España y sus fantasmas
Diversos comentaristas han sostenido que las recientes elecciones españolas arrojaron un resultado “meridianamente claro”, sugiriendo de manera implícita o explícita que las mismas pusieron de manifiesto una voluntad colectiva definida, que a su vez evidencia las intenciones de la mayoría de votantes.
Difiero de esta interpretación, que atribuye al votante democrático en general una claridad interior que es más bien poco común. Cabe en tal sentido recordar la frase, atribuida a Churchill aunque en realidad apócrifa, según la cual “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante promedio”. Tal ironía no debe ocultarnos la parte de verdad que la frase contiene. Con mucha frecuencia los resultados electorales expresan confusión, desconcierto y también simple resentimiento o ansias de desahogo.
Lo clave es entender que los eventos electorales y sus resultados constituyen lo que Friedrich Von Hayek denominaría un “orden espontáneo”, es decir, un tipo de orden que es producto de la acción pero no del diseño humano, como también lo es el lenguaje. La lengua que hablamos es un orden espontáneo. Nadie la diseñó pero todos de un modo u otro la creamos a diario.
En otras palabras, los votantes votan, realizan una acción, pero lo que resulta de la conjunción de millones de acciones semejantes no responde a un diseño deliberado de la gente. Y más aún, con no poca frecuencia los resultados electorales contrastan con las intenciones de los votantes y en ocasiones hasta las contradicen.
Los comentaristas a quienes aludí antes no sólo caen en la trampa de conceder al resultado electoral español una racionalidad que probablemente no tiene, sino que de paso procuran evaluarlo con perspectivas color de rosa, asegurando que España ha entrado en una época en que la política de los compromisos, el consenso, la tolerancia y la unidad en medio de la diversidad marcarán la pauta del futuro.
No es imposible, pero cabe dudarlo. Más bien, y de acuerdo a lo que he podido captar a lo largo de meses de intensa observación de los vaivenes políticos españoles y del repaso de la historia moderna del país, creo que estamos contemplando una especie de resurrección, ahora más patente y palpable, de viejos fantasmas políticos que marcan con su presencia el devenir de esta tan hermosa como compleja parte del mundo.
Todos los pueblos tienen sus fantasmas históricos, pero los fantasmas españoles son particularmente temibles. El primero de ellos es el fantasma de la guerra civil, que se exhibe con los ropajes de la desmemoria y el revanchismo. En tal sentido, un sector importante de la izquierda española se rehúsa, todavía a estas alturas, a admitir que la República perdió la guerra ante Franco y los nacionalistas, y prosiguen combatiendo en incesantes escaramuzas dirigidas, de un lado, a borrar o distorsionar la memoria histórica, y de otro lado a remover el pasado para asestar cualquier golpe simbólico a la “otra” España, la que fue victoriosa de la mano de Franco.
Un buen ejemplo de ello lo ofrecen las histriónicas ocurrencias de la actual Alcaldesa de Madrid, una excomunista que nada ha aprendido ni olvidado, y quien –entre otros asuntos- desea cambiar los nombres de varias decenas de calles actualmente designadas en homenaje a personajes destacados del sector nacionalista en la guerra civil. Eso sí, a la Alcaldesa ni le pasa por la mente la idea de hacer lo mismo con calles nombradas en deferencia a personajes que lucharon del lado republicano.
Otro fantasma muy español es la anarquía, acompañada a su manera por las fuerzas centrífugas de los separatismos. Sobre este tema se podría decir mucho, pero me limitaré a señalar que el resultado electoral de hace pocos días, refleja en significativa medida tanto la fuerza que los independentistas catalanes han sabido imprimir nuevamente a sus designios de fragmentación de España, así como la excesiva condescendencia, que para muchos ha lucido como debilidad, de un Estado español que en estos tiempos retadores ha permitido que se pongan en juego sus propias bases constitucionales, respondiendo ante la osadía e irresponsabilidad de sediciosos como Artur Mas con una bonhomía propia de temas celestiales.
Como bien enfatizó en su momento y para siempre Thomas Hobbes, la sedición, una vez instalada, carcome como un veneno los cimientos del orden político, despojando a la autoridad del respeto sin el cual es incapaz de cumplir su función de garantizar la protección de los ciudadanos, a cambio de su obediencia a las leyes.
Por último, en la España de hoy se despliega con su engañoso fetichismo el fantasma de la utopía. Alguien dijo una vez que “Don Quijote no podría ser inglés”, y es cierto. El temperamento español produjo a través de la brillante pluma cervantina el prototipo nacional del creyente en molinos de viento que lucen como gigantes. En tal sentido, los más de tres millones de españoles que votaron por los demagogos del partido Podemos revelaron –al menos muchos de ellos- un desapego hacia el significado de la realidad que no deja de sorprender a un forastero, y de paso a un forastero venezolano como es mi caso.
Confirmo con serena convicción que los españoles han sido bien informados por años, mediante los más diversos medios de comunicación, acerca de la tragedia que el chavismo y su régimen oprobioso han infligido a Venezuela. Ver hoy a los señores Iglesias y Monedero, a estos recientes beneficiarios y asesores del gobierno “revolucionario” de Venezuela, convertirse en una fuerza política decisiva por el voto libre de tantos españoles me parece algo más que una aberración, pues en verdad se trata de una especie de vocación suicida propia de seres humanos atraídos por la utopía.
Es un error creer en la tesis según la cual “aquí no puede repetirse esto o aquello”, “España no se va a fragmentar, no habrá jamás otra guerra civil, la democracia está garantizada para siempre”, y otras consejas por el estilo. No sabemos lo que puede ocurrir. Pero sí podemos reconocer a los fantasmas cuando aparecen sin equívocos. Es cierto que muchos votantes españoles reaccionaron contra la corrupción que el partido Popular y el PSOE poco hicieron para controlar, que la crisis económica es severa y golpea especialmente a los jóvenes, y que nada es más fácil que sucumbir a un anhelo de “cambio” tan carente de precisión como inasible en sus contenidos (si es que los tiene). No obstante, nada de esto asegura que los electores saben con claridad ni lo que quieren ni lo que buscan.
Por ello insisto en conclusión: el desafío que ahora se plantea a España es, ciertamente, producto de la acción de los electores, de cada uno en su conciencia, pero no del diseño deliberado de una voluntad colectiva. Lo que resultó ha dejado perpleja a la mayoría aunque se nieguen a admitirlo. Toca ahora a los políticos, como casi siempre personajes más bien despistados y superficiales –con excepción de Iglesias y los suyos- enderezar los entuertos que ellos mismos, y sus votantes, han contribuido a generar.