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Las Lanzas Coloradas: una novela de la guerra que nadie quiere

La guerra, Inés, es algo terrible.   A.U.P.

En París, un mozo de nombre Arturo y de apellidos Uslar Pietri, escribió una novela pionera –  Las Lanzas Coloradas – que fue prontamente  publicada en el año 1931 en España, concitando inmediatamente el interés del mundo literario hispánico. La novela –  concebida originalmente como un guión cinematográfico – constituye al decir de Domingo Miliani: “un modo de ir a los orígenes de la conciencia nacional en agraz, en el período emancipador, sin caer en los esquemas de la novela histórica galdosiana”.

La obra del joven Uslar  es a todas luces una novela de la guerra, de las muchas y muy disímiles guerras que enfrentan sus contradictorios personajes. El escritor, sin ambages, afirma: “El mundo no ha sido hecho, Inés, para lo mejor (…) la guerra está en él, y nadie la ha traído, ni nadie podrá quitarla”.

Variadas son pues las guerras, los conflictos, las beligerancias, que los distintos protagonistas uslarianos están llamados a cumplir en un estrenado siglo XIX en que se ponían en juego las nociones  de derechos humanos, de libertad y de justicia. Corrían los tiempos iniciales de una larga guerra emancipadora que trastocó vidas, instituciones y conceptos para dejar, a la larga, una secuela de innúmeras muertes ofrendadas en nombre de una patria nueva, de una Venezuela posible.

Esas  profusas guerras asumen características distintas, dependiendo del personaje que la libra.

Presentación Campos, “un pardo grande, fuerte, pretencioso”, asume desde muy temprano su propia y ansiada guerra: aquella que lo hará ganar real para salir de la pobreza y la esclavitud. Se encabrita el mulato en la hacienda “El Altar” para acabar con la inocente virginidad de la Niña Inés y destruir a fuego vivo “El Altar”, el patrimonio familiar que con mucho esfuerzo construyeron los Arcedo y los Fonta. Es que Presentación Campos:” despreciaba al amo. Su instinto lo rechazaba, lo sabía indeciso y tímido (…) “¿Vamos a la guerra?” “No” ¿A la guerra?… ¡Tenía miedo y tan linda cosa como era la guerra!…Un buen caballo, una buena lanza, un buen campo y gente por delante!…

Es que ciertamente el amo Fernando era un verdadero pusilánime, un niño de papá, un melindroso, que no sabía a que dedicar su mullida vida, si  a los libros o más bien a Dios: “El pensamiento era como una tentación. Como una provocación a someter la vida a un principio a una ordenación, a una regla: Al fin, habría de decidirse, y decidirse era prescindir de otras muchas cosas igualmente posibles y deseables. Escoger era renunciar.” Y para colaborar con su incertidumbre y  debilidad, su amigo Bernardo lo invitó a una de los secretos cenáculos donde los mantuanos caraqueños hablaban de Miranda y de Rousseau, de un contrato social, de una bandera tricolor, de utopía, democracia, justicia y libertad.  A la salida del encierro, más confundido aún, el vacilante Fernando le rezaba a Dios trémulamente: “Padre nuestro, te ruego que hagas nacer la patria; que la hagas nacer fuerte y buena. Te ruego, Padre nuestro, por todos los hombres que la van a hacer, por todos esos hombres que están lejos, que no conozco y que son para siempre mis hermanos. Padre nuestro que estás en los cielos…”

Por su parte, el Capitán David llegó de Inglaterra para participar en una guerra que no era suya, le entusiasmaba alejarse por un tiempo de la vieja y dulce Albión para ver como se construía la libertad al otro lado del Atlántico. Llegó súbito para morir también súbitamente, rememorando lejanas batallas que parecían una ordenada formación de soldaditos de plomo que desconocían lo que era una montonera dirigida por un tal Boves: un hombre desconocido, al que llamaban el Diablo: “por donde pasa, mata, roba, incendia. Es como una peste”. El romántico Capitán David, al oír la descripción del Azote de Dios exclamó: “Es curioso…Parece ser prodigiosamente valiente y atrevido. Me gustaría conocerlo”.

Ni Fernando, ni Bernardo, ni el Capitán David, ni muchos otros patriotas, lo conocieron, murieron en La Victoria, haciéndole honor a la juventud, intentando todos construir patrias propias y ajenas. Era tan fácil morir en aquellos días.

Inés, la niña bien, la ama de “El Altar”, desflorada, desfigurado su rostro hasta el asco por el incendio provocado por el sanguinario Presentación, continúo persiguiendo su venganza por caminos equivocados, donde siguieron blandiéndose las lanzas coloradas con su mensaje de sangre y muerte .

La única que vivió feliz para contarlo, fue La Carvajala, quien, cabalgando junto al alzado Presentación Campos, llegó una noche a Garabato, donde “el Coronel Zambrano la había saludado con respeto, y todos los hombres la habían visto con humildad, los soldados ebrios, los negros lascivos, los hombres acostumbrados a violar las mujeres; todo porque ella era la mujer de un jefe”.

Boves continúo su lucha hasta entregar su vida en Urica, Bolívar – “el hombre que ha obsesionado toda la tierra de Venezuela” – pasó a lo lejos; Presentación Campos no pudo verlo, en su celda: “suavemente dejó resbalar la mano de la reja, y fue a desplomarse sobre la tierra húmeda, la carne pesada de muerte”.

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