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Memorandum involuntario

A principios del presente mes, el insigne historiador Santos Juliá suscribió un texto – para El País de Madrid – sobre Manuel Azaña que removió un poco las viejas lecturas sobre las consabidas República y  Guerra Civil españolas. Apenas el intenso ritmo de la campaña electoral aragüeña, nos daba oportunidad para consultar el teléfono celular y, entre una población y otra, saber un poco de la conmemoración del 75 aniversario de su muerte.

Azaña fue el jefe de Estado de la II República que resultó vencida ante las fuerzas que derivaron en el franquismo, experimentando un drama que Juliá supo esbozar, mostrando la maestría de un especialista ampliamente reconocido. Ya el bando de los nacionales con el completo dominio del territorio ibérico, el sexagenario presidente cruzó la frontera y llegó a La Prasle para dimitir, convirtiéndose en el epicentro del odio de todos los sectores, propios y extraños, incluyendo la pretensión de secuestrarlo y fusilarlo de los falangistas, como hicieron con Lluís Companys, perseguido por los nazis.

Todavía tenemos intacta la lectura de los diarios que pacientemente llevó por muchos años, transmitiéndonos palmo a palmo las vicisitudes políticas que aquejaron un trayecto y una trayectoria que, un buen día, nos interesó por la lectura definitiva de la obra de Gabriel Jackson, añadido el ejercicio crítico que intentó Noam Chomsky, y la novela de Carlos Rojo. La tristeza es el mejor término para sintetizar la ya distante incursión en las circunstancias de un actor político que, inevitable, siendo escritor de vocación y oficio, dejó un testimonio invalorable.

Por lo pronto, por una parte,  destaquemos que, al advenir la República, por 1931, el activista del Ateneo ocupó  el ministerio de Guerra y promovió exitosamente las reformas militares indispensables. Si bien es cierto que ya tenía un camino recorrido en la política, no menos lo fue que se trataba fundamentalmente de un intelectual que llegó a sorprender a muchos al encabezar tan delicada tarea, como preámbulo de la presidencia del gobierno.

Por otra, se desenvolvió en el difícil contexto de una transición políticamente muy competida, procurando el equilibrio frente a las posiciones extremas. La dificilísima conducción de un país en guerra, la que se supuso breve y acaso sencilla, padeció de una suerte de ensayo general para la segunda conflagración mundial que desbordó toda previsión razonable.

Luego, la necesidad del testimonio. Y, por fortuna, Azaña dejó el suyo, importante, interesante y, a veces, decisivo, entre la infinidad de aportes que todavía suscitan la reflexión: tuvo densidad de tinta para acuñar una versión íntima y reveladora de una tragedia histórica.

Frecuentemente, constatamos la estúpida facilidad con la cual se habla de una guerra civil con la que, abierta o veladamente, ha amenazado el régimen venezolano por todos estos años. Nunca es tarde para apreciar el drama y las inconcebibles consecuencias que vivió España, como El Salvador más recientemente, al respecto: Juliá involuntariamente nos lo recordó, entre una y otra población aragüeña.

@LuisBarraganJ

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