La miopía de la izquierda europea
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No es fácil hacerle entender a algunos extranjeros sitos más allá de nuestras fronteras todos los elementos, muy complejos y graves, que inciden en la severa crisis que hoy acusa Venezuela. Y lo cierto es que nosotros mismos, los venezolanos, acostumbrados a un estilo de vida signado por la tolerancia y educados en las prácticas de la libertad – tanto que nuestra democracia era una de las más reconocidas y prestigiosas del hemisferio – no pocas veces y de un modo igual nos encontramos confundidos por lo equívoco y absurdo de las circunstancias que nos gobiernan en el presente.
Ciertos estratos de la opinión pública europea e incluso, norteamericanos, aprecian de inaceptable que sectores de la oposición, por muy representativos que sean, le estén pidiendo a Hugo Chávez que abandone la Presidencia sin concluir su mandato. Él, en efecto, lo estaría ejerciendo con base en unas elecciones democráticas. E irritante les parece, por ende, que supuestos sectores privilegiados – animados por los medios de comunicación social – cuestionen a un gobernante quien, más allá de sus defectos o rasgos de personalidad conflictiva, se preocupa por la suerte de los pobres y excluídos y cuyo liderazgo lo estaría ejerciendo con una capacidad de convocatoria nunca antes vista en América Latina.
Esta postura, que el 80 % de los venezolanos no pocas veces juzga de insensible y reduccionista, tiene su fuente en la simplicidad con la cual se nos observa desde afuera y a la luz de unos paradigmas que poco tienen que ver con los grandes cambios culturales y políticos que se han operado entre nosotros durante el curso de las últimas décadas. América Latina, en lo general, sigue siendo vista como el continente de la injusticias sociales. En otras palabras y al tenor de una literatura muy gastada y atada a la ebullición ideológica años ’60 e incluso anterior, aún seríamos el territorio esclavista de los latifundios: blancos dominando a negros e indios; y también el espacio abonado para los “gendarmes necesarios” y de las groseras contradicciones: países nutridos de ingentes riquezas naturales y amarrados por dantescos cinturones de miseria y de analfabestismo.
Así que, si un militar exgolpista latinoamericano se transforma a la manera de Chávez en Presidente y tiene arrojos de autócrata, ello sería propio – según el juicio reposado de algunas naciones industrializadas y de otras sujetas a su influencia directa – de nuestra condición sociológica de comarcas del subdesarrollo. Y si el mismo, por lo demás, resulta electo con el voto mayoritario de su pueblo y asume como compromiso la defensa de los pobres, antes que un “gorila” o simple “milico” sería una revelación: una suerte de Mesías, quien habría redimido los pecados de sus primitivos y corrompidos compatriotas.
De modo que, cuando la oposición le demanda a Chávez su renuncia o que admita un adelanto de las elecciones de cara a la peligrosa crisis que – por sus acciones y omisiones – mantiene al país en el borde de una probable guerra civil; y cuando, al efecto, alega tal oposición que dicha alternativa es propia de la democracia, allende los mares sólo se piensa y concluye en lo ya dicho. No reparan tales naciones ni parte de su opinión pública, atadas a los estereotipos y desviaciones conceptuales anotadas, lo que de un modo similar ha sido carne de sus propias realidades: Richard Nixon, bueno es tenerlo presente, renunció bajo la presión de los medios de comunicación social norteamericanos y en el marco de un proceso que nadie tachó de antidemocrático. Y en la Europa parlamentaria, específicamente, sus crisis políticas y de gobierno son superadas mediante el adelanto de las elecciones, para evitar así la crisis general del sistema democrático.
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Hugo Chávez Frías tiene, como Presidente de Venezuela, legitimidad de origen indiscutible. Fue electo, a pesar de su inválido juramento, de acuerdo con las reglas constitucionales del llamado “puntofijismo” (1958-1998), que tanto ha menospreciado y contra el cual insurgió mediante el uso de las armas. Tiempo de errores y asimismo brecha de logros ingentes en el país: El promedio de vida de los venezolanos era de 52 años en 1958, en tanto que para 1998 alcanzaba a los 73 años, una vez consolidadas las redes de aguas negras y blancas que nutren a la geografía nacional. Venezuela contaba, en 1955, con 3 universidades públicas, siendo que para el momento de la elección de Hugo Chávez, los institutos de educación superior superaban los dos centenares. A su vez, el n° de camas hospitalarias oficiales era de 20.100 para 1955 y de los 228 hospitales entonces existentes se dio paso, en 1998, a un escenario con 242 médicos por cada 1.000 habitantes. Los hospitales generales se elevaron a 340 y el fortalecimiento de la atención médico primaria dio lugar a la apertura de casi 4.000 ambulatorios urbanos y rurales.
