El oficio político: dos metáforas y una constatación
Resulta importante debatir sobre el oficio político, quizá más antiguo que el otro. Sobre todo porque sospechamos de un período en que la ciudadanía recuperará su dignidad que no es otra cosa que la de los espacios comunes. Muchos han sido los vicios y los errores, tan naturales como en cualquier tarea que creamos humana, pero también los aciertos y las virtudes.
La política no es asunto de extraterrestres y hacerla no significa el sacrificio de tareas igualmente importantes para la convivencia de todos. La preocupación por el destino común sugiere una especialización que no quita la de la persona ordinaria o –como suele decirse- de a pie. Tenemos un tropo útil con las labores del bombero, pues, todos básicamente conocemos de los peligros del fuego y de las medidas que debemos adoptar para asumir las medidas inmediatamente a aplicar, que parte del elemental tobo de agua hasta un dispositivo automático, líquido o gaseoso, para la salvación personal y la del otro y los otros.
La política exige una buena dosis de tiempo como arte y como ciencia, tal como ocurre con el bombero, pero todos intuimos la necesidad e importancia de discutir y asumir los riesgos, problemas y demandas que nos afectan y hay un aprendizaje elemental en la materia que no podemos –justamente- apagar, sino –en la medida de nuestras posibilidades reales- de cultivar. Hay quienes profundizan en los remedios posibles, desarrollando un estilo y un contenido, en dirección al bien común, sometidos al juicio público. Esta última es la diferencia más visible respecto al otro oficio generoso como es el de los bomberos, por el acento que pueda ponérsele, incluyendo la vida personal del oficiante, amén de la variedad de alternativas que llegan a la mesa para el debate.
Podemos recurrir a otra metáfora en cuanto al oficio en sí mismo, pues, entre los supuestos e imaginarios especialistas puede deslizarse la decepción, el desencanto y la rabia de la gente tocando el nervio mismo, la esencia y el alcance de las tareas políticas. En el mundo militar vale mucho la experiencia y la preparación para ascender en el escalafón y tenemos que el generalato no es únicamente la consagración de una carrera, sino la demostración de que –después de la vivencia del soldado dedicado a labores de campo, las de carpintería puede decirse- se tiene el dominio del conocimiento estratégico. Puede ocurrir que alguien no pertenezca a las filas de la institución armada y jamás haya pasado por los grados que hacen al oficial subalterno o al superior, pero revela un ingenio y un talento estratégico digno de tomar en cuenta a la hora de las decisiones vitales.
Es deseable que exista una trayectoria en el mundo político, principalmente en el partidista, porque los ascensos se verifican a través del contacto y del calor directo con la ciudadanía y sus problemas, sumando diligencias tan importantes como la de gestionar personalmente la solución de las demandas, así como la de idear iniciativas en las instancias legislativas, ejecutivas y judiciales. Puede ocurrir, y ocurre, que alguien ajeno e inexperto en las lides políticas a las que debemos añadir los vaivenes de los afectos o sentimientos encontrados, se revele como un estadista capaz de atender, comprender y asumir el presente y el futuro de todos, pero también –como ocurrió el celebérrimo 11-A- que los ataque una suerte de súbito autismo, con filones tecnocráticos, respecto a una realidad que los moldea en lugar de ser moldeada. Hay líderes comprobados, de fructífera trayectoria que lucen capaces de darle un sentido creador a las cosas al lado de otros que nos sorprenden aún cuando era otro el interés profesional, el objetivo de vida o –propiamente- el oficio de supervivencia.
Finalmente, ya en oficio político, constamos distinciones y matices próximos a una tipología casi jocosa. No obstante, hagamos la nuestra, ensayando una prolongación de eso que se hizo estructural en Venezuela como es el populismo: los hay creadores e imitadores de las situaciones reales. Los unos buscan resolver los problemas, inscribirlos en un contexto de principios y valores, llamar al concurso de otros talentos, afrontar directamente los riesgos. Los otros se aprovechan de las circunstancias y, por lo general, esgrimen las oportunidad que ofrecen los medios de comunicación, deleitándose con la política como espectáculo, para catapultarse y –por si fuese poco- disgustarse cuando el protagonismo le es vedado. En la Venezuela actual, con toda la variedad que podríamos citar si dispusiéramos del espacio suficiente, los imitadores incursionan en un mal de sobrados ejemplos: los medradores y, éstos, no crean política, no discuten ni con su sombra, pero obstaculizan el paso de otros portaestandartes de una buena nueva que aquéllos, simplemente, tomarán si genera una alta rentabilidad personal.
Lo que llaman el “postchavismo” ha de perfilar un liderazgo político diferente y claro con el presente que es partero de futuro. No obstante, luce fundamental que la política y lo político regresen a nuestras gracias y desgracias cotidianas.
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