El ocaso
Cada vez que el sol se hunde, se desvanece y muere en un estallido de colores, el ocaso marca de manera inexorable la caída del sol en el oeste del mundo y al hacerlo no solo inicia el final de un breve ciclo de vida, sino que reactiva y vuelve a nacer en una nueva luz que favorece el comienzo del amanecer.
No es casual, afirman Jean Chevalier y Alain Charbrant, que las hazañas mitológicas ocurran durante largos viajes hacia el oeste. Perseo, dispuesto a acabar con la Gorgona, Hércules aniquilando en el jardín de las Hespérides a las fuerzas perversas del Dragón, Apolo deslumbrado en las praderas hiperbóreas.
El ocaso es la imagen perfecta de la conjunción del espacio y del tiempo, el momento en el que el mundo en una sola noche anuncia la muerte del sol permitiendo que el propio sol se convierta en el heraldo de un nuevo nacimiento, de un nuevo espacio y de un nuevo tiempo que surgen de la transformación de la oscuridad en los resplandores del amanecer. En este sentido, el sol es un monarca en el centro de un imperio, pero, superada la noche y más allá de ese reino, vive la esperanza.
En su viaje nocturno por el mar, el sol desciende y cubre la geografía de su propia muerte llevándonos a las nocturnas y acechantes regiones de los sueños, pero nos regresa al día siguiente porque, como afirman los simbolistas, esa es su doble función: morir para volver a nacer, ser vida y crueldad; muerte y vida y lumbre de revelaciones que se ocultan en la muerte o despiertan en los sueños. El sol, en efecto, es fuente de luz, vida y calor, pero también lo es de agobios y agonía. ¡Lo saben quienes han cruzado con insensata temeridad el Sahara y el desierto de Kalahari!
Atormentado, Gerard de Nerval amaneció ahorcado, colgado de una reja cercana a una cloaca parisina, porque vaticinó el desastre de sus anhelos y la desdichada fuerza indomable de sus sufrimientos: conoció el sol negro de la melancolía, un sol que los antiguos mayas asumían bajo la forma desconcertante del jaguar.
Al socialismo bolivariano le toca ahora reconocer y aceptar su hora crepuscular. Dejar atrás las trampas y vilezas a las que se había acostumbrado. Aprender la lección más difícil: ¡ser tolerante! Aprender a vivir sin Maduro, sin fraudes judiciales, devolviendo a los militares a sus cuarteles, cerrándoles las puertas de la política y botando las llaves en el Atlántico. Todos sabemos, incluyendo el propio chavismo, que la llamada revolución comenzó a desvanecerse, a hundirse en las sombras crepusculares desde sus propios inicios, desde el momento en que empezó a sentir cerca la muerte política y el desprestigio de su conducta altanera, sin disfrutar el privilegio que se le concede al sol de hundirse en la elegante belleza del atardecer para inspirarnos y reaparecer luego en la iluminación de un nuevo día.
Las elecciones parlamentarias de diciembre precipitaron al vacío al régimen militar que muere en un estertor sin altivez y sin que sintamos llanto o pesar porque, contrariamente, somos nosotros, ahora, el jubiloso amanecer de nuestras propias vidas.