Chávez, pues, a la manera de un caudillo extraído de las páginas de nuestro aciago siglo XIX, llenó el vacío de conducción que – en la hora nona – no supieron o no pudieron colmar eficazmente los antiguos partidos políticos. Pero no fue capaz de identificar y de entender, al margen de los cambios políticos profundos que debía y se le pedía liderizar, aquéllos activos que, más allá de las desviaciones de los gobiernos precedentes, hizo propios e inalienables el pueblo venezolano: Su vocación y disposición hacia los “consensos” y el sagrado reconocimiento de su “pluralidad” en el mestizaje común.
Chávez, eso sí, inauguró su mandato violentando abierta y descaradamente las reglas del orden constitucional que le permitiera conquistar el poder. Y ha ejercido su mandato, por lo demás, de espaldas y en abierta contraposición a las reglas de la misma Constitución de 1999: su obra magna. “La mejor constitución del mundo”, como él mismo suele calificarla.
No por azar alguna vez afirmó Chávez, pública y textualmente, ante los asistentes al Congreso Internacional de Derecho Agrario en noviembre del pasado año: “La ley soy yo. El Estado soy yo”.
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Al jurar como Presidente y en declaración expresa que hiciera en momento de tanta solemnidad, Hugo Chávez acusó de “moribunda” a la Constitución de 1961 y acto seguido convocó a un referendum popular “consultivo” para la instalación vinculante de una Asamblea Constituyente. Le pidió al pueblo, en su decreto de marras, le otorgase poderes plenos para legislar – a la manera de un dictador – sobre los asuntos electorales.
Su Asamblea Constituyente, integrada sin representación proporcional de las minorías, no solo redactó la vigente Constitución; antes bien, disolvió los poderes públicos constituídos – incluído el Congreso que fuera electo junto al mismo Chávez en 1998 – y designó a dedo como sus titulares provisorios a seguidores del “proceso”: luego conocido bajo el nombre de “revolución bolivariana”. Poca preocupación causó en la opinión pública, es verdad, que la Asamblea hubiese sancionado una Constitución distinta de la que presentó al pueblo para su aprobación; ni que la misma fuese votada por menos de un 30 % de los venezolanos. Menos le sorprendió que el texto en cuestión fuese diferente de aquél publicado en dos versiones, también distintas y sucesivas, en las Gacetas Oficiales de diciembre de 1999 y de marzo de 2000.
Tampoco le incomodó, de manera manifiesta, que los “poderes contralores” terminasen en manos de los acólitos del régimen, en especial el Ministerio Público, ocupado aún por el ex Vice Presidente de Hugo Chávez. Y no protestó el pueblo, airadamente, cuando éste hizo punto de honor dentro del debate constituyente la deliberancia y el voto de los militares; la consagración de la desobediencia civil; y, por si fuese poco, el establecimiento de la corresponsabilidad civico-militar para la conducción de la naciente institucionalidad “democrática participativa”; todo ello bajo el principio de la adhesión al poder supremo del Comandante en Jefe y “líder supremo de la revolución”.
A fin de cuentas y dentro de la mejor tradición hispana y popular, la Constitución, como texto ordenador de la vida social y política, se acataba pero no se cumplía. El sentido libertario e igualitario, como pautas de comportamiento espontáneo habían sido desde siempre los valores que, más allá de las formalidades jurídicas, venían gobernando el devenir de los venezolanos.
