organizaciones especializadas en el seguimiento de asuntos internacionales constituyen un grupo relativamente reducido, es necesario encontrar fórmulas de participación adecuadas para asegurar que las consultas sobre temas de política exterior no se conviertan en ejercicios demagógicos y eventualmente de mera manipulación para lograr el apoyo público. Esto, dada precisamente la tradición populista venezolana y los peligros más recientes de neopopulismo -uno de cuyos rasgos centrales es la apelación a las masas y el debilitamiento de las instituciones y canales políticos de la democracia- hace de este punto uno de delicada y crucial consideración. En efecto, en países en los que hay condiciones de inestabilidad, incluso tratándose de países democráticos, es enorme la tentación de buscar apoyo popular a través de la posición nacional frente a un enemigo o riesgo externo: es muy tentadora en estas circunstancias la especie de la conspiración internacional; de modo que, el síndrome del desencanto con la democracia nos obliga de este lado del hemisferio a tomar todas las precauciones posibles para evitar la respuesta demagógica en el ámbito externo.

En suma, la democratización de la política exterior debe significar, en esencia, mayor responsabilidad y pluralismo: entre nosotros y con nuestros interlocutores mundiales.

La reflexión que comenzó por la CAN y Colombia

A finales de julio tuvo lugar la primera de la serie de jornadas de reflexión sobre la política exterior, cuyo propósito es abrir a la discusión temas centrales para nuestra sociedad. En esta oportunidad los temas fueron la CAN y las relaciones con Colombia, sin duda dos dimensiones fundamentales de nuestra vinculación con el mundo. Aunque apenas pude asistir a la sesión de presentación de conclusiones, no me costó apreciar -aun en su heterogeneidad- la trascendencia de lo allí discutido y propuesto en un ambiente en el que diversidad de sectores de la sociedad y del gobierno debatieron y expusieron sus perspectivas acerca de lo que debe continuar y lo que debe cambiar en la relación de Venezuela con esta parte del mundo.

Fueron presentadas allí propuestas interesantes, con toda transparencia, acerca de lo mucho que hay por fortalecer desde Venezuela para lograr una relación más eficaz con Colombia y la CAN.

Esa jornada tuvo significación en sí misma por poner en contacto a un grupo bastante diverso, interesado, y con ideas para compartir y debatir, sin la compulsión por el consenso. De modo que desde el tema, hasta la pluralidad de conclusiones allí expuestas con toda candidez, se abrió un espacio con enorme potencial. Pero además, tuvo significación por los temas que en los meses que lleva andando el nuevo gobierno se han convertido en ámbitos de fricción.

Las relaciones con Colombia, con todo y los ciclos de tensión y distensión a los que han estado sometidas desde finales de los años sesenta, han ido desarrollando una base de continuidad cada vez más importante para los dos países y para su proyección internacional. Sin embargo, los ciclos de estos últimos meses, no son más de lo mismo: ahora es mucho más importante que nunca antes lo que está en juego, y nos tienta la opción de reaccionar con la mirada en lo muy inmediato. Hay demasiadas cosas muy importantes en juego dentro de cada país y en sus relaciones como socios privilegiados: por la importancia estratégica que tenemos el uno para el otro, y muy especialmente, por nuestra responsabilidad, interés y proyección dentro de la Comunidad Andina, desde la cual tenemos la posibilidad de fortalecernos en torno a intereses económicos, políticos y de seguridad que son comunes no simplemente a los gobiernos, sino a las sociedades y a sus aspiraciones de mejor calidad de vida.

En ese ámbito y dentro de esa preocupación fueron de especial interés las consideraciones y recomendaciones presentadas por el Embajador Fernando Gerbasi sobre las relaciones con Colombia y las que presentó Gonzalo Capriles -Presidente del Foro de Integración y Comercio Internacional- en las que se puso en evidencia que es imposible exagerar la trascendencia estratégica que tiene atender con la mirada en el mediano y largo plazo tanto los vínculos con Colombia, como las iniciativas para fortalecer a la CAN y al papel de Venezuela dentro de ella, sin que ello signifique la negación de la necesaria diversificación de los vínculos con espacios de integración tradicionalmente poco atendidos.

Lo que cabe esperar

Ahora bien, en estos tiempos esperamos que además de las virtudes que en sí mismo tiene un encuentro de esta naturaleza, no se quede en uno de esos ejercicios muy frecuentes en los que disfrutamos de escucharnos y constatar muchas coincidencias y enriquecedores disentimientos entre nosotros mismos. Para que sus conclusiones tengan efectos prácticos, es necesario que trasciendan a la sociedad y que sean consideradas y asumidas desde el gobierno.

Y volviendo a la política exterior, en general, uno de mis temores -bien fundados por demás- es que desde el gobierno no haya consciencia de lo mucho que nos estamos jugando en estos tiempos en eso que Brzezinski ha llamado «el gran tablero mundial». La «fundación» de mis temores está en el trato al tema de la paz en Colombia y a los conflictos que desde allí nos afectan, a la manera como abordamos el problema del transporte en la CAN, así como a la idea que aparece en el proyecto presidencial de constitución acerca de la posibilidad de que Venezuela unilateralmente anule sus compromisos internacionales cuando se considere que limitan nuestra soberanía.

Siento que estamos, en general, jugando el juego equivocado, sin prestar suficiente atención al cambio de patrones y maneras de hacer, violentando incluso reglas que nos conviene mantener, moviendo piezas que ya no son importantes, y abandonando otras que sí lo son.

El mundo está definiendo, con enormes traumas ciertamente, nuevas maneras de hacer y no nos podemos permitir el riesgo de quedar fuera de ese proceso. Para participar en él tenemos que comenzar por admitir que no somos ni tan grandes, ni tan especiales, ni tan influyentes como alguna vez creímos y como algunos siguen creyendo; pero que tenemos ámbitos y relaciones en los que podemos y debemos potenciar nuestras capacidades. Es necesario comprender el juego mundial en sus propios méritos presentes, y reconocer que allí hay fuerzas que ni nos es posible ni nos conviene desafiar. En suma, es mucho lo que tenemos que reflexionar para reorientar nuestra política exterior, desde la diversidad y desde la promoción de institucionalidad propias de la democracia. Esa es una fórmula ineludible si nos queremos tomar en serio y ser tomados en serio, y la iniciativa de debatir con toda transparencia -si en efecto contribuye a mejorar nuestra apreciación y estrategias de juego- puede ser un buen comienzo.


Internacionalista, PhD en Ciencia Política. Profesora titular de la Universidad Central de Venezuela.

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