¡Pobre, pobrecito Bolívar!
Empiezo el año pensando en el pobre Simón Bolívar. Y digo “pobre” porque hoy, a ciento ochenta y cinco años de su muerte, el nombre de Simón Bolívar es sinónimo de violencia, de radicalismos, de odios, de divisiones, de corruptelas, de escasez, de mediocridad… Una reedición del Decreto de Guerra a Muerte en un país que, en teoría, no está en guerra, aunque tenemos partes de guerra.
Si bien es cierto que uno de los capítulos más oscuros de la vida de nuestro Libertador fue el Decreto de Guerra a Muerte, es injusto de toda injusticia que se le recuerde por eso. Y “eso” es lo que ha logrado el chavismo. Porque a pesar de sus defectos y errores –como todo ser humano- Bolívar fue un gran hombre. No así la llamada revolución “bolivariana”. Diecisiete años en el poder dejan un lastre de ruina que no merece llevar como adjetivo el apellido de nuestro prócer máximo. La revolución bolivariana ha sido un decreto de guerra muerte al país. No solo han sido asesinados cientos de miles ciudadanos trabajadores, productivos, decentes. Es que la revolución ha desmantelado todo, desde el aparato productivo de la nación, hasta las barandas de las avenidas principales, que han sido vendidas como chatarra.
Bolívar fue un hombre culto, cultísimo. Lo denotan sus escritos, que lo convierten en uno de los mejores exponentes de la literatura latinoamericana del siglo XIX. Tuvo los mejores maestros de su época. Sin embargo, la educación “bolivariana” es una apología del adocenamiento, y encima, un grotesco adoctrinamiento de niños. Las llamadas misiones “educativas” reparten diplomas que no avalan conocimientos. Más bien, forman ignorantes con iniciativa, los más peligrosos de todos. Miles de bachilleres se gradúan sin haber cursado matemáticas, física y química, porque no hay profesores en materias científicas. Los maestros cada vez ganan menos, pero eso no le importa a la revolución. Siempre podrán improvisar un maestro “bolivariano” que asegure la perpetuación de la mediocridad. Y la mediocridad es una forma de esclavitud. El hombre que luchó por la libertad debe estar revolcándose en su tumba…
Él mismo lo dijo en su última proclama: “cuando cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Tranquilidad es lo menos que ha tenido el pobre Bolívar. Porque tildar a alguien de “bolivariano” en 2016 es hablar de alguien que como los blancos en Suráfrica ha establecido un sistema de apartheid en uno de los países más mestizos del mundo. Aquí no hay razón para el racismo, pero hay racismo. En Venezuela el ascenso social es netamente económico. No hay razón para el clasismo, pero hay clasismo. El odio se ha convertido en el régimen de gobierno y ha dado resultados. Hay familias divididas por diferencias en sus apreciaciones y gustos políticos, amigos que ya no se tratan, adversarios que no son adversarios sino enemigos, algo jamás visto en Venezuela. “Yo soy bolivariano” dicen para diferenciarse. El hombre que luchó por la hermandad debe estar revolcándose en su tumba.
Y hoy, a principios de 2016, hay más diferencias que nunca en Venezuela. Los pobres son más pobres y los ricos son más ricos, la mayoría con dineros mal habidos. Pero no hay sanción. El dinero lava todo, no me canso de decirlo: reputaciones, expedientes, hasta prontuarios. Y las desigualdades zanjan aún más las diferencias en uno de los países otrora más parejeros del mundo. El hombre que luchó por la igualdad debe estar revolcándose en su tumba.
¡Pobre, pobrecito Bolívar!