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El viejo monje medieval

En la recién pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara, me tocó clausurar el Foro de Editores y profesionales del libro. Y empecé diciendo que siempre me ha apasionado saber cómo se sentirían aquellos monjes que copiaban los libros a mano, cuando uno de tantos días a mediados del siglo quince oyeron decir que allá afuera los libros empezaban a salir de las imprentas como bollos de los hornos de las panaderías, desde que un fabricante de espejos de Maguncia, perseguido por deudas, imprimía Biblias en una prensa de torniquete de las que servían para exprimir las uvas en los lagares.

Más que maravillados por las noticias, imagino que deben haberse sentido aterrados. De las prensas, además de Biblias empezaban a salir naipes de baraja y estampas de santos y salterios. Todo lo que los pacientes y dedicados monjes hacían antes, iluminando con sus pinceles las letras capitulares.

Es decir, aquella invención amenazaba con barrerlos. La mejor virtud de los copistas era la paciencia, y la paciencia dejaba de ser útil al conocimiento y pasaba a ser una de las reliquias del pasado. Ahora se imponía la velocidad, que nada tenía que ver con la paciencia, y mucho con la modernidad.

Nada sería lo mismo a partir de la imprenta. El conocimiento dejó de ser, como dice H. G. Wells, “un pequeño gotear de espíritu a espíritu, para convertirse en una ola inmensa de la que participarán miles de espíritus y, muy pronto, veintenas y centenas de millares».

Aquella fue una revolución múltiple. Para la expansión del saber y para las comunicaciones. Si la Biblia iba a ser leída por muchos, debía dejar la cárcel del latín e imprimirse en los idiomas vulgares. Pero no sólo la Biblia. Los libros de caballería pasaron a ser best-sellers. Y El Quijote era leído por los criados en las antesalas de los caballeros.

Aquella revolución de la palabra impresa multiplicó sus consecuencias por los siglos venideros, y no hubo género de actividad humana que no llegara a afectar. La revolución cibernética, que es aún tan joven, empezó por afectar a la palabra impresa, y no hay tampoco género de actividad humana que no haya llegado a transformar, pero aún con mayor profundidad y dimensión, hasta hacer depender todo de la tecnología digital.

No existe nadie del oficio, o el vicio de la lectura, que no se haya sentido fascinado con el olor del papel y de la tinta. Oler los libros, pasar la mano por sus lomos, entrar por primera vez en sus páginas. Cuando los libros se vendían sin refilar, la tarea mecánica de abrir los cuadernillos las ejecutaba uno mismo, con un estilete. No hay, en cambio, ninguna sensualidad al acercar la palma de la mano a la fría superficie de la pantalla donde por arte de la ilusión virtual, están las letras que escribimos y que leemos.

No quiero, con mi nostalgia de monje medieval, despertar ninguna sospecha de que tenga horror frente al progreso que nos avienta hacia adelante. No hay duda que la civilización científica tiende siempre a la economía de medios y de esfuerzos, y agradezco ser su beneficiario. Como nunca, la tecnología está suprimiendo instrumentos mecánicos, aunque preserve por el momento el de la digitación. Ya el cerebro de la computadora, sin embargo, puede transformar nuestra voz en caracteres escritos, y los caracteres escritos en voz, y habrá un día en que podrá traspasar a la pantalla nuestros pensamientos.

Pero hoy en día, y otra vez tampoco me dejo llevar por el terror, es imposible recuperar un texto escrito en un sistema cuyo lenguaje electrónico ha dejado de existir. Los disquetes que guardan mi novela Castigo Divino, de hace un cuarto de siglo, no pueden ser leídos por ninguna computadora. Puedo leer un libro impreso en el siglo diecinueve, o antes, pero no puedo leer lo que escribí hace veinticinco años si no es en el papel, al estilo antiguo. Un argumento más para no dejar de creer en los libros de verdad.

Si es cierto que podremos leer de cualquier forma, mi previsión es que el libro impreso convivirá por largo tiempo con los formatos de libro electrónico. Ya lo estamos viendo; no es tan fácil sacar del mercado a los libros reales. La Feria del Libro de Guadalajara es un ejemplo más que palpable.

Pero en cambio, el acto mágico de escribir, de transformar la imaginación en palabras no tiene sustitutos mecánicos ni electrónicos. Ese acto de transferencia de la imaginación de una mente a otra, de la mente de quien escribe a la mente de quien lee, depende de la cifra única de la palabra. Sus variables son infinitas. Hay tantas imágenes transferidas a través de la palabra, como lectores existen. Una imagen diferente, propia, para cada lector, una imagen verbal construida por una mente y que puede ser descifrada por otra.

Para el monje con que he comenzado, sólo quedaban el olvido y la muerte; y cuando la polilla se comiera los pergaminos en los que había trabajado toda su vida, se lo comería también a él. Pero sólo tenía una manera de salvarse, y era salir a la calle, buscar los talleres donde se imprimían libros, meterse entre los tipógrafos, aprender a componer planas con los tipos móviles de madera, enterarse de cómo funcionaban las prensas manuales, de cómo trabajaban los encuadernadores. Es lo que hace don Quijote cuando ya al final de sus aventuras, visita una imprenta en Barcelona.

Y el monje de mi historia debe aceptar que el mundo tan antiguo en el que hasta entonces ha vivido se hunde para siempre en las tinieblas, y que en lugar de quedarse dando traspiés, debe asumir como propio el valiente mundo nuevo que se abre ante sus ojos dañados de tanto copiar.

Es lo que procuro hacer. Aunque siempre querré conmigo a los viejos libros con su aroma sin tiempo, para entrar cada vez en ellos con el asombro de la primera vez.

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