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Desde antes y a raíz de los sucesos del 11 de abril, cuando se produjeron asesinatos y lesiones a mansalva de casi 120 opositores bajo el fuego de los “Círculos Bolivarianos” – suerte de Comités Populares de Defensa de la Revolución, promovidos y organizados desde el Gobierno –; y, dada la subsiguiente salida fáctica del poder de Hugo Chávez por exigencia de su Fuerza Armada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dio cuenta de toda la absurda y dramática realidad que hoy vive Venezuela: poco apreciada o entendida en sus dimensiones fuera del escenario nacional. El texto de su Informe fue revelador:
4. La (%=Link(«http://www.cidh.oas.org/Default.htm»,»CIDH»)%)
manifestó su preocupación por la polarización de la sociedad venezolana que tuvo su más trágica y grave expresión en los hechos de abril. 5. Con relación a la Constitución, la CIDH valoró un número importante de disposiciones innovadoras… 6. La CIDH agregó que sin perjuicio de esas reformas, la Constitución incluye diversos elementos que pueden dificultar la vigencia efectiva del Estado de Derecho. El engranaje constitucional no prevé, en supuestos importantes, mecanismos de pesos y contrapesos como forma de controlar el ejercicio del poder público y garantizar la vigencia de los derechos humanos. Las principales facultades legislativas fueron derivadas bajo un régimen habilitante al Poder Ejecutivo sin límites definidos para el ejercicio de la misma…62. La principal fuente de legitimación democrática es la otorgada por la voluntad popular expresada en elecciones libres, periódicas y universales. Sin perjuicio de ello, las elecciones por sí mismas no constituyen elementos suficientes para asegurar una plena vigencia de la democracia…. 63. Si bien las elecciones periódicas constituyen elementos necesarios pero no suficientes de la democracia, nada justifica la ruptura constitucional…66. La CIDH considera que la falta de independencia del Poder Judicial, las limitaciones a la libertad de expresión, el estado deliberativo en que se encuentran las Fuerzas Armadas, el grado extremo de polarización de la sociedad, el accionar de grupos de exterminio, la poca credibilidad de las instituciones de control debido a la incertidumbre sobre la constitucionalidad de su designación y la parcialidad de sus actuaciones, la falta de coordinación entre las fuerzas de seguridad, representan una clara debilidad de los pilares fundamentales para la existencia del Estado de Derecho en un sistema democrático en los términos de la Convención Americana y de la Carta Democrática Interamericana. Por ello, la Comisión urge al fortalecimiento del Estado de Derecho en Venezuela con la mayor brevedad posible”.
Fue sólo bajo la presión de una verdad incontenible: el masivo despertar de la conciencia colectiva sobre la reducción de los espacios de libertad y de la convivencia pacífica en Venezuela y la inminencia de una violenta ebullición popular, cuando los actores nacionales e internacionales y los medios de comunicación social tomaron nota de la lista inagotable de las desviaciones antidemocráticas que han tomado cuerpo durante el mandato de Chávez. Y hoy buscan explicar hacia el exterior, quizá con algo de retardo y sin memoria exacta sobre los acontecimientos de los últimos 4 años, los más recientes “golpes constitucionales” ejecutados por el régimen: la orden de militarización de la capital venezolana, sin mediar un “estado constitucional de excepción” y afectando las propiedades inmobiliarias de los extranjeros; la intervención militar de los fueros policiales municipales de Caracas; la destitución por una mayoría simple del oficialismo en la Asamblea Nacional – bajo petición pública del mismo Chávez – del Vice Presidente del Tribunal Supremo de Justicia; la transmisión, a través del canal del Estado, de conversaciones telefónicas privadas de distintos líderes de la oposición; la instrucción de Chávez a los Comandantes militares, para que no acaten ninguna orden judicial que contravenga sus dictados presidenciales; la orden dada por la Superintendencia de Bancos a todas las instituciones financieras privadas, sin mediación judicial, para que entreguen a la policía política (DISIP) toda la información relacionada con bienes y operaciones financieras de los dirigentes de la oposición; en fin, el asalto por los Círculos Bolivarianos, bajo los auspicios directos del Ministerio del Interior y de Justicia, de todas las instalaciones de las emisoras privadas de radio y televisión, algunas de las cuales fueron destruídas.
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La razón de fondo de la incomodidad social opositora, militante y mayoritaria contra el régimen de Chávez nace, en esencia, de la circunstancia antes anotada: la contradicción insalvable que se da y existe entre la cultura de la confrontación y de la aniquilación de los adversarios, que es propia del Presidente dada su formación militar, y la cultura del diálogo y de los consensos, que prendió en el espíritu democrático del pueblo venezolano durante el último medio siglo. Y ha sido la ausencia de contrapesos institucionales internos, dada la adhesión – todavía presente – de los poderes públicos constituídos al actual mandatario, la que ha impedido la canalización democrática de la diatriba y del conflicto políticos atizando la polarización y la violencia.
Los intentos de Chávez para imponer por la vía de los hechos, sin mediar consultas con los distintos sectores nacionales y sin respeto por las minorías, su proyecto de “revolución bolivariana”: que reconoce estar inspirada en los modelos cubano y libio y que no se encuentra mencionada en ninguna línea del texto constitucional, están en el origen de su desencuentro con todas y cada una de las organizaciones sociales del país. Éstas son señaladas por el propio Presidente y ante sus seguidores como “contrarrevolucionarias” y sus dirigentes tachados de enemigos del pueblo. Han sido calificados como “objetivos” de la acción popular revolucionaria y, más luego, de “golpistas” y de “fascistas”.
En la lista de sus “enemigos” el Presidente fue sumando, sin solución de continuidad, a sus propios compañeros de la aventura golpista del 4 de febrero de 1992; a quien fuera su mentor político y organizador del “proceso”, Luis Miquilena; y también a la Primera Dama de la República. Luego sigueron “todos” los medios privados de comunicación social y sus periodistas; la Iglesia Católica; el sector empresarial; las organizaciones sindicales; el movimiento universitario; los trabajadores petroleros; los viejos y a los nuevos partidos políticos; las organizaciones no gubernamentales; los gobernadores y los alcaldes no electos en las planchas de su movimiento V República.
Mas, lo grave de tal decurso ha sido que en el plano de las expectativas nacionales que despertó su mandato: la sanción ejemplar de los hechos de corrupción administrativa y la redistribución más equitativa de la riqueza, éstas terminaron en una dramática frustración colectiva y sin precedentes históricos.
No hay una sola actuación ejecutada por el Gobierno o por los poderes contralores en el curso de los últimos 4 años, que den cuenta de una firme voluntad de lucha contra la corrupción administrativa. Son innumerables y muy graves las denuncias que cursan al respecto: el peculado dentro Plan Civico-Militar Bolívar 2000; la disposición indebida de recursos del FIEM; la recepción de fondos ilícitos para la campaña electoral; los suministros irregulares de cooperación con Cuba; la asignación ilegal de los bonos de la deuda pública; la sustracción para tareas de proselitismo político de recursos del tesoro etc.). Y, en el plano de los símbolos pedagógicos, la acusación que hiciera Chávez sobre los régimenes pasados por el uso de aviones oficiales y la falta de austeridad en el gasto público derivó en la inconveniente adquisición por éste de un moderno y lujoso avión presidencial, en un tiempo signado por la contracción económica y el incrementó exponencial de la pobreza.
El país ha revelado índices manejables en el plano macroeconómico (deuda externa dentro de niveles manejables; reservas internacionales prudentes:14.931 MM US$; exportaciones petroleras a precios remunerativos: la cesta venezolana se estima en 24,86 US $; ingresos fiscales durante los últimos 3 años por más de 100.000 MM US$) que, sin ser óptimos, en mucho se distancian de los índices negativos que caracterizan a la mayoría de las economías medias latinoamericanas.
Sin embargo, el panorama económico y social interno de Venezuela es desolador. Se encuentra dominado por desequilibrios peligrosos: fueron suspendidos desde los inicios del régimen los programas sociales vigentes y se ha dio, en línea contraria, un crecimiento exponencial y sin precedentes de la deuda pública interna: desde 2.5 hasta 10.5 billones de bolívares. Ha sido sostenida la devaluación de la moneda: más de 100% en el trienio, y la caída paulatina de las reservas; el déficit fiscal es de 4% y la inflación ha sido represada artificialmente y estimada en casi un 40 %; con un desempleo ponderado en 22 %, equivalente al tercio de la población activa.
Se han incrementado los pobres en una cifra de casi 2.000.000 durante el curso de los tres últimos años; se ha reducido el poder adquisitivo del venezolano durante 1999-2001, entre un 10 y un 12 %. Además, el porcentaje de los habitantes que subsiste con menos de un dólar al día pasó del 18,7% al 23%, y el 47% vive con menos de 2 dólares diarios. La migración de capitales hacia el exterior es creciente; el 50 % de la población infantil sufre de algún tipo de anemia; hay, en fin, una caída del PBI real entre 6 y 6.5%, con tasas de interés activa dentro del sistema financiero que oscilan entre 32 al 50 %.
Así las cosas, el gobierno que conduce Hugo Chávez, antes que un Gobierno de izquierda progresista y comprometido con las clases más necesitadas, no ha sido otra cosa que un régimen ineficaz, populista, dominado en su estructura gerencial por militares en actividad o en retiro y quienes, por obra de sus divisiones y contradicciones internas, se han fracturado en dos bloques dominantes: uno en el Gobierno y otro insurgente, sin armas y con micrófonos, que tiene presencia en la Plaza Francia de la capital venezolana.
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La Carta Democrática Interamericana, aprobada por los Estados miembros de la OEA el 11 de septiembre de 2001, señala un cambio de rumbo en la percepción que de la democracia y su ejercicio se ha tenido en el hemisferio. Superado el antagonismo entre las viejas dictaduras y los gobiernos electos por el pueblo, la región advierte una nueva y más perversa amenaza para la vigencia de la democracia representativa.
De cara a la experiencia de Fujimori en el Perú, los Jefes de Estado y de Gobierno del continente reunidos en la Cumbre de las Américas en Quebec (2001), hicieron saber que la legitimidad de origen, vale decir, la elección popular de los gobernantes era y siguiría siendo la condición básica del ejercicio democrático. Empero, podría dejar de ser suficiente si los gobiernos nacidos de la voluntad popular pierden la legitimidad de desempeño. La democracia deja de ser así, a la luz de la mencionada Carta, una mera técnica o forma de gobierno y se transforma en derecho de los pueblos y en exigencia ética de la vida social y política.
De acuerdo con los predicados de la Carta, pues, hoy se le observa a Chávez no haber respondido a la exigencia de su “desempeño” democrático. La impunidad reinante acerca de los hechos criminales del 11 de abril y de los que se repitieron el último 6 de diciembre en la Plaza Francia de Caracas, con un saldo de tres muertos y una veintena de heridos en las filas de la oposición, evidencia su irrespeto sistemático de los derechos humanos y las libertades fundamentales; la omisión de las diligencias conducentes a la sanción de tales violaciones, por parte del Fiscal General y del Defensor del Pueblo, ha mostrado la señalada subordinación de éstos a los dictados del régimen, con menosprecio del principio de separación de los poderes públicos; el reciente asalto a los medios de comunicación por bandas callejeras, siguiendo las órdenes públicas que les diera el Ministro del Interior, hace cierta y una vez más la falta de garantía para la libertad de expresión y de prensa; el desconocimiento y la obstaculización por el Presidente de la iniciativa popular adoptada por dos millones de venezolanos, para provocar un referendum consultivo que determine si se le solicita o no su renuncia voluntaria a la Jefatura del Estado, prueba su falta de sometimiendo a los dictados de la soberanía popular; la insubordinación de los jefes militares ante toda decisión judicial que contrarie los dictados del Jefe del Estado y por expresa instrucción de éste, revela la ausencia de sometimiento del mundo castrense al Estado de Derecho y a la autoridad civil legítimamente constituída.
En este orden, el establecimiento de una Mesa de Negociaciones y Acuerdos presidida por el Secretario General de la OEA y ex presidente colombiano, César Gaviria, es hoy el mejor mentis frente a la manida tesis de que en Venezuela estarían confrontando con el Gobierno de Hugo Chávez Frías sectores golpistas irredentos, fascistas de oficio o empresarios que se niegan a la supuesta pérdida de sus privilegios. Es la demostración incuestionable de que en la hora presente la república carece de contrapesos institucionales que logren decantar, pacíficamente, los desencuentros políticos que son propios de la vida democrática.
Y tanto es así que el pasado 16 de diciembre el Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos, luego de constatar la evidente y peligrosa polaridad social que ha hecho presa de los venezolanos, reconoció que la Coordinadora Democrática de la oposición cuenta con legitimidad suficiente para discutir y negociar en paridad con el Gobierno de Chávez la solución constitucional, democrática, pacífica, y electoral que le ha de poner fin a las graves alteraciones que padece la democracia y el espíritu de convivencia en Venezuela. En consecuencia, ha urgido a las partes para que “en negociaciones de buena fe” alcancen tal solución dentro de la Mesa que cuenta con la facilitación de César Gaviria.
Los golpistas y fascistas que señala Chávez como enemigos de su régimen democrático, a fin de cuentas hoy sólo piden elecciones anticipadas. En tanto que el ex golpista de otrora se niega a la vía electoral y se aferra, desesperado, a la tesis de su legitimidad de origen; haciéndose eco de los fantasmas de una supuesta conspiración y de los intentos de magnicidio que se fraguarían en su contra.
Es esta, en suma, la verdad nada simple que deben asimilar y ponderar con más aguda perspicacia nuestros amigos y observadores internacionales, en particular quienes, situados en las filas de la izquierda democrática y progresista del europeismo, equivocan sus percepciones acerca de este militar primitivo: Hugo Chávez Frías, quien ha secuestrado en sus manos a una de las democracias de más larga tradición en América y quien apenas es víctima, eso sí, de su narcisismo, de la drámática división de su “partido militar”, y de la pérdida escandalosa del extraordinario fervor popular que le llevó a la Presidencia de Venezuela.
Hitler, encaramado sobre la Constitución de Weimar y Mussolini, manipulando el célebre Estatuto Albertino, son vivos ejemplos y testimonios de algunos liderazgos europeos que habiendo emergido de la emoción y de la adhesión popular, igualmente concluyeron haciendo de sus electores las primeras víctimas de la insanía dictatorial.
(*): Especial para el Diario El Universal
(**): Profesor Titular de la Facultad de Derecho de la UCAB (Venezuela)
(***): Ex Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
(****): Publicado con autorización del autor