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La revolución que Maduro dice “no va a entregar”

¿En qué consiste esa “revolución” que Maduro y Cabello defienden con tanta vehemencia, hasta llegar a decir que de ganar las fuerzas democráticas una mayoría en la Asamblea Nacional, “no la van a entregar”? ¿Qué significa eso? ¿Pasarán a sabotear las potestades del órgano legislativo, impidiendo sus labores de aprobación de leyes y de vigilancia y control del poder Ejecutivo? ¿No “entregar la revolución” significa, definitivamente, darle un palo a la lámpara?

Para entender la naturaleza de la revolución chavista, es menester separar el discurso de la realidad. La retórica oficial alega que es una “revolución socialista”, inspirada en Bolívar (¿?), Marx y las comunidades indoamericanas, que busca defender la Patria contra las acechanzas del Imperio y acabar con los agentes de éste en el país; la burguesía explotadora. Para ello debe destruir el “Estado burgués” y derrotar su expresión en los partidos políticos democráticos y en las vocerías de la sociedad civil; la “derecha”. Así “el pueblo” -en la figura de Chávez y ahora, de Maduro- podrá asumir todo el poder, sin restricciones leguleyas que impiden su justo provecho de la riqueza social.

Pero la construcción del dominio “revolucionario”, al desmantelar las instituciones del Estado de Derecho, deja como único criterio de mando a la fuerza con que se cuenta en la estructura del poder político, incluyendo lo militar. Sin frenos ni cortapisas legales y habiendo sometido a los medios de comunicación, no hay límite al ejercicio del poder que no se derive de la fuerza. Desaparece el equilibrio de poderes autónomos, la rendición de cuentas, la irreductibilidad e inviolabilidad de los derechos humanos y el resguardo de los derechos de propiedad. Los “revolucionarios” alegarán que, gracias a sus convicciones ideológicas, ese poder irrestricto se convierte en instrumento de redención por excelencia del “pueblo”. Pero lo que se ha conformado es una institucionalidad sujeta al arbitrio de quien manda, sin otra acotación que no sea su capacidad de imponerse, aunque fuese legitimando sus ejecutorias como acciones que prosiguen –supuestamente- el “bien común”. De ahí la importancia crucial de la ideología para encubrir el ejercicio desnudo, despótico y arbitrario del poder.

Al borrarse las fronteras entre lo que es permisible y lo que no lo es y al no tener que rendirle cuentas a ninguna instancia autónoma, el manejo de los recursos públicos pasa a efectuarse con base en criterios personales. En un país en el que el Estado administra la prodigiosa riqueza petrolera, tal arreglo es funesto. Al identificarse “el pueblo” con la “revolución”, y ambos con el Estado y con quienes lo conducen, el disfrute de las “mieles del poder” deja de ser objeto de crítica –como sí lo era en los “oprobiosos y corruptos gobiernos puntofijistas”-, y tiene aprobación moral por ser asunto de “revolucionarios”. Se instala así el patrimonialismo, entendido como el usufructo de los bienes públicos como si fueran propios. Es la camionetota con guardaespaldas y chófer, los viajes al extranjero para acompañar al presidente o a un ministro, el acceso a dólares preferenciales sin miramientos respecto a sus usos, los generosos “gastos de representación”, viáticos, etc. Pero son también las colitas en las avionetas del Estado, el pasaporte diplomático sin ocupar cargo alguno de representación en el extranjero y, como es el caso de los familiares de Cilia Flores aguardando juicio en Nueva York por presuntamente traficar droga, poder contar con uno de los bufetes de abogados más costosos como defensa[1]. Desde luego, la campaña electoral de candidatos oficialistas particulares, financiada con dineros públicos y realizada con autobuses, avionetas, espacios televisivos, etc. del Estado, es patrimonialismo. Porque el “Estado revolucionario” es del “pueblo” y, por antonomasia, los “revolucionarios” SON el “pueblo”. De ahí que sus recursos les pertenecen, son de ellos, y luchan para no entregar -“como sea”- tal “instrumento de la revolución”. De manera que bajo la prédica socialista, de privilegiar lo colectivo sobre lo individual, son privatizados los bienes públicos para su usufructo excluyente y discrecional por parte de quienes detentan el poder. Al resto de la sociedad –usted y yo, querido lector- se nos discrimina de lo público.

Тhе new class instinctively feels that national goods are, in fact, its property, and tћat even the terms «socialist,» «social,» and «state» property denote а general legal fiction. The new class also thinks that any breach of its totalitarian аuthority might imperil its ownership. Consequently, the new class opposes any type of freedom, ostensibly for the purpose of preserving «socialist» ownership. Criticism of the new class’s monopolistic administratioп of рrореrtу geпerates the fеаr of а possible loss of роwеr”. Djilas, M., The New Class, Thames and Hudson, 1957, Pág. 65

Pero la retórica de un mundo mejor, que cautivó a tantos en su momento, no solo encubre al patrimonialismo. El usufructo discrecional de los recursos del Estado permite también apoyar, al margen de la ley, una vasta panoplia de “negocios”, desde el narcotráfico, los sobreprecios en las compras y contrataciones, las comisiones para la entrega de dólares, el lavado de dineros ilícitos y mucho más. Tampoco esto agota lo que se defiende como “revolución”. El abatimiento de toda norma de convivencia y de respeto a lo ajeno –la anomia- en aras de imponer la lealtad como único criterio de conducta a premiar, se ha traducido en el “apoderamiento” de malandros de toda laya, bien en la forma de “colectivos” con patente de corso por autodenominarse “revolucionarios”, pasando por las “zonas de paz” negociadas por “papi-papi” con bandas criminales, hasta el emporio hamponil que manejan con impunidad los pranes desde las principales cárceles del país, con la anuencia de las autoridades “competentes” (¿?). Todos ellos son dolientes de la “revolución”. Finalmente, la impunidad con que mucho enfermo en posiciones de poder se ensaña contra figuras prominentes de la oposición, como es el caso del coronel nazi dedicado a atormentar a Leopoldo López y a su familia -Homero Miranda al mando de la cárcel de Ramo Verde-, también es parte de esa “revolución”. Es el cariz propiamente fascista del poder desembozado, sin respeto alguno por los derechos humanos, que tanto ha caracterizado a las ejecutorias desde el poder.

En fin, invocando el sueño redentor de los humildes que logró la identificación de muchos ante el deterioro de la partidocracia adeco-copeyana -y que todavía tiene adeptos-, se cuela una corporación mafiosa que es lo que, verdaderamente, Maduro, Cabello y los suyos juran “no entregar”. Y mientras no corramos el velo del discurso idealizado para exponer la podredumbre que se esconde detrás, seguirá obrando, como toda ideología, como poderoso bálsamo que lava las conciencias de quienes han envilecido las condiciones de vida de los venezolanos y para habilitarlos “moralmente” a seguir con sus desmanes.

Este seis de diciembre comenzaremos a desmontar la estructura de complicidades que amalgama esa corporación que se ha enseñoreado en el poder. Con un voto masivo, contundente, a favor del cambio, la “revolución” como coartada comenzará a ser desplazada por un proyecto democrático, libertario y de justicia social que aglutine las esperanzas de la sociedad venezolana. El futuro pertenece a la democracia y “¡no lo vamos a entregar!”

[1] Squire Patton Boggs, frecuentemente contratado por PdVSA.